Frank Kermode defiende en su libro The Sense of an Ending, que nuestro interés en los fines, ya sean los finales de una obra ficción o de las mismas épocas, responden a un deseo común de derrotar “la idea intolerable de que vivimos dentro de un orden de hechos entre los cuales no hay relación, pauta, mutualidad o progresión inteligible”.
En las obras de ficción, existe la idea del “fin ilusorio”, un término acuñado por el formalista ruso Víktor Shklovsky. Según explica Kermode:
…el lector puede aportar el sentido del fin cuando se le indica que lo haga, acaso por alguna observación final acerca del clima o de una estepa interminable. El hecho de que un escritor pueda contar con esta medida de respuesta en colusión muestra que él y el lector están listos para lo que parece ser el fin de una breve época en particular, a saber: la novela o el cuento o el poema. Del mismo modo, los lectores dan desarrollo a ciertas pistas estructurales debido a que desean sincronicidad, y no simple cronicidad. Tal vez nuestro sentido de la estructura (la cual requiere finales) se derive de nuestro concepto de cuándo una frase está bien formada; estamos predispuestos a esperar una buena sintaxis en todos los trozos extensos de lenguaje y no podríamos darles un sentido sin ese apoyo estructura. En suma, estamos programados para buscar no sólo secuencia sino algo que me gusta pensar como un pleroma, plenitud, la plenitud que resulta de lo bien rematado, como cuando el Nuevo Testamento incorpora al Antiguo como un conjunto de tipos que viene a consumar, y así, le da sentido a todo el libro y a toda la historia.
Nos gusta que las cosas tengan sentido. Esto parece ser algo propio de la especie humana, no específico de una cultura. Necesitamos un orden, unos límites que añadan un significado a la existencia. La razón no entiende de infinitos y, por mucho que algunos presuman de rechazarla, la razón les gobierna aún sin que lo sepan, por influencias ambientales que les impide concebir un “más allá” que no sea sino un “menos acá” mejorado por una natural necesidad de esperanza.
Siempre hubo y habrá, en cualquier siglo y lugar, quienes mantengan viva la idea de que el gran momento de un fin de era les llegará y podrán observarlo y, puesto que siempre se tendrán por justos, sobrevivirlo. Cuando lo profecía falla, sigue el “reforzamiento de grupo”: el fin es seguro, sólo la fecha puede estar equivocada.
Regresando al libro motivo de esta serie, La teoría del apocalipsis, leemos sobre los estudios de Paul Boyer, quien se centró en los movimientos apocalípticos modernos en Estados Unidos, subrayando que estos son lo suficientemente numerosos para ejercer verdadera presión social e incluso política.
De hecho, aquel país se ha construido sobre la seguridad que le han dado sus protagonistas históricos de que tiene un papel heroico en conducir a toda la humanidad a la Edad de Oro. Pero esta idea, que también responde a cuestiones religiosas, puede ser más evidente desde la perspectiva secular, común a la modernidad ilustrada fiel a la idea del progreso.
El concepto le debe mucho, según apunta la historiadora Elinor Shaffer, a Kant y su transformación del “fin del tiempo” en un fin moral, una “finalidad”, dejando de ser un simple “final” de la historia. Como señala Kant en El fin de todas las cosas, “la idea de que llegará un tiempo en que cese todo cambio (y con él, el tiempo mismo) ofende a la imaginación”.
El cerebro humano no puede captar el concepto del fin del tiempo, porque el medio de la mente es el tiempo.
A resultas de ello, el cerebro continúa transformando la eternidad de vuelta en términos de tiempo. El ángel del apocalipsis es siempre rechazado por los potentes vientos de la historia. Los eternos aleluyas del cielo y el grito eterno de los atormentados en el infierno se convierten en una repetición, en una concepción correspondiente al tiempo. En lugar de ello, sugiere Kant, deberíamos convertir el concepto de “el fin” en usos morales al considerar la interminable progresión de lo bueno hacia lo mejor como si no se viera sometida a cambios en el tiempo.
Pero el progreso también se mezclaría con milenarismos de corte religioso. Así, en el siglo XIX, el pensador polaco August Cieszkowski explicó la historia de Occidente como parte de un plan providencial en tres etapas para la redención de la humanidad. En la primera etapa, la religión se manifestó en el arte; en la segunda, en la filosofía; en la tercera, habría de hacerlo en la economía social: el Estado sería entonces un concepto análogo al de sociedad civil, en un sistema de justicia social y económica. Tal habría de ser, según Cieszkowski, la realización del Reino de Dios en la Tierra.
En nuestros días, el fin de la historia anunciado por Fukuyama tras la caída de la URSS venía de la mano de la erosión social y el desvanecimiento de la moral, en un futuro de hastío tras el triunfo del “último hombre” nietzscheano. Aunque luego se retractó de su temprana afirmación, su seguridad en el triunfo del neoliberalismo a escala global vaticinaba malos tiempos para el ser humano. En su ensayo El fin de la historia, escribe:
El fin de la historia será una época muy triste. La lucha por el reconocimiento, la disposición a arriesgar la propia vida por una meta puramente abstracta, la pugna ideológica mundial que exigía audacia, valor, imaginación e idealismo será reemplazada por el cálculo económico, la solución interminable de problemas técnicos, preocupaciones ambientales y la satisfacción de las complicadas demandas del consumidor. En el periodo poshistórico no habrá arte ni filosofía sino, tan sólo, la perpetua atención al museo de la historia humana.
Entronca, así, con lo que lo que Krishan Kumar describe como apocalipsis de la postmodernidad, carente de la expectativa de un nuevo principio, de una esperanza redentora, un pensamiento que comenzó a ser imperante tras las dos guerras mundiales y durante las décadas posteriores de la Guerra Fría, que acabaron con la fe en el progreso de que había presumido el siglo XIX:
A lo largo del siglo, artistas, científicos y activistas sociales han afirmado repetidas veces que las cosas no han llegado a su fin, que nos aguarda un nuevo nacimiento. Pero todas estas afirmaciones han terminado, como para Wells, en desilusión y palinodia, o en el rechazo de quienes los escucharon.
Pero no todos fueron desilusionados. En la década de los sesenta, la sociedad industrial al estilo americano se había vuelto “la meta de la humanidad y la esencia de la aspiración nacional”, según el economista de la época Clark Kerr, quien desarrolló la idea en una compilación titulada Industrialism and Industrial man. Este libro, junto a otros del mismo período, anunció el fin de la ideología en el mundo gracias a la ciencia y la tecnología.
Y, por supuesto, esta idea continúa vigente hoy en día, sin atender al pesimismo de Fukuyama. Estados Unidos es hoy el modelo ideológico de la nueva edad de oro: individualismo, capitalismo y consumismo. Y, aunque esta ideología carece ya de la energía necesaria para inspirar esperanzas utópicas, su poder radica en la falta de alternativas que la convierten en la opción menos mala.
Pero volviendo al apocalipsis postmoderno de Kumar:
Los apocalipsis seculares tienden a ser estadísticos: la extrapolación de corrientes a largo plazo, o el cálculo de “parámetros estadísticos de riesgo” que amenazan la existencia humana. El fin vendrá como resultado del continuo aumento de la población o de un lento envenenamiento del planeta. La catástrofe se expresará en las líneas de una gráfica, y no en las imágenes del libro del Apocalipsis.
Estamos ante un milenarismo devaluado, y su problema es que no existe una compensación utópica:
Necesitamos a la vez milenio y utopía. Primero, precisamos algo que dé apremio y la sensación de un avance. La idea del milenio contempla toda la historia humana desde el punto de vista del futuro. En contraste con las concepciones cíclicas de la Antigüedad, que sólo veían un eterno retorno al punto de partida, el milenio cristiano ve la apertura hacia algo radicalmente nuevo. Aun si no sabemos cuándo llegaremos allí, o si nunca llegamos allí, el milenio nos llama, como un faro, atrayéndonos a él. Es el espíritu fáustico de la historia, que nos impide quedarnos demasiado tiempo en un modo de vida, o caer en la admiración complaciente de los tiempos que corren.
Si la idea de una nueva era aporta el elemento de esperanza, la utopía proporciona el deseo. Aquella nos dice que el cambio es posible; la otra, por qué necesitamos lograr el cambio.
[Hoy] No hay una alegría milenaria. Los poshistoricistas se muestran ansiosos, casi resignados. Los posmodernistas se refugian en la ironía y en una especie de frivolidad juvenil, cuando no expresan, simplemente, su hastío del mundo. En ambos casos, la actitud es profundamente negativa. La historia ha terminado; no queda nada más que decir.
En esta actitud, generalizada por las distopías posteriores a las guerras mundiales, se puede observar, dice Krishan Kumar, una buena dosis de etnocentrismo:
Dado que los europeos, o al menos los intelectuales europeos, están decepcionados de los frutos de la Ilustración, dado que la más grande utopía de la Ilustración, o sea la utopía del socialismo, al parecer ha sido un resonante fracaso, entonces, se afirma, el mundo debe renunciar a la utopía.
Dos de las formas más poderosas de utopismo hoy son los populismos en sus diferentes formas, como el nacionalismo mesiánico y el fundamentalismo religioso, ideologías históricas que siempren renacen en tiempos de crisis. Ambos afirman que tienen los medios para regenerar la sociedad y librarla de sus males, pero sus peligros se escapan a las intenciones de este artículo.
Por otro lado, como siempre, frente a las élites intelectuales, la cultura popular sigue su camino:
Una especie de “utopismo popular” ha medrado en los espacios de la cultura popular. Las canciones pop, las películas de Hollywood y las telenovelas están repletas de imágenes utópicas. Cierto que esto, a menudo, es nostálgico o escapista.
Reflejan sociedades en que reinan los lazos de la comunidad y evocan la riqueza y el poder al modo de lo que podemos considerar la “utopía del pobre”, la fantasía moderna de Jauja. Por supuesto que hay problemas, pero estos motivan más que desaniman. Es como la dosis de aventura que falta en la rutina de nuestros días. De esto, ya se habló en un viejo artículo.
Para reflexionar sobre el milenarismo popular, hemos de volver al siglo XVIII. Llevados por el fervor ilustrado, hubo quienes defendieron las profecías bíblicas como ejemplos de poesía primigenia, y se vio en el Libro del Apocalipsis “un nuevo concepto de lo que debía ser la poesía”, según explica Shaffer. Esta “voz profética” de nuevo cuño ejerció un atractivo inmenso a finales del siglo XVIII, y es la fuente de mucha de la literatura romántica y, posteriormente, modernista:
…en la nueva literatura apocalíptica crítica no es el contenido –los secretos ocultos del Fin, revelados por “oráculos” supersticiosos como el plan de Dios—lo que emplearon los poetas, sino las formas estéticas sugeridas por él y su imaginería concomitante: sueños, visiones, el viaje al Infierno, el matrimonio apocalíptico y, tal vez ante todo, la forma de la “premonición del futuro”, o lo que Coleridge llamó “presentimiento”. […] Ya carece de esa realización del futuro que puede arrogarse el profeta; se queda con su “presentimiento”. Se vuelve fragmentario, desordenado, cohibido, a veces irónico, en el sentido de la ironía romántica que coloca la fuente de la ironía en el reconocimiento de la imposibilidad de mantener, tan sólo por el poder del arte, esa visión.
De aquella literatura surgieron adaptaciones de los mitos clásicos de Europa y de leyendas exóticas de tierras lejanas. Y todos ellos, en especial las segundas, serían el bebedero del que sorberían los denominados movimientos de la Nueva Era, florecientes a principios del siglo XX y de cuyos desarrollos, algunos, se ha hablado largo y tendido en este blog, como la historia de los orígenes y vaivenes del fenómeno 2012, por un lado, y de ciertas leyendas vinculadas al comienzo de la Era de Acuario, por otro.
A todos ellos, por cierto, esta web les debe su origen y primeros pasos, por lo que sería de desagradecidos no reconocer los vínculos filiales, por mucho que cambien los tiempos. Fueron años hermosos de ingenua alegría; y de tristes revelaciones que indicaban un camino menos agradecido y más solitario, lejos del confortable calor que desprende la ilusión.
En el pecado se lleva la penitencia…
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