Queridos lectores:
Lo que vais a leer a continuación es fruto de un “experimento” literario. Agradecerle a la La Rubia de la Bici por haber confiado en mí para este proyecto al que, por culpa de una inexorable falta de tiempo, no he podido atender como mereciera. Los primero capítulos de este relato conjunto, están en Confesiones de un Frantasma, y justo debajo de su recuadro de seguidores tiene un índice de los siguientes capítulos.
Yo ahora le paso el testigo a mi amigo Perro Gemelo.
Y aquí va el mío.
Un abrazo a tod@s y espero que disfrutéis.
Por Daniel Rubio
CAPÍTULO VIII
Llegué al encuentro con mi primo en apenas un minuto. La confusión por lo acaecido en las últimas horas no me debía impedir continuar con mi vida. Me habían concedido una beca para entrar en la mejor universidad del país, ¿puedo arriesgarme a perderla por culpa de un sueño o una monomanía? No, no debo permitirlo. Debo centrarme y ordenar mi futuro. Deshacerme de esa voz que me atormenta en cuanto pretendo seguir con mi camino, pues no es más que eso, una voz sin nombre ni procedencia. Y comenzar, de una vez por todas, desde cero, una nueva vida en la facultad.
Con las prisas casi me olvido de la maleta que, unas horas antes, había dejado en consigna. Mi primo no puso buena cara cuando tuve que dar media vuelta para recuperarla. Corrí hacia las taquillas de la estación y, justo en el instante en el que introduje la llave en la taquilla, volvió esa voz, solo que esta vez sonaba más angelical. Transmitía una paz insólita, paralizante casi. La saqué de mi cabeza sin molestarme en buscarla como habría hecho antes y regresé al coche, que ya estaba en marcha y orientado en la dirección correcta.
- Tienes mala cara Tomás- dijo en cuanto terminé de abrocharme el cinturón.
- No duermo muy bien últimamente- lo miré brevemente-, ¿nos vamos?
No dijo nada.
Poco puedo contar del trayecto a la facultad, pero sí de la sensación que tuve en cuanto la tuve frente a mí. Me sentí bien, así de simple. Para una persona normal, sentirse bien quizá no sea gran cosa, pero yo tenía que retroceder mucho en el tiempo para recordar cuándo fue la última vez.
Entré en la facultad para dirigirme hacia el despacho del rector, el barullo que había en los pasillos fue como un bálsamo que todavía aumentaba más mi autoestima. Mi primo, prácticamente, tenía que correr para poder seguir mis pasos hasta que llegué ante la puerta de la oficina del rector. Ahí me detuve en seco. Otra vez esa voz, otra vez. Quise ignorarla tal y como me había propuesto, solo que esta vez quise escucharla. Porque me decía:
<< Ten miedo, no entres, ¡huye!>>
Miré a mi primo, tenía el rostro desencajado en una mueca funesta. Un terror anónimo y contagioso se extendía entre nosotros, y, una vez más, seguí un impulso para preguntarle:
- Tú también la oyes, ¿verdad?
No contestaba, parecía que el tiempo se había detenido para él y además, le comenzaba a temblar el labio.
- Yo no oigo nada- dijo al cabo de un rato.
- Pues no parecía eso. Sé que la has oído.
- Deberías dormir más, no te sienta bien- dijo, tajante.
Llamó a la puerta del despacho del rector, sin importarle para nada el mensaje de esa voz. Y, al otro lado, sonó una voz que nos invitó a pasar.
El despacho del rector era una estancia amplia y bien iluminada. La mesa que hacía de escritorio estaba labrada de un modo extravagante. A mi derecha había una estantería donde se podían ver miles de lomos de mil libros de distintos tamaños y colores. Y, frente a nosotros, una figura recortada al contraluz de la ventana, la figura de un hombre enorme nos invitó a sentarnos.
- Siéntense, señores.