Revista Psicología

Historia del matrimonio (Edad Media)(Primera parte)

Por Gonzalo


Durante sus primeros ocho siglos de existencia, la Iglesia mostró muy poco interés por lo que contribuía a validar un matrimonio o un divorcio entre los miembros de las clases inferiores de la sociedad.

Sin embargo, gradualmente todas las clases sociales terminaron viviendo según las reglas estipuladas para formar y disolver matrimonios que emergieran de los conflictos y componendas que habían inaugurado los monarcas, los nobles y las diversas facciones de la Iglesia durante la Edad Media temprana.

En los primeros reinos occidentales, con frecuencia los concilios locales de la iglesia combinaban las tradiciones romanas y las costumbres germánicas y permitían el divorcio por razones diferentes.

Hasta existía el equivalente del divorcio sin un culpable, cuando la pareja juraba que la discordia reina entre nosotros y la vida en común se ha hecho imposible. Una fórmula legal declaraba que porque no hay caridad como Dios manda entre los miembros de una pareja en particular, decidieron que cada uno debería ser libre de entrar al servicio de Dios en un monasterio o de contraer nuevas nupcias.

Irlanda, el último país de la Europa occidental que legalizó el divorcio en el siglo XX, también fue el último país en hacerlo ilegal en la Edad Media. Si un irlandés contaba los secretos íntimos  del desempeño sexual de su esposa, por ejemplo, aquello se consideraba una buena razón para que la mujer le abandonara. 

Mucho después de la que Iglesia hubiera prohibido divorciarse al resto de los europeos, los maridos y esposas irlandeses aún se iban cada uno por su lado cuando así lo decidían.

En el mundo medieval las mujeres no quedaban necesariamente desamparadas después del divorcio. Como en la Edad Media nunca nadie había afirmado que el hombre era el principal proveedor del hogar, una esposa divorciada tenía derecho a un porcentaje de las propiedades de la pareja en consonancia con el trabajo con que había contribuido.

Los juristas irlandeses decretaron que las mujeres divorciadas merecían un porcentaje de los corderos y terneros de una granja, puesto que ellas eran las encargadas de cuidarlos, de hacer ropas con su lana y de tranformar la leche en queso y mantequilla.

En el siglo X y en Gales, el rey declaró que un hombre divorciado podía quedarse con los cerdos porque normalmente era quien los apacentaba por los bosques cercanos, en cambio, a la esposa le correspondían las ovejas porque se encargaba de llevarlas a las tierras altas en verano.

Al esposo le pertenecían las copas y las gallinas y a ella la leche y el equipo de fabricar queso, además del lino, la linaza, la lana y la mantequilla.

La Iglesia tenía que vérselas con una población cuyas tradiciones establecían que la promesa mutua y la bendición de uno de los padres era suficiente para solemnizar un matrimonio. Hubo que esperar hasta el siglo XVI en el continente y hasta el año 1753 en Inglaterra para que los gobiernos y las Iglesias lograran aplicar una norma que requería formalidades legales y públicas para validar un matrimonio.

Hasta el siglo XII la Iglesia sostenía que sólo era válido el matrimonio contraído de común acuerdo y sellado mediante la relación sexual. Luego, en la segunda mitad del siglo XII, Pedro Lombardo, obispo de París, argumentó que si era necesario que se consumara la relación sexual para que un matrimonio fuera válido, María y José no podrían haber estado casados legalmente.

Para Lombardo una promesa de casamiento (palabras del futuro) no creaba un matrimonio, salvo que luego se consumara la relación sexual, pero insistía en que un intercambio de promesas en el presente -Te tomo por esposo y Te tomo por esposa- hacía que un matrimonio fuera legal y sacramentalmente vinculante aun en el caso de que la pareja no mantuviera relaciones sexuales. Las opiniones de Lombardo llegaron a ser la enseñanza oficial de la Iglesia.

En el siglo XII, cuando los reformadores gregorianos comenzaron realmente a endurecer su posición en la cuestión del celibato sacerdotal y en cuanto a prohibir el divorcio a laicos, la Iglesia anuló todas las excepciones existentes para  solicitar el divorcio.

Un marido o una esposa podían obtener la separación legal por sólo tres razones: el adulterio, la herejía de uno de los miembros, descrita como fornicación espiritual, y una extrema crueldad, aunque la extema crueldad debía ser realmente extrema para que la mujer pudiera iniciar la demanda.

Ninguna de estas razones justificaba el divorcio. Se podía otorgar la separación, pero ninguno de los cónyuges -ni siquiera el inocente- podía volver a casarse. Sólo la anulación del matrimonio daba la posibilidad de volver a contraer nupcias. Ni siquiera la incapacidad de la mujer de engendrar un heredero era ya fundamento suficiente para anular un matrimonio. La impotencia del hombre, en cambio, sí lo era.

Pero para probarla había que someterlo a una humillante ordalía diseñada para asegurarse de que la pareja no se estaba confabulando para terminar su matrimonio. Como lo describió un experto legal de la Iglesia, el procedimiento establecía que:

el hombre y la mujer deben permanecer juntos en una cama y se convoca a un grupo de mujeres idóneas para que les vigilen durante varias noches. Y si siempre se verifica que el miembro del hombre es inútil y está como muerto, la pareja está en condiciones de separarse.

Había otros dos motivos para pedir la anulación. Si la pareja estaba emparentada demasiado íntimamente por la sangre o por el matrimonio de otros parientes, el matrimonio podía disolverse.

La anulación también podía concederse si previamente una de las partes había acordado casarse con otra persona. Así como las normas de la Iglesia contra el incesto habían ofrecido una cláusula de excepción para muchos nobles y reyes, el intercambio de promesa resultó ser un instrumento útil para que los plebeyos reclamaran la invalidez de su matrimonio.

Una mujer infelizmente casada podía admitir tardíamente que antes de casarse había intercambiado una mutua promesa con otro hombre, aun cuando nunca hubiera vivido con él; por lo tanto, debía dejar al marido para mudarse con el verdadero.

En el siglo XVI lo más corriente era que quien presentara un pleito reclamando el consentimiento previo no fuera una novia abandonada o una muchacha encinta, sino un hombre que intentaba obligar a una joven a casarse, después que ésta le rechazara o se hubiese casado con otro.

Muchos campesinos europeos de la Edad Media estaban legalmente sometidos a un señor y debían trabajar en sus tierras. Los siervos debían dedicar a su amo cierta cantidad de días de trabajo y de lo producido por año, además de algunos impuestos monetarios menores. Por lo demás, los siervos estaban obligados a acatar la voluntad de su señor en muchas cuestiones personales y someterse a su justicia.

El derecho de pernada es un mito, pero era normal que un señor tuviera un interés financiero, si no sexual, en las hijas de sus siervos y la Iglesia rara vez ponía objeciones sobre el control que ejercían los señores sobre esos matrimonios.

En algunas regiones el señor de una propiedad  (o el abad si el campesino trabajaba en tierras de la Iglesia) podía impedir que su siervo se casara con una mujer de otra finca. En otras regiones hasta tenían derecho a elegir marido para las hijas de sus arrendatarios.

En otros casos los campesinos podían pagar multas que les liberaban para convivir con la mujer que ellos mismos eligieran, pero aun así podía exigírseles que se casaran con otra y si se negaba debían pagar gravámenes aún más altos.

En algunas regiones, los señores se las ingeniaban para sacar provecho aun cuando sus vasallos no se casaran. Las mujers solteras sexualmente activas debían pagar una leirwite, literalmente una multa por acostarse, y otra por cada hijo nacido fuera del matrimonio.

En raras ocasiones un campesino o campesina podían forjarse una vida independiente de soltersos. Los derechos que cada hogar debía pagar al señor se calculaban sobre la base del trabajo realizado tanto por el hombre como por la mujer.

La importancia que tenía el matrimonio respecto a crear una unidad económica hogareña viable hizo que hasta los campesinos libres, que no estaban sometidos a un señor o a un abad, desearan casarse formalmente y que también sus hijos lo hicieran.

Y estaban igualmente interesados en que sus vecinos se casaran con cónyuges apropiados porque la misma geografía de la vida aldeana y la producción campesina hacían del matrimonio un asunto público.

Con frecuencia las posesiones de una familia estaban desperdigadas en una determinada cantidad de estrechas y largas fajas de tierra separadas, por lo que un matrimonio que permitiera reunir parcelas de tierra lindantes se consideraba particularmente ventajoso.

Los vecinos tenían muchas maneras de impedir o castigar las uniones que consideraban inapropiadas. La amenaza de desaprobación y ostracismo no era una cuestión menor cuando alguien compartía la siembra y la labranza con los otros aldeanos, lavaba la ropa con sus vecinas y utilizaba el horno de otra para hornear su pan.

Los aldeanos podían llegar al maltrato ritual de la pareja culpable. Estos ritos, llamados charivaris o música brusca, eran bulliciosos, obscenos, humillantes y a veces dolorosos modos de castigar a las personas que infringían las normas de la comunidad.

Los vecinos rodeaban la cas cantando canciones desapacibles y quemando fantoches. Hasta podían irrumpir en esa casa y sacar a los infractores al exterior para humillarlos haciéndolos montar al revés sobre una mula o remojándolos en una laguna próxima.

Tales demostraciones comunitarias a menudo estaban dirigidas a una pareja con gran diferencia de edad o de condición social, pues se suponía que el casamiento había restado un candidato del ya estrecho mercado de solteros o solteras elegibles.

Casarse con una persona ajena a la comunidad también era una actitud reprensible. A veces los jóvenes y las mujeres de un vecindario agredían físicamente a un extranjero o extranjera que llegara con intenciones galantes, les insultaban o les lanzaban piedras y verduras.

Los padres anhelaban casar bien a sus hijos. En la vida de aldea no estaban en juego ni los títulos ni los reinos, pero que la familia política tuviera un primo en la corte del obispo o un tío que desempeñara como adminsitrador del señor feudal era un ventaja cuando hacía falta un mediador para dirimir una disputa.

En general, los campesinos más acomodados estaban vinculados mediante alianzas matrimoniales, aunque una aldea podía dividirse en varias facciones según líneas matrimoniales, de parentesco y de patronazgo. También en estos casos el matrimonio era un aspecto demasiado importante de la vida comunitaria como para dejarlo librado al arbitrio privado de la pareja.

Fuente: Historia del matrimonio   (Stephanie Coontz)

 


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