Revista Ciencia

Historia de un rescate

Publicado el 06 mayo 2014 por Oscar Ercilla Herrero @geologoentuvida

Nota: Esta entrada no va a hablar directamente de geología, pero está relacionada con la geología, así que si no queréis seguir leyendo no os culparé por ello. Lo que quiero hacer es dedicarla a mi familia y a mis amigos, y a todos aquellos que me ayudaron en ese día sin conocerme y de los que recuerdo sus caras, pero no de sus nombres. Y a los que nos ayudaron y no vi, también.

La vida está llena de riesgos y por todos los medios tratamos de que no se nos crucen en nuestro camino. Pero inevitablemente se producen accidentes. Por muchas medidas que se pongan las estadísticas son lo que son y a alguien le tiene que tocar la parte mala de la vida.

Voy a hablar de algo que me paso hace un año. He tratado de escribirlo muchas veces. Los que me conocen me decían que de esto podría sacar algún buen relato de los que me gusta escribir. Hoy creo que ha llegado el momento de compartirlo con todos.

Era 15 de mayo. Otra mañana más en San Pedro de Atacama (Chile) y el penúltimo día de campaña en los salares de la zona. Solo dos días más de trabajo y al siguiente regreso a casa después de casi dos semanas sin parar. Como cada uno de esos días, nos levantamos con algo de frio en la cabaña. Café caliente, cereales y preparar la comida para el largo día. Todas las cosas en la mochila y pronto a la camioneta: el conductor, una hidrogeóloga y yo.

De camino al pueblo mandé un mensaje a mi novia, un ritual diario (Hoy vamos a Aguas calientes sur. Tq Bss.) y cargamos el depósito de combustible hasta arriba. Con el sol despuntando en la mañana partimos a nuestro destino hacia el sur.

Atravesamos Toconao, una población enclavada en el borde del Salar de Atacama, y Socaire, el último sitio habitado antes de que el asfalto de la carretera se acabara y comenzara el camino de vichufita, una mezcla de sales que al juntarse con agua crea una superficie firme, parecida al asfalto e ideal para sitios áridos como el desierto. De ahí a nuestro destino 60 Km en ascensión, de los 2.300 a los 4.000 metros del altiplano andino.

La jornada transcurrió como otro día más. Mi compañera tomando muestras de aguas, de las lagunas y afluentes que llegaban al salar, y yo paseando por la costra, recogiendo muestras de las sales, haciendo observaciones y viendo las habituales vicuñas que pueblan la zona, unos animales emparentados con las llamas y muy asustadizos. Algún flamenco despistado también nos alegró con su presencia.

A eso de las cinco de la tarde la luz ya empezaba a decaer y nos decía que era hora de volver a casa. Una senda continuaba por el borde sur del salar y decidimos seguirla en lugar de volver por donde habíamos venido. En ese momento cometimos nuestro primer error.

La senda se internaba en la costra y decidimos seguir, pero pronto el coche se hundió en una zona de rocas. Cuando tratamos de dar marcha atrás las ruedas se hundieron más todavía. Al salir, el fango del subsuelo cubría el neumático y amenazaba con llegar a la llanta. Por más que intentamos que la camioneta saliera fue imposible.

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Y allí estábamos, lejos de la carretera, a más de 60 Km del pueblo más cercano y a casi 40 del puesto fronterizo de Carabineros de El Laco, al este, junto a la frontera con Argentina y sin un teléfono satelital; solo tres móviles y el del conductor el único con batería cargada y cargador para el coche. En un intento algo desesperado tomé las coordenadas de donde estábamos y decidí subir a una cima cercana, unos doscientos metros sobre el nivel en el que estábamos atorrados, pero no sirvió para nada, ni tan siquiera ese botón que sale de llamada de emergencia sirvió para nada.

Al bajar la noche se hizo intensa. Me guié con la linterna y me metí en la camioneta. Mis compañeros ya estaban allí dentro, esperando, y decididos a pasar la noche allí. Yo les comenté que por la mañana había que salir a buscar ayuda, que tal vez alguien pasaría por la carretera y que podría ir a buscar a la gente que estaba trabajando en la carretera arreglándola, pero que por desgracia no sabía ubicar claramente, por lo que la ruta directa hacia la carretera, la más lógica, quedaba descartada si realmente quería ahorrar energías y reducir kilómetros de caminata. Subir no subirían, pero bajar sí.

Sinceramente me considero alguien en buena forma y la mejor idea era que fuera yo solo, que me llevara el móvil del conductor cargado y partiera por la mañana en busca de ayuda. Cenamos lo poco que nos quedaba y llegó la hora de dormir, o al menos tratar de descansar todo lo posible hasta que llegara el día siguiente.

Recuerdo que me desperté muchas veces esa noche y no por el frio sino por la incomodidad y por el dolor en las rodillas. Aunque trataba de estirarlas no había espacio para hacerlo allí dentro y sentía como se atenazaban con la incomodidad.

Cuando la claridad empezó a aparecer por las montañas del este los tres

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nos despertamos como resortes. Era la hora. Cargué mi mochila y metí apenas un litro de agua, una manzana y unas galletas. Había calculado con el GPS que serían unos 12 Km, una travesía no muy larga, si uno lo piensa bien, pero no había tenido en cuenta varios factores. Debería ir al noroeste, atravesando campo a través hasta llegar a la carretera y a partir de allí esperar los acontecimientos.

A las siete en punto estaba listo. Mi compañera me pasó un papel del mismo modo en el que las abuelas pasan dinero a sus nietos y solo me dijo “llámalo y dile que estoy bien”. No necesitaba saber más. Lo tomé y lo metí en el bolsillo, junto a la cámara de fotos. Comenzaba la ruta, pero no sin hacer una foto al brumoso amanecer que esperaba que me diera calor, pero me estaba mintiendo a mi mismo.

Ascendí la misma loma que la noche anterior. Con la oscuridad la había calculado algo más baja, pero las rodillas que me habían estado doliendo toda la noche respondieron y pronto se calentaron para el recorrido. El GPS me marcaba con una flecha a donde ir, cuanto me quedaba por recorrer y el tiempo estimado a la llegada. Aquello me daba ánimos. Solo tres horas para llegar. Se podía hacer perfectamente.

La mañana siguió su curso, pero se hacía la remolona. Una niebla empezó a bajar y se hacía espesa y húmeda por momentos. Aquel era el primer día en el que pasaba, el primer día en el que el clima se portaba realmente mal. Habíamos pasado frio y calor y soportado rachas fortísimas de viento (en el Laco casi salgo volando), pero pocas nubes y nada de niebla. Solo ese día.

En mi cabeza cantaba. Creo que era Queen y algún grupo más, y aquello me daba alegría en mis pasos. Seguía las huellas de una rodada de vehículo antigua, tal vez esa que habíamos perdido el día anterior, pero si un vehículo podía ir por allí yo también podía.

Paré a tomar la manzana y beber algo de agua. El calor que retenía el cortaviento me ahogaba y me lo quité, dejando que me cubriera mi inseparable plumas durante todos esos días. Aquello sin duda fue un gran alivio, pero una carga más a mi espalda.

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La clara forma de un volcán surgió después de ascender un pequeño escarpado y a un lado estaba escondido el salar de Capur. Iba por buen camino, pero la niebla bajaba más y aquello me preocupaba. Lo único bueno era que no había viento, solo pequeñas brisas que me refrescaban el rostro y no me impedía continuar, pero en una de ellas llegó algo que no me esperaba. Me golpeó la cara y noté el frio. Cuando mire mi plumas negro vi las motas blancas de la nieve. Solo fue una ráfaga, pero grité de rabia y aquello se que no hizo que se parara, pero paró y me hizo saber que tenía que continuar y llegar hasta la carretera.

Toda la vida que habíamos visto durante los días anteriores se redujo en aquella mañana a una lejana vicuña que se paró, me miró, la miré y se fue corriendo, alejándose de mí. Aquello me hizo sentirme realmente solo en medio de la nada, con el susurro del viento y la niebla cubriendo la parte alta del volcán.

Rodeé la falda de aquella mole volcánica y eso me llevó hasta el borde alto del salar de Capur. Me paré para buscar la mejor opción de bajada con precaución ya que el terreno era escarpado y en ocasiones peligroso. No voy a negar que tuve miedo, pero lo conseguí superar, y la bajada hasta el borde de la costra salina la agradecí increíblemente.

Un descanso y a continuar. Un kilómetro me separaba del otro lado y me obligué a hacerlo del tirón. Cuanto alcance el borde opuesto miré la hora (las diez) y la pantalla del GPS otra vez más (no había soltado el aparato desde que salí). Solo quedaban 5 Km (ya había recorrido 10, la caminata se había aumentado 3 Km). Apuré la primera botella de agua y respiré con fuerza.

Vamos, me dije, y comencé a ascender esa loma.

En ese momento vi el primero de mis errores al pensar en lo sencillo que podía ser aquello. No me di cuenta de la altura. Al estar a 4.000 metros la cantidad de oxígeno en el aire es muy inferior a la del nivel del mar y eso hace que cualquier actividad física suponga un esfuerzo extra para los músculos y el organismo que no puede recuperar tan fácilmente la oxigenación y por lo tanto cumplir con sus funciones normales con eficiencia.

Todo esto lo noté en los primero cincuenta metros lineales. Mis piernas flaqueaban a cada paso y paré. Cuando miré atrás casi podía tocar el borde del salar. ¿Qué había pasado?, me preguntaba. Miraba el GPS y no entendía. Solo cincuenta metros, eso estaba mal.

Lo apagué y lo volví a encender, pero estaba bien. La tecnología no me engañaba.

Continué ascendiendo, pero mis pasos eran cada vez con menos fuerza. Cada poco me paraba. Mi pecho funcionaba como un fuelle a toda marcha y mi corazón era un motor a sus máximas revoluciones. Esos descansos me venían bien. Un paso bien, el segundo genial, pero el tercero era una tortura. Miraba a la cima y esta no estaba cerca, parecía que se alejaba al mismo ritmo en el que yo me acercaba a ella y la cima del volcán, al otro lado, la que me servía de referencia, iba siendo colonizada por las nubes.

Me animaba. Tocaba de nuevo en concierto en mi cabeza Queen y daba unos cuantos pasos antes de volver a pararme. Bebía agua helada y trate de comer unas galletas. El segundo error. Aquello me resecó aún más la boca y no las volví a probar.

Necesitaba algo más y pensé en mi tío, cuando subimos al Espigüete (2.450m, Palencia) y como me decía que debía dar pasos cortos, no zancadas. En mi madre, en que en ese momento no estaba preocupada por mí, porque no sabía en lo que estaba metido. En mi novia, que sí sabía dónde estaba y estaría muy preocupada. En mis amigos, a los que tanto hacía que no veía y con quien me gustaría volver a tomarme una cerveza helada y pasarnos una noche en vela jugando a cualquier juego de mesa. En mis compañeros que se habían quedado en la camioneta. Todo eso hizo que mi cabeza llegará a un pacto con mis piernas. Cada cien metros un descanso y ambas estuvieron de acuerdo al instante.

Poco a poco la distancia a la cima se fue acercando. En cada parada tiraba

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la mochila, me sentaba en el suelo y contemplaba lo que ya había recorrido. No podía abandonar, no después de todo lo que había recorrido. En uno de los últimos descansos me levanté y miré a un lado. Fue cuando salió mi alma de geólogo. Saqué la cámara y fotografíe un precioso pliegue que estaba junto a mí. Tal vez era el primero que lo veía, quien sabe, pero yo al menos sabría que estaba allí. Sonreí por la desfachatez, desencajado por el cansancio, pero sintiendo que aquello era lo que me gustaba. Tenía que vivir otro día para celebrarlo.

Cuando llegué a la cima creo que nunca me había alegrado tanto de ver un tendido eléctrico, eso que siempre fastidia las fotos, y unos cientos de metros más adelante la carretera.

La bajada la hice con precaución, no fuera a fastidiarla en el último momento, y mi cabeza y mis ojos solo estaban en la base de una de las torres ya que la cima del volcán había sido invadida completamente por las nubes. Al llegar allí me tiré y me apoyé en la base de hormigón. Saqué el agua y bebí. Entonces oí un ruido extrañó que se iba acercando. Me levanté como un resorte y miré hacía donde estaba la carretera. Fue cuando apareció un camión dejando una estela de humo negro.

Tomé de un asa la mochila y comencé a correr a la vez que gritaba y saltaba; moviendo mis brazos de manera desesperada, pero no me vio.

Tenía que seguir, me dije, pasa gente. Coloqué la mochila a la espalda y anduve con fluidez. Las piernas me dolían, las rodillas me dolían, el pecho me dolía, la espalda me dolía. Aquella noche iba a dormir como un bendito, estaba convencido.

Un todoterreno negro pasó a toda velocidad, pero obtuve el mismo resultado que con el camión, así que aceleré el paso.

Solo un kilómetro vi que restaba al punto de destino. Veía la carretera y las dudas asaltaban mi cabeza mientras la nieve comenzaba a caer. Si aquella camioneta era la última en bajar estaba realmente en problemas. No volví a oír nada. No pasó nadie y mis pasos eran cada vez más lentos, pero no paré.

Al fondo, al lado de la carretera, había una gran piedra. Esa fue mi siguiente referencia. Unos cientos de metros. Cien. Noventa. Setenta. Cincuenta. Apagué el GPS y tiré la mochila. Había logrado llegar allí y estaba exhausto. Miré el reloj y marcaba las doce.

Acabé con el agua y repudié las galletas que tenía en la mochila. Solo deseaba descansar cinco minutos ahora que la nieve había dejado de caer y a partir de ahí pensar en cuales iban a ser mis siguientes pasos. Pero pasó un solo minuto y oí un motor. Un camión subía por el camino. Me subí a la roca, agité mis brazos y comencé a llorar cuando el camión comenzó a frenar. Abrí la puerta del copiloto desesperado, casi como un loco.

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Aquel conductor me subió hasta la obra de reparación (un chileno). De allí un segundo camión me bajó, con un conductor boliviano que me amenizó el camino hasta el lugar donde cargaba la bischofita (el nombre real de la vichufita), a unos cuantos kilómetros de Socaire, mientras veía como las cumbres estaban nevadas. Aquí no llueve, me dijo, nieva directamente.

Al llegar a aquel lugar había cobertura telefónica. Avise a la pareja de mi compañera, a mi novia, que lloró desconsolada, a mi jefe y a Carabineros para que empezara el rescate.

De aquel lugar me bajó un pequeño coche en el que fuimos apretados un belga, una holandesa y tres brasileñas. En Socaire coincidí con seis sorianos (y eso que son pocos) que me invitaron a comer en el único restaurante de aquel lugar y aunque me ofrecieron llevarme hasta San Pedro decidí esperar allí a mis compañeros, pero Carabineros me dijo que era probable que les llevaran al puesto fronterizo si no podían sacar el vehículo.

Pero apareció un taxi de la nada, os lo juro. Llevaba a un chaval a pegar carteles por Socaire y me llevaron a San Pedro, una carrera de 70 Km que no me quiso cobrar. “Ya has pasado suficiente hoy”, me dijo el conductor y me baje. No podía creerme nada de aquel día y lo había vivido todo realmente.

Compré una manta y me fui a tomar una cerveza. Seguro que estaba mal oliente y sucio, pero no me importaba. En el camino recibí otra llamada (creo que jamás he hablado tanto por teléfono en un día). Mis compañeros bajaban con la camioneta, me dijeron, y sonreí.

Al día siguiente regresamos a Antofagasta la camioneta que habíamos usado y dos más que habían enviado por si no podían sacar la nuestra del salar. Pasamos por Calama, una ciudad en medio del desierto y el copiloto sacó su móvil y comenzó a sacar fotos. No lo entendí hasta que vi las primeras gotas de lluvia en el cristal. Solo duró un momento, pero aquello era algo extraordinario cuando las precipitaciones en aquel punto remoto son de 1 mm cada 5 años.

Dos días después el paso fronterizo en el que nos quedamos atrapados quedó cerrado por la nieve.


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