El físico Albert Einstein en su estudio en new Jersey
De que Albert Einstein tenía una mente prodigiosa, apenas nadie duda hoy. Sea por la teoría de la relatividad, por la famosa ecuación E=mc², por sus explicaciones sobre el efecto fotoeléctrico o por sus contribuciones a la física teórica, es evidente que este judío alemán —nacionalizado estadounidense al final de su vida a causa de la persecución nazi— era un genio. Como todo los que saben mucho, sentía que sabía muy poco, y tal vez ahí residía la conexión que siempre sintió con la infancia. En The Human Side dice que “el estudio y, en general, la búsqueda de la verdad y la belleza conforman un área donde podemos seguir siendo niños toda la vida”.
En la misma línea, en el libro Glimpses of the Great, de G. S. Viereck, elabora una metáfora sobre su manera de leer el mundo en la que el físico se ve a sí mismo como un niño: “Estamos en la posición de un niño que entra en una biblioteca llena con libros en muchos lenguajes diferentes. El niño sabe que en esos libros debe haber algo escrito, pero no sabe qué. Sospecha levemente que hay un orden misterioso en el ordenamiento de esos libros, pero no sabe cuál es. Me parece que esa debería ser la actitud de los seres humanos más inteligentes hacia Dios. Vemos el universo maravillosamente ordenado, y obedecemos ciertas leyes, pero sólo entendemos levemente esas leyes”.
Probablemente por esa conexión con la niñez, por su pasión por jugar y moverse en lo desconocido, el famoso físico se carteó con varios niños a lo largo de su vida, como atestigua el libro Dear Professor Einstein: Albert Einstein’s Letters to and from Children.
En él, entre otras, se recoge el intercambio epistolar entre Einstein y una astuta niña llamada Tyfanny. El 19 de septiembre de 1946 la niña escribe al físico:
“Se me olvidó decirte, en mi última carta, que era una chica. Quiero decir, que soy una chica. Siempre me he arrepentido de ello, pero ahora ya estoy más o menos resignada con el hecho de serlo. En cualquier caso, odio los vestidos y los bailes y todas esas mierdas que les gustan a las chicas. Prefiero los caballos y la equitación. Hace mucho, antes de querer ser científica, quería ser jinete y montar a caballo en las carreras. Pero eso fue hace mucho. ¡Espero que no pienses menos de mí por ser una chica!”.
La respuesta de Einstein fue breve:
“A mí no me importa que seas una chica, pero lo más importante es que no te importe a ti. No hay ninguna razón para ello”.
Es otro libro, no obstante, el que alberga un documento tal vez más preciado. En 1915 Einstein se hallaba en una Berlín devastada, mientras que su exmujer, Mileva, y sus dos hijos, Hans Albert y Eduard “Tete”, vivían a salvo en Viena. El 4 de noviembre de ese mismo año, cuando ya había escrito la teoría general de la relatividad que lo catapultaría a la gloria científica, Einstein le mandó a su hijo de once años la siguiente carta, que recoge el libro Posterity: Letters of Great Americans to Their Children:
“Mi querido Albert,
Ayer recibí tu cariñosa carta y me hizo muy feliz. Tenía ya miedo de que no volvieras a escribirme nunca. Me dijiste, cuando estuve en Zurich, que se te hace extraño cuando voy a Zurich. En consecuencia, creo que es mejor si nos encontramos en algún otro lugar, donde nadie interfiera en nuestro bienestar. En cualquier caso, voy a rogar que cada año pasemos un mes entero juntos, para que veas que tienes un padre que se interesa por ti y que te quiere. También puedes aprender muchas cosas buenas y bellas de mí, algo que otra persona no podría ofrecerte tan fácilmente. Lo que he conseguido gracias a mi extenuante trabajo no debe valer sólo para los desconocidos, sino sobre todo para mis propios hijos. Estos días he completado uno de los más hermosos trabajos de mi vida; cuando seas mayor, te lo explicaré.
Estoy muy contento de que halles placer en el piano. Eso y la carpintería son, en mi opinión, las mejores actividades para tu edad, mejor incluso que el colegio. Porque son cosas muy apropiadas para una persona joven como tú. Toca al piano principalmente lo que te guste, aunque la profesora no te lo asigne. Esa es la mejor manera de aprender, cuando estás haciendo algo con tal disfrute que no te das cuenta de que el tiempo pasa. Yo estoy a veces tan enfrascado en mi trabajo que se me olvida la comida a mediodía…
Un beso para ti y otro para Tete de tu Papá.
Recuerdos a mamá”.
Amén de los tópicos paternos (¿qué padre del mundo no ha dicho alguna vez “ya lo entenderás cuando seas mayor”?), quizá lo que más se haya destacado de la carta sea la creencia profunda que expresa el físico de que para aprender lo mejor que puede uno hacer es disfrutar de la tarea a la que se entrega: disfrutar tanto que no se da cuenta de que el tiempo pasa. Al margen de las recomendaciones de los demás, e incluso de los programas académicos establecidos, debemos hacer lo que nos gusta para aprender y mejorar con ello.
Así, parece que debemos agradecer que a Einstein le apasionase la física que rige nuestro planeta. Si le hubiese aburrido, a pesar de haber tenido la capacidad, probablemente no hubiera escrito ni una sola línea de su archiconocida teoría general de la relatividad.
C. Marco