Revista Arte

Historias de mi infancia

Por Loracueto
Por: Kely Hoyos AnayaYo nací de una manera poco convencional. Pocas personas de mi edad podrían decir en pleno siglo XXI, que nacieron con asistencia de una partera y no con un médico, en la cama de los padres y no en la sala de maternidad de un hospital, en una apartada vereda en la cordillera occidental y no en medio de un pueblo que por lo menos tuviese una plaza con una iglesia y la Alcaldía.
Con mi nacimiento se preveía que mi infancia, y en general toda mi vida, serían fuera de lo común. Crecí en el campo, con una vida totalmente rural, sin acceso al agua potable, la energía eléctrica, el gas natural ni mucho menos el internet. Crecí rodeada de primas y primos, tías y tíos, abuelas y abuelos, bisabuelos y hasta a mi tatarabuela alcancé a conocer ¡Vaya que éramos, y todavía somos, una familia numerosa!

HISTORIAS DE MI INFANCIA

Valencia - Córdoba
Tomada del grupo "Valencia memoria histórica"

En mis recuerdos hay muchas lagunas, reforzadas por lo que puedo ver hoy día cuando visito mi tierra natal, que dibujaban paisajes increíbles; árboles gigantes, animales de toda clase, flores exóticas, campos abiertos de siembras de arroz y maíz, frutas abundantes y riachuelos y quebradas por doquier. Me veo a mí misma con 5 años de edad atravesando sin temor alguno grandes distancias y rodeada de vegetación para ir a estudiar a la escuelita de la vereda. Me veo llevando a mi hermana dos años menos que yo a visitar a algún pariente y responder a las inquietudes de la gente, de la manera más natural posible, sin miedo a prejuicios, sin miedo a que nos pasara algo en el camino, sin miedo a los adultos. Cada vez que visito a mi familia materna, alguien me recuerda una anécdota típica de mi niñez. Dicen que un día llegué durante el atardecer a una casa vecina y me preguntaron:
-¿Qué comieron Toto?
(Sí, así me decían), y yo con aquella naturalidad respondí en un español muy Cordobés de  una niña de 5 años que nunca pronunció bien la “R”:
-Arroz con puerco (Léase: Puedco)
No importa cuántas veces se haya contado esta historia, siempre es motivo de carcajadas frente a esta joven que hoy día es citadina y que trata de no comerse las letras mientras habla. Recuerdo la magia de crecer con una tía de una edad cercana a la mía, la recuerdo siendo mi escape ante la crianza autoritaria y poco afectiva de una de mis abuelas. La recuerdo y a la vez le agradezco haber pelado los plátanos por mí, haber lavado la ropa y la loza por mí, haberme defendido de las calumnias de mis tíos un poco mayores y haber jugado muchas horas conmigo debajo del palo de mandarinas para olvidar mi tristeza. Después de todo, ella también era una niña, ella tenía 10 años y yo 7.
Quizá éstos hayan sido los 2 años más difíciles de mi infancia, crecer en zona rural del departamento de Córdoba, hasta hace algunos años, era sinónimo de estar expuesta a la guerra del país, y no a esa que se ve en las noticias, en la que un expresidente culpa al otro de los males de la Nación o en la que algunos sectores de la sociedad civil pretenden hacernos creer que con el hecho de aceptar las diferencias y reconocer los derechos de los gays y las mujeres como víctimas, los niños se volverán “maricas”.

HISTORIAS DE MI INFANCIA

Valencia - Córdoba
Tomada del grupo "Valencia memoria histórica"


Esa no fue la guerra que me tocó, sino aquella que a la que a tu padre lo secuestran, sin importar que éramos 4 hijos, sin importar las súplicas y el llanto de toda una familia; se lo llevan al monte, le atan las manos, le vendan los ojos y le disparan 3 veces a la cabeza contra un árbol, con tan buena suerte nosotros, que este hombre, mi padre a quien tanto amo y admiro, logró escapar esa noche, corrió lo más rápido que pudo y huyó de una tragedia que nos pudo haber dejado huérfanos. Solo mi abuela y mi madre saben el dolor, la angustia, el miedo y el desespero vividos durante los 3 meses que mi padre estuvo escondido en el monte, mientras dejaban de buscarlo los paramilitares y conseguía escapar, de manera definitiva, a Barranquilla, la ciudad que nos ha dado tanto.
Pero no todo es tan oscuro, yo también tuve esa farola que iluminó los días y noches más grises, aún le llamo “Mamá”, aunque fue mi bisabuela. Me cuenta mi madre que desde muy pequeñita me amarré a sus enaguas y creo que jamás me he soltado de ahí. Ella vio y ayudó a crecer a tres generaciones, la última fue la mía. En su momento fui su ser humano preferido y ella será por siempre el mío.
Me enseñó a amar a los animales, especialmente a los gatos. Me enseñó a sembrar y cuidar plantas, a hacer un buen café ‘colao’ para las visitas. Con ella aprendí a darle al prójimo hasta lo que no tengo, a ser fuerte, independiente y protectora de los demás. De hecho, creo que ella fue, aunque no supiera siquiera el significado de la palabra, la primera mujer feminista que conocí. Cuando evoco su nombre, siempre viene a mi mente el ritual antes de dormir: verificar que todos, incluyendo a los animales, estuviesen ya acostados, apagar todas las luces, dar una vuelta alrededor de la casa y por último, pero no menos importante, preparar para ambas un “calentillo”, entiéndase “aromática” de toronjil y sentarnos a oscuras en la sala con los sonidos nocturnos del campo y sus historias arrullándonos hasta conciliar el sueño.  

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