Resulta gracioso observar cómo en la España contemporánea la gente idolatra las estupendas viñetas de Andrés Rábago, El Roto, y las cuelga en las redes sociales, donde su efecto simboliza muy bien nuestra época, donde la repetición de contenidos termina por sedar su mordacidad.
Este 2014 es un año de recuerdo de lo acaecido hace un siglo. Mientras escribo pienso en los hombres que en ese lejano verano luchaban en una contienda insensata que acababa de estallar porque se había roto el equilibrio de un sistema de alianzas incapaz de aguantar la burda excusa del asesinato de Sarajevo. En ese tiempo los viñetistas ejercían una importante labor crítica en todo el mundo, baste recordar la revista alemana Simplicissimus o la legendaria Esquella de la Torratxa. Esos dibujos ponían el dedo en la llaga con brutalidad e ironía hasta el punto de constituirse en una amenaza para el orden establecido, siempre desconfiado ante aquellos capaces de advertir de los desmanes del poder. Hoy en día, al menos en nuestro país, nos creemos muy especiales por el humor gráfico surgido de la crisis, pero no conviene tirarse flores sin conocer el pasado. Durante la Primera Guerra Mundial un holandés que luego fue errante se equiparó en influencia a Emperadores y Generales mediante su arte en un estado de gracia que ya jamás repetiría. Su nombre era Louis Raemaekers, tenía 45 años cuando estalló el conflicto que le aupó a la fama internacional. Sus caricaturas devinieron más eficaces que cualquier propaganda y los alemanes llegaron a poner precio a su cabeza. Los aliados aprovecharon su lápiz para, nunca mejor dicho, cargar las tintas contra el enemigo y difundir su crueldad por todas partes. Durante la conflagración su obra fue traducida a dieciocho idiomas, y en 1919 se publicó la Raemaekers’ Cartoon History of War, que ahora amplía en una extraordinaria edición la editorial jienense Ginger&Ape, uno de esos sellos independientes que no da un paso en falso en su aun breve y jugoso catálogo. Esta adenda añade textos e ilustraciones del final de la contienda, una etapa brumosa que aun muchos desconocen. Pese al alud de información, o quizá por ello, del siglo XXI seguimos en el limbo de nuestros antepasados, que entendían todo mejor a través de las imágenes, y en este sentido las del neerlandés son un estupendo compendio didáctico que resume con pocos trazos un sinfín de episodios que conmocionaron al planeta. Es interesante comprobar, sobre todo si uno piensa en las decisiones tomadas en Versalles, cómo la visión del autor centra su mirada en la barbarie germánica desde esos primeros días en Bélgica donde el delirio bélico de violaciones, saqueos, incendios y otras calamidades tiñó el cielo humano de negros nubarrones. El Káiser Guillermo II es dibujado como un personaje diabólico, líder de unas fuerzas del mal que contrastan con la relativa belleza en el trato a sus oponentes, armónicos frente a la devastadora y ambiciosa Kultur, empecinada en barrer del mapa cualquier obstáculo que le impidiera culminar su objetivo. Si sólo fijara su atención en los teutones, el libro sería completo, pero su fuerza radica en ofrecer una perspectiva general de la Gran Guerra donde caben desde el genocidio armenio hasta la revolución femenina que supuso la contienda. No por azar menciono estos dos temas, silenciados durante decenios por la opinión pública mundial, aquella voz autosuficiente con tendencia a olvidar el pasado porque ella sola construye por desgracia nuestro presente a través de la transmisión de datos que juzga interesantes para su cometido. Las tragedias civiles, las batallas más célebres o los discursos más apasionados se funden en el libro. Los textos, cortos y estupendamente seleccionados tanto en la edición original como en la ampliación ya comentada, son un apoyo vital que permite entender mejor lo expresado por un héroe que sin mostrar su rostro era más efectivo para la causa de los oponentes del Reich, a la postre vencedores de la carnicería.Tras la guerra, Raemekers se trasladó a Bruselas, donde vivió de su ingenio druante más de veinte años. Perdió la magia, se trasladó a Estados Unidos y hasta colgó los pinceles antes de volver a su tierra natal, donde murió olvidado por todos en 1956, cuando la publicidad avanzaba en su órdago por imponerse como estrategia y Occidente buscaba nuevas formas de sugestión.Puede que tras esta machacona conmemoración volvamos a desterrar lo ocurrido en las trincheras, pero la obra del holandés va más allá de las mismas y sirve cómo cura de humildad ante nuestra petulancia de inventores de la nada. Mirar atrás es útil y en este caso necesario para rememorar el oprobio que aceleró el suicidio del Viejo Mundo y encumbró a los altares a un cirujano de la realidad con un quirófano diseñado para la toma de conciencia colectiva.