Cometemos un error al pensar que la telebasura se encarga solamente de asuntos relacionados con la crónica del corazón. Si bien los famosos y famosillos son un ingrediente tradicional, no es tanto un género como una forma de hacer televisión basada en el escándalo, el morbo y el sensacionalismo, y que puede utilizarse con cualquier tema que se preste a debate. Política, economía, educación o incluso fútbol son susceptibles de ser utilizados por profesionales con ganas de sacar una historia rápida de incluso donde no la hay, ocupando a día de hoy la casi totalidad de las cadenas y franjas horarias creando una fauna difícil de enumerar formada por periodistas de segunda, los ya infames “colaboradores” o gente que pasó por allí, vio una cámara encendida, y decidió quedarse. En el post anterior estudiamos este formato desde su concepción casi involuntaria en el pueblo de Alcásser, pasando por las visiones místicas del iluminado Carlos Jesús y los paparazzi que fotografiaron la muerte de Lady Di, hasta el fin de Pepe Navarro.
La telebasura tuvo su momento de mayor éxito durante la década pasada en una escalada vertiginosa, y lo que tenemos a día de hoy al encender la televisión es resultado de lo que otros hicieron antes. Con ‘Crónicas Marcianas’ empezaba una nueva era en Telecinco, que explotaría cuando un innovador formato se hiciese hueco en la programación, y que traería a la palestra todo tipo de seres indeseables que hasta entonces jamás hubiesen tenido hueco en cualquier otro sitio que no fuese un sanatorio mental. Pero para entender el éxito de esta idea y de los programas que trajo consigo deberíamos mirar atrás, hasta 1991 y conocer que todo empezó con un experimento en el centro del estado de Arizona.
El proyecto Biosfera 2 fue un amplísimo complejo que intentaba imitar todas las situaciones climáticas posibles en la Tierra y entre las que se incluían una selva, un desierto e incluso un océano de más de ochocientos metros cuadrados que incluía un sistema de organismos vivos. Su finalidad era servir como experimento para comprender el funcionamiento de los ecosistemas y la relación entre todos los seres. La primera misión, llevada a cabo en 1991, consistía en un grupo de ocho científicos que se encerró en el Biosfera 2 sin ningún tipo de contacto con el exterior buscando la forma de sobrevivir por sus propios medios. Durante dos años demostraron que un ecosistema es una de las estructuras más complejas y sensibles del planeta y que no es tan fácil controlarlo como se creía en un principio. Hubo falta de alimentos, los niveles de oxígeno descendieron hasta niveles preocupantes y muchos animales murieron, pero aquello no fue ni de lejos lo más inesperado de la aventura.
En efecto, lo que pocos investigadores habían previsto era que serían los propios humanos quienes darían más problemas al verse sometidos a semejante presión, y que acabarían literalmente a golpes entre ellos, insultándose, criticándose por esconder comida, o incluso boicoteando el experimento para salir de allí. El Biosfera 2, que debería haber sido una prueba para ver cómo podrían reaccionar ecosistemas y tripulaciones en la exploración espacial, se acabó convirtiendo en un desastre económico relegado a día de hoy a mero museo de lo absurdo abierto a los visitantes y constantemente cercano a la demolición.
El caso del Biosfera podría haberse quedado en una simple anécdota, pero en 1998 Jim Carrey protagonizaría El Show de Truman. Carrey ya tenía un nombre en el mundo del cine protagonizando sobre todo comedias histriónicas cuyo éxito se debía sobre todo a la vis cómica del actor y a las exageradas muecas que le caracterizaban. Sin embargo, tras éxitos como La Máscara, Ace Ventura o peligrosas incursiones como Un Loco a Domicilio, su carrera parecía estar a punto de estancarse. Por ello, Carrey dio todo lo posible para interpretar a Truman Burbank, un hombre normal y corriente que no sabe que en realidad es el protagonista de un exitoso programa de televisión y que absolutamente todo lo que le rodea es un montaje. Su familia, sus amigos, incluso su trabajo o la propia ciudad en la que vive son creaciones que siguen un guión convirtiéndole en un esclavo de su propia existencia.
El no saber dónde acababa la realidad y empezaba la ficción agobiaría a Truman impulsándole a huir de todo lo que conocía, y la sensación acabaría traspasando la pantalla cuando Jim Carrey entró en una profunda depresión de la que no creo que haya salido nunca del todo que le llevó incluso a divorciarse de su mujer, la también actriz Lauren Holly (Abajo el Periscopio o NCIS). Su caso sería uno de los primeros en experimentar lo que años más tarde se conocería como “El Síndrome del Show de Truman”, y que muchos acabarían sufriendo cuando una productora Holandesa idease un nuevo tipo de formato que daría origen a lo que hoy conocemos como reality shows.
Endemol comprendería el potencial espectáculo de un grupo de personas encerradas en un entorno cerrado y añadió algunos elementos de El Show de Truman y pequeños detalles cogidos de la novela de George Orwell, 1984 en el intento de otorgar al programa un halo de seriedad. Esta mezcla intragable es la responsable de dar a entender a una generación entera que la fama es un fin y pasa por la televisión, estamos hablando del infame Gran Hermano.
Gran Hermano empezaría a emitirse en España en Abril del año 2000 y su dinámica sería muy sencilla: Varios desconocidos entrarían en una casa que estaría vigilada por cámaras las 24 horas del día y cada pocas semanas, el público decidiría quién debería abandonar el programa dejando al final un solo ganador. En comparación con otros programas que surgirían después, Gran Hermano era bastante barato porque sólo necesitabas dejárselo a los concursantes, que harían todo el trabajo sin guión ni planificación alguna. Las excusas que se dieron para justificar la emisión del programa fueron variadas, pero la más utilizada fue la del “Experimento sociológico”. Las discusiones de los concursantes, sus pasiones inexplicables y traiciones acabarían siendo una constante y el público español, siempre dado al cotilleo y a meterse en la vida de los demás, había encontrado una mina de oro. El programa batió récords de audiencia y convirtió a una panda de desconocidos en famosos de la noche a la mañana. De pronto la televisión perdía su misticismo y se volvía más cercana a nosotros que nunca, y la idea de la “fama” empezó a convertirse en algo muy diferente a lo que había sido hasta ahora. Hasta entonces, las personas que eran conocidas poseían algún tipo de habilidad especial (deportistas, escritores, actores) que les convertía en famosos como resultado de dicha actividad. La excepción eran, claro, los famosetes, pero de pronto daba la sensación de que cualquiera podía serlo. Que te parasen por la calle y te pidiesen fotos y autógrafos, aunque no hubiese ninguna razón legítima para ello, era lo esencial. Viviendo en una casa en la que la telebasura se convertiría en una constante, recuerdo haber visto a un expulsado de GH1 que debía caminar hasta un vehículo que le llevaría al plató del programa, previo paso por un grupo de fanáticos que le abrazaban, besaban, querían y llevaban pancartas con su nombre. Entonces recuerdo que me planteé por qué lo hacían, el por qué esa adoración. Y a día de hoy, me lo sigo preguntando.
Pero no sería el único programa de telerrealidad que irrumpiría en nuestras pantallas. Visto que personas normales y corrientes tenían un gran potencial para convertirse en mercancía, la misma productora desarrolló otro formato titulado Operación Triunfo, y que querría ir un paso más allá. Hace tiempo publiqué un artículo donde un famoso cómico canadiense parodiaba el mundo de la música pop, describiéndolo como un negocio donde alguien paga para que un chico/chica de cierto atractivo se convierta en un éxito en base a una canción pegadiza y al supuesto atractivo sexual que despierta entre un público joven. En Operación Triunfo no bastaba con coger al hijo de tu vecino y encerrarle en una casa. Querían convertirle en un cantante profesional, con asesores de imagen, profesores de canto y danza, maquillaje y conciertos semanales transmitidos por televisión. El gran premio, aparte de conseguirte una carrera musical, sería la de representar a España en el festival de Eurovisión, un concurso del que hablaremos mucho más adelante y que tendrá una importancia crucial en el tercer (y espero que último) artículo sobre la telebasura.
Operación Triunfo consiguió otro gran éxito y el público enloqueció con esta panda de albañiles, cantantes de orquesta, hijos de vendedores de pollos asados y las profesiones más comunes de todas. Explotaban ese talento potencial que había dentro de cada uno de nosotros, pero lo hicieron de una forma tergiversada y que para nada tenía que ver con la realidad. Daban a entender que para conseguir una carrera tenías que ser famoso primero, que daba igual tu talento o tu esfuerzo, y que en el mundo de los realities, no había que trabajar porque todo se conseguía fácil y rápido en unos meses.
Además, una de las claras ganadoras, una chica llamada Rosa, vio cómo le establecían una rígida dieta a la vez que buscaban estilistas para hacerla más “agradable” a los ojos del espectador, algo muy curioso en un programa que parecía vendernos la celebración de la individualidad y el talento propios, el ser uno mismo, mientras intentaban hacerte adelgazar. Pronto, quedó claro que la música sólo era sólo una parte del programa ya que se explotó la sexualidad de los compañeros y los posibles romances que podían surgir cuando encierras a varias personas de distintos sexos en un entorno cerrado las 24 horas del día, creando una mezcla de Gran Hermano con la mecánica de la crónica del corazón y el espectáculo musical en un producto que se agotaría cada vez más rápido.
Ambos programas convirtieron además las discusiones más triviales en la comidilla nacional. Comportamientos infantiles eran de repente discutidos en los programas de máxima audiencia, y en las sucesivas ediciones de Gran Hermano quedaría claro que eso era precisamente lo que vendía, por lo que los castings necesitaban encontrar esas personalidades explosivas o sencillamente inaguantables de personas que claramente se merecían una ostia o dos y que en lugar de eso nos las vendían como entretenimiento continuo y modelos a imitar.
Pero en España ya llevábamos años siguiendo a ese tipo de personas, porque durante mucho tiempo uno de los personajes más ilustres y populares del país fue Jesús Gil y Gil, un político y empresario del fútbol disfrazado de Showman que convirtió en máxima aquello de explotar lo absurdo y desagradable de las personas. Gil fue un icono de la caspa que durante principios de la década de los noventa había aterrizado en Telecinco sólo porque era el tipo de persona a la que la gente no podía ignorar. Esa era la idea: la de generar controversia y opiniones enfrentadas, la de obligar a la gente a presenciar un espectáculo dantesco, sin importar qué clase de persona se trataba.
Jesús Gil es, junto con Esta Noche Cruzamos el mississippi, una muestra de la España de hace unos años, en la que un hombre como él podía ser un objeto de adoración. Una especie de Al Capone cañí que tuvo una meteórica carrera convirtiéndose en el ejemplo a seguir por toda una generación de hombres comunes, llanos e incultos. Sus comienzos como empresario de la construcción dejaban ya claros que se trataba de un hombre al que el dinero y el poder era lo único que le interesaba. Sus excesos y falta de escrúpulos fueron los responsables de que en 1969, el techo de una de sus propiedades, un restaurante en Los Ángeles de San Rafael, se viniera abajo matando a sesenta personas. Tras multas de cientos de millones de pesetas, fue a la cárcel siendo perdonado 27 meses más tarde por el propio Francisco Franco.
En prisión, Gil tuvo todo tipo de lujos que incluían suculentos menús que él repartía con funcionarios y presos escogidos, encargándose del economato haciendo que nos preguntemos quién lo puso en un lugar donde controlaba lo que los presos recibían. Libre y siendo amigo de todos los concejales de urbanismo posibles, logró uno de sus mayores logros profesionales, que se convertiría en una auténtica cortina de humo tras la que un hombre de su gran tamaño podría esconderse y que engañaría a un país a demasiado a gusto por el jolgorio y la verbena como para preocuparse de todo lo demás: Se convirtió en el presidente del Atlético de Madrid.
El fútbol es una religión nacional, un deporte convertido en negocio multimillonario que controla los gustos y el entretenimiento de millones de personas influyendo sobre sus estados de ánimo, hábitos de consumo e incluso su rendimiento sexual. Partidos como el Real Madrid contra el Barcelona imprimen además un regusto político inaguantable y sacan lo peor de la gente. No estoy diciendo que el fútbol sea malo, sino que vivimos en un lugar donde parece ser un asunto de importancia vital para nuestra supervivencia y donde las vidas de jugadores y entrenadores son analizadas hasta el más mínimo detalle. Con un hombre como Jesús Gil, la telebasura estaba a punto de mezclar política, justicia y deporte, convirtiéndolo todo en una misma cosa.
Las noches de Tal y Tal
Elegido también alcalde de la ciudad de Marbella obteniendo el apoyo de hombre y mujeres que le veían como alguien cercano y “campechano”, la corrupción era inminente. No puede explicarse de otra forma el revuelo que se armó cuando, años más tarde, se investigó la publicidad que las camisetas del equipo hacían de la ciudad de Marbella, entre otros muchos asuntos. Pero para entonces, Jesús Gil ya era un personaje público, una caricatura que programas satíricos como ‘El Informal’ se encargarían de mitificar como un King Kong con mala leche.
Jesús Gil era un rompedor, un hombre llano al que te puedes encontrar en un bar, corrupto, millonario, chulo y orgulloso de serlo. Se ganó el cariño de la gente como el típico tío borracho y racista que todos tenemos en nuestra familia y al que queremos por cómo es, orgullosos de que un hombre como él nos restriegue su estilo de vida por las narices. No era inteligente, no era honesto, era violento y peleas como las que tuvo con Caneda Piña pertenecen a algunos de los momentos más bochornosos del deporte y la televisión. ¿Hasta dónde se justificaban sus aires de matón alcohólico, vestido con trajes caros, capaz de pagar guardaespaldas y orgulloso de admitir que era rico y que podía comprar equipos enteros de fútbol sin despeinarse? Gil tuvo carta blanca, los espectadores se la dieron, los mismos que se tragaron su esperpéntico programa de televisión en el que salía como una especie de Jabba de Hutt peludo hablando de temas absurdos y demostrando que incluso una falta total de conocimiento es justificable y admirable. Su chapurreo del inglés, las chicas en bikini que sonreían durante minutos enteros sin parpadear y sus éxitos o fracasos en el fútbol escondían la descomunal bancarrota a la que iba a llevar a la ciudad de Marbella tras su peculiar administración en la que reconstruyó la ciudad siguiendo un sueño faraónico, creando una burbuja inmobiliaria que años después nos estallaría en la cara, pero que sirvió para que él y otros como él se llenasen los bolsillos con dinero público. La sensación general es la de estar viendo un partido de fútbol en la tele mientras un grupo de hombres trajeados te roban el dinero de tus hijos y que sería una buena metáfora para la sociedad española actual. Jesús Gil sería alcanzado por la justicia a principios de la década pasada y abandonaría el fútbol para siempre poco antes de fallecer en el año 2004 víctima de un ataque al corazón. Política, circos mediáticos y fútbol aparte, el pueblo entero le reconoció como un hombre admirable e irremplazable en una muestra más de a qué clase de mundo absurdo estamos yendo por un hombre que te mintió, te robó y además se te rió en la cara.
Al igual que con los concursantes de Gran Hermano en el que lo desagradable se convertía en exaltación, corrieron innumerables leyendas sobre su fallecimiento, incluyendo la más conocida de todas, la que fingió su muerte para escapar a la ley y que ahora mismo residiría en Miami rodeado de mujeres y dinero, riéndose de todos y engordando hasta reventar. Lo cierto es que Jesús Gil se pudre en estos momentos en el Cementerio de la Almudena de Madrid mientras las consecuencias de sus actos llueven sobre las cabezas de todos.
Todos estos asuntos, concursantes que discutían, corrupciones convertidas en espectáculo y demás encontraron su hueco justo en Crónicas Marcianas. Convertido en el rey de las audiencias, nada le impedía a Javier Sardá hacer lo que quisiera con su programa. Fue así cómo apareció Boris Izaguirre, un personaje peculiar e inolvidable que se encargó de “analizar la actualidad del corazón”. Boris se convirtió en una celebridad al dejar claro que podía ser un showman muy peculiar y a día de hoy ha retomado su faceta como escritor, pero todos le conocimos por esa loca chillona que se bajaba los pantalones en cada programa. La primera vez que enseñó el pene en una cadena nacional fue una sorpresa, pero se acabaría convirtiendo en una norma. Junto con gente como Alessandro Lequio o Carmen Ordoñez (mujer que se merece un análisis para ella sola y que sería un espectáculo hasta en sus últimas y trágicas consecuencias), Gran Hermano empezó a ocupar cada vez más espacio hasta el punto de que ese humor ágil, cercano y amable que caracterizó al programa que hundió a Pepe Navarro se perdió en alguna parte. Telecinco se convirtió en un pozo negro donde la mierda se retroalimentaba y donde los concursantes de Gran Hermano pasaban a engrosar la lista de “colaboradores” que pisaban Marte, discutían sobre quién robó los cereales o le practicó una felación a quién dentro de la casa o sobre cualquier tema. Las mujeres además siempre podían recibir una jugosa oferta para posar desnudas en la revista Interviú.
Risto Mejide, que se convertiría en famoso mucho tiempo después y al que ya llegaremos, dijo en una ocasión que la finalidad de un casting reside en conseguir lo mejor y lo peor eliminando a los de en medio. Hay que dar espectáculo y eso también lo sabían aquellos que se presentaban al programa. Cada vez los concursantes eran más raros, más desagradables, más propensos a cepillarse al que fuera porque sabían que eso daba espectáculo, y eso nos trajo a la palestra a seres tan despreciables como Aída Nizar. Me cuesta entender cómo una persona estúpida, egocéntrica y que habla de sí misma en tercera persona puede ser objeto de adoración por parte del público, pero es que se basan en crear discordia y en molestar para hacer dinero. Daba igual que insultasen a quien fuera o que demostrasen tener la misma poca delicadeza que un tacto rectal sin vaselina, a Javier Sardá le encantaba y precisamente era la gente como ella la que menos posibilidades tenían de desaparecer. Siempre había alguna historia nueva que usar como excusa para tenerlos en plató cobrando una millonada (como pasó con Moros y Cristianos). Si las peleas en la casa de Gran Hermano se sucedían por motivos ridículos, para mantenerse en “el candelero” esa gente tenía que ir más allá. Cambiaban de orientación sexual, pasaban de una pareja a otra, opinaban de cualquier tema y gritaban más alto que el que tenían al lado, todo en un plató en el que Boris Izaguirre se subía sobre la mesa enseñando el pene, la gente aplaudía y un invitado saltaba sobre el público, compuesto en sus primeras filas siempre por chicas atractivas. Crónicas Marcianas estaba desatado y no había forma de pararlo. Fue como una fiesta que se le va de las manos a la persona que la organiza, y que vista en retrospectiva cuesta mucho creer que se llegase ahí. De vez en cuando surgía el caso de Alcasser, convertido ya en material sobado, los moldes de pene de Nacho Vidal, los striptease de Chiquí Martí o uno de los momentos más vergonzosos, en el que Aída Nizar, actuando como una auténtica retrasada, decidió buscar el apoyo del público en un espectáculo esperpéntico que culminó con un despido en directo.
Cuando fue a darle un beso a un chico en silla de ruedas y éste se apartó, Aída, pletórica en esa feria sin sentido, le dijo frente a todas las cámaras que “cada uno tiene lo que se merece”. Javier Sardá se enfadó lo suficiente como para echarla del programa, pero siempre se ha comentado que aquello era precisamente lo que mantenía el show en antena: una sucesión de momentos llenos de griterío sin límite ni freno alguno. Buscando la forma de alargar ese negocio de lo excéntrico, Sardá contrató al reportero Javier Cárdenas, de quien ya hemos hablado en el post anterior y responsable de conseguir meter a los frikis en nuestra vida. Cárdenas volvió a recorrer el país entero en busca de gente rara a la que entrevistar y volver famosa como el caso de Carlos Jesús, y estaría a punto de desatar una nueva fiebre superior a todas las anteriores. Cárdenas encontró a Paco Porras, un supuesto vidente que veía el futuro en todo tipo de frutas y verduras, pero él no fue el único que se beneficiaría de la fama ya que de fondo vislumbraríamos por primera vez a una mujer que se convertiría en el mayor éxito del país: Tamara Seisdedos.
Esta mujer de aspecto andrógino, más parecido a un replicante de la película Blade Runner que a un ser humano, declararía estar embarazada del vidente, pero en un movimiento tópico de la prensa del corazón perdería el niño. El supuesto embarazo le permitió estar en antena el tiempo suficiente para que comprobásemos sus más que deficientes dotes musicales con un tema titulado ‘No Cambié’, que se popularizó de nuevo gracias a un programa como el de Crónicas Marcianas y llegaría al primer puesto de ventas durante diez semanas. Se repetía el fenómeno de Juan Antonio Canta y de repente, Tamara, Leonardo Dantés y gente tan extraña como Tony Genil o un hombre vestido de arlequín protagonizarían episodios grotescos que incluían vergonzosos montajes destinados a generar audiencia, peleas a bolsazo limpio y polémicas en el plató marciano. Todo el mundo conoció a esos seres tan entrañables como un Gremlin después de un relajante baño de espuma y les proporcionó minutos de pantalla, fama y montañas de dinero estirando el chicle hasta un lugar muy próximo al de la ruptura.
Visto con un poco de perspectiva, parece que el origen de esta panda de frikis coincidía con unas ganas de romper con la clientela acostumbrada. Volvíamos a estar cansados de los famosos y de sus rarezas, de gente que vendía exclusivas y huía de los periodistas que no habían pagado para meterse en sus vidas, de falsedades y montajes tan estúpidos como el de Nati Abascal, Tamara y su gente parecían la contrapartida, una panda de vecinos siempre encantada de ver una cámara y saludar a la gente, una parodia, de hecho, de todo lo que los famosos hacían y mostraban. Es célebre el caso de este grupo inaugurando una frutería de barrio, como una versión cutre y casposa de esas interminables celebraciones de Isabel Preysler, llenas de recepciones, fiestas y presentaciones de libros que no le importan a nadie. Era una forma de reírse de este monstruo que habíamos creado, pero que poca gente comprendió su ironía y en lugar de ello, los tomaron en serio construyendo una bestia aún mayor.
Tamara en la frutería
Tamara se disputaba el protagonismo con los Grandes Hermanos y con gente de la talla de Nuria Bermúdez, otro ejemplo clásico de lo que en España se considera digno para ser famoso. Bermúdez saltó a la fama tras mantener una aventura extramatrimonial con Antonio David Flores, yerno de la folclórica Rocio Jurado, y DESPUÉS, pasarse por la piedra a más de media plantilla del Real Madrid, una biografía digna de estudio. Corazón y deportes se juntaban de nuevo demostrando que historias sobre masturbaciones a tres bandas en el autobús del equipo de fútbol eran suficientes para aparecer en pantalla. Nuria Bermúdez fue otra de esas personas que fue buscando (o inventándose) cada vez formas más peregrinas de llamar la atención, un reconocimiento televisivo por el que a esas alturas la gente estaba dispuesta ya a casi cualquier cosa.
Metidos de lleno en esta cuesta abajo de caspa y cutrez fue cuando se presentó el libro ‘El año que trafiqué con mujeres’. Escrito bajo el pseudónimo de Antonio Salas, el periodista autor del libro ya había sorprendido al país entero infiltrándose en el movimiento neonazi, y ahora decidía desvelar los secretos de la trata de blancas y de los negocios de los clubs de alterne. En su libro, Salas hablaba de maleantes, de chulos y prostitutas, de niñas de trece años que eran tratadas como mercancía lista para enviar a España, donde serían violadas en pisos francos por hombres dispuestos a pagar unos pocos euros por hacerlo con una menor. Habló de proxenetas amantes de la vida que tenían, y de niñas que ya no llegarían vírgenes debido a la necesidad de “probar el género”, y en uno sólo en uno de los capítulos del libro se hablaba de la prostitución de lujo en la que algunas famosas eran claramente mencionadas. Nuria Bermúdez, Malena Gracia, Sonia Monroy y algunas personajillas más fueron las que acapararon toda la atención y las que más debates entablaron sobre la mesa de Crónicas Marcianas o en otros programas. Ellas, que defendían su honor asegurando que todo era un montaje para perjudicarlas, reconocían finalmente que cobraban por acudir a fiestas pero que nunca llegarían a vender su cuerpo, por más que hubiera vídeos donde se las veía ofreciéndose para ir a los reservados con algunos clientes. Esto sacudió a la opinión pública y nos mostró que tras la pantalla de la televisión y los platós de madera existe un mundo donde el dinero lo puede todo y donde si eres joven y bonita siempre tienes la opción de prostituirte con alguien que pague un precio inflado por tu presencia en televisiones nacionales. Nuria Bermúdez había utilizado sus supuestas experiencias sexuales con jugadores de primera división, asegurando que sólo contaría los detalles más sórdidos tras pago previo de una cantidad de dinero exagerada y ahora nos teníamos que creer que jamás cruzaría la línea.
Ellas y sus compañeras acusadas reconocerían que pasaban por malos momentos económicos entre lloros y conseguirían el perdón y los aplausos del público de esos programas, mientras nos olvidábamos convenientemente de las otras trescientas páginas del libro de Antonio Salas porque, ¿A quién le importan las niñas encerradas y obligadas a acostarse con todo aquel que entre por la puerta, a quién le interesan las esclavas sexuales que se encuentran en tu barrio o en el club de las afueras cuando tienes a una concursante de Gran Hermano que te haría una felación por tres mil euros? Por desgracia, quedó claro que a nadie.
La telebasura coge lo peor y lo más morboso, desechando todo lo demás. Estudios simplistas de sucesos importantes se nos presentan como verdades absolutas y condicionan sobre lo que sabemos o conocemos. Se quedan con lo grueso y vistoso y lo utilizan para medios ruines y despreciables. Gracias a Antonio Salas o a aquel programa donde se descubrió el fraude de la supuesta aparición de la virgen del Higuerón, cayeron en la cuenta de que las cámaras ocultas eran el nuevo Santo Grial de la televisión. Se utilizaron para todo, cada vez con menos talento pero más ganas de poner subtítulos a grabaciones borrosas en blanco y negro y escondidas en bolsos. Se introdujeron cámaras en las sedes de la iglesia de la cienciología en Madrid, en fiestas de famosos e incluso, en la casa de gente como Carlos Jesús para demostrar que era un fraude, por si aún no habíamos tenido suficiente.
Paco Porras - Crucero por el mediterráneo
El cenit de crónicas Marcianas llegaría en 2004, cuando Javier Cárdenas encontró una forma de rentabilizar aún más esas entrevistas por las que tanto él como Sardá serían condenados años más tarde por reírse de un minusválido. Sería con Frikis Buscan Incordiar, subproducto al que me resisto a llamar película y que se limitaba a una serie de gamberradas realizadas al grupo que él mismo ayudó a formar. Sería muy famoso el caso en el que Paco Porras sería arrastrado por una lancha motora, dejando claro que el humor fino de Crónicas Marcianas había pasado a la historia. F.B.I., por cierto, se convertiría en la película más taquillera del momento recaudando casi un millón de euros, lo que es una muestra más del gusto del público español por la verbena y la fiesta.
Pero incluso eso tiene un límite, y al igual que ocurrió con Pepe Navarro, Javier Sardá empezaba a ser consumido por su propio programa. Desatado y sin control, se encontró de repente con que el presentador Andreu Buenafuente aterrizaba en Antena 3 con un late night mucho más comedido y donde la polémica brillaba por su ausencia. Contra la caspa, Buenafuente utilizaba monólogos y un tono calmado. Contra los desnudos gratuitos, las entrevistas a personajes de alto nivel. Era el momento de equilibrar la balanza de nuevo, y ahora Sardá se encontraba en el bando perdedor. Un antiguo colaborador había venido para arrebatarle el trono de Rey de las madrugadas, y fue consciente del destino que le esperaba, de modo que antes de ser cancelado por bajas audiencias, decidió retirarse cuando aún estaba en lo más alto. Puso una cuenta atrás sobre el escenario que iba reduciéndose cada noche, hasta llegar el momento del adiós final, en el que nos despedíamos de un programa mítico, aberrante y fascinante a partes iguales, y que había cambiado la televisión durante sus ocho años de emisión. Javier Sardá abandonaba Marte por la misma puerta por la que entró con menos canas y sin sospechar en lo que se convertiría su obra magna, y lo hacía diciendo que no era el final y que algún día regresaría. Hasta el día de hoy eso no ha sido verdad, pero lo cierto es que las luces de Crónicas Marcianas se apagaron para siempre y dejaron espacio a la sublimación de la telebasura justo a las puertas de una crisis económica que nos mostraría lo mejor y lo peor de las personas y que podríamos ver, por supuesto, por televisión.