Eric Voegelin (Colonia, 1901 – Stanford, 1985) es un filósofo aún poco conocido en España, incluso en los ambientes académicos. Sin embargo, su obra capta con agudeza algunos problemas de las sociedades modernas occidentales para cuyo análisis ofrece conceptos que merecerían nuestra atención.
Eric Voegelin (Colonia, 1901 – Stanford, 1985) es un filósofo aún poco conocido en España, incluso en los ambientes académicos. Sin embargo, su obra capta con agudeza algunos problemas de las sociedades modernas occidentales para cuyo análisis ofrece conceptos que merecerían nuestra atención. Su obra fundamental, Order and History, en cinco volúmenes, todavía no ha sido, hasta donde yo sé, traducida al castellano. Sí lo han sido, en cambio, Las religiones políticas, Fe y filosofía y La nueva ciencia de la política, donde se puede acceder a algunas de sus principales ideas en el ámbito de la filosofía y la teología política.
Voegelin se doctoró en Viena con el más célebre abogado del positivismo jurídico, Hans Kelsen, y trabajó en la Universidad de la capital austriaca hasta 1938. Su obra Rasse und Staat (Raza y Estado), de 1933, calificada por Hannah Arendt como la mejor exposición del pensamiento racista, dejaba poco margen al filósofo de Colonia para convivir con el nacionalsocialismo. Fue separado de su puesto y emigró a Estados Unidos, donde recalarían otros destacados pensadores de su generación, como la autora de Los orígenes del totalitarismo, Leo Strauss o su maestro Kelsen. Tras su paso por diversas universidades estadounidenses, se asentó en Luisiana. En 1958, tras aceptar el ofrecimiento del gobierno de la República Federal Alemana para ocupar la cátedra de ciencia política de la Universidad de Múnich, Voegelin regresó a su país. Una década más tarde, disgustado por la situación de la universidad alemana y, en general, por lo que consideraba la persistencia de los problemas morales que habían propiciado años atrás el nacionalsocialismo, decidió retornar a Estados Unidos, donde prosiguió sus investigaciones hasta su fallecimiento.
De la mano de José María Carabante, profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad Complutense de Madrid, Trotta nos ofrece ahora una serie de conferencias que Voegelin impartió en 1964 durante su estancia en Múnich y que posteriormente el autor publicó como libro bajo el título Hitler y los alemanes. El ensayo es un penetrante análisis sobre las condiciones intelectuales y morales que permitieron el ascenso al poder del nacionalsocialismo en tres ámbitos concretos: el académico, el religioso y el judicial. La tesis que se defiende en este conjunto de conferencias es que la degeneración moral sufrida por la sociedad alemana durante los años treinta, reforzada por una fuerte escisión entre los valores morales y políticos, por un lado, y los espirituales, por otro, fue la causante del proceso de deshumanización que permitió a los líderes nacionalsocialistas realizar su programa de exterminio del diferente. Ahora bien, lo que más inquietaba a Voegelin era que los relatos que Alemania se había dado a sí misma tras el fin de la Segunda Guerra Mundial denotaban que el páramo espiritual continuaba a la altura de los años sesenta.
En el ámbito universitario, Voegelin parte de un conjunto de estudios publicados por el medievalista Percy Ernst Schramm con el título «Anatomía de una dictadura» en Der Spiegel. En ellos se trataba de edificar un relato aséptico de algunos aspectos de la vida y la personalidad de Hitler, así como el influjo que habían tenido en su entorno y en el devenir del régimen. Su aparición había provocado un fuerte revuelo en Alemania por un supuesto exceso de condescendencia hacia la figura del dictador. Voegelin rechaza estas acusaciones y considera que el problema reside más bien en la mediocridad analítica de la obra derivada de un paupérrimo aparato conceptual para hacer frente a la aberrante deformación moral que supuso aquel régimen político.
Para el filósofo alemán, escritos como los de Schramm evidencian los límites éticos del historicismo, que narra los hechos como si se tratase de una crónica periodística ajena a toda consideración hacia la dignidad humana. Y este es realmente el problema, pues el mero relato de los hechos no resulta curativo sin un entramado de valores que los encuadre moralmente. Obras como la de Schramm indican más bien la persistencia de una sociedad enferma que ha olvidado los valores de justicia heredados de la tradición occidental, grecorromana y cristiana, a los que nuestro autor se refiere como «apertura a la trascendencia».
Este hecho resulta aún más grave si se examina el posicionamiento de las instituciones eclesiásticas alemanas, sin que a este respecto existan diferencias significativas entre las protestantes y la católica. Voegelin se sirve de los trabajos de varios historiadores para mostrar que las iglesias únicamente se preocuparon de los efectos perniciosos de las políticas inhumanas del nacionalsocialismo en relación con los judíos y otros grupos étnicos cuando ellas mismas o sus greses se vieron afectadas.
Pero quizá el capítulo más interesante sea el titulado «Descenso al abismo legal», pues en él se estudian las condiciones necesarias para la existencia de un Estado de Derecho, el constructo más relevante y duradero de los juristas alemanes del siglo XIX. La tesis de Voegelin a este respecto se edifica sobre las ruinas de la filosofía antigua: en las sociedades moralmente enfermas no es posible el Estado sometido a las leyes, pues los cimientos de este no se asientan en los textos legales, sino en el sustrato moral proporcionado por la historia. Más concretamente: la legitimidad del Código Penal, y con ella la aceptación social y su defensa pública, no procede de factores internos al ordenamiento jurídico (como por ejemplo, que tenga forma de ley o de decreto, o que haya superado un procedimiento establecido para su aprobación, como afirmaba el normativismo patrocinado por su maestro Kelsen). Es exactamente al revés: el Código Penal se integra en el ordenamiento jurídico de un Estado porque sus preceptos se alimentan de unos principios morales modelados por la comunidad generación tras generación.
Ahora bien, ¿cómo distinguir una sociedad enferma de una sana? A juicio de Voegelin, la primera es capaz de diferenciar con nitidez eso que nuestro autor denomina primera y segunda realidad, para acto seguido otorgar prioridad a la primera. En Hitler y los alemanes Voegelin no describe en detalle qué sea la primera realidad, definida simplemente como apertura a la trascendencia. Creo que no es desencaminado suponer que con esta denominación se refiere a aquello que los filósofos antiguos denominaban «vivir conforme a la naturaleza», un aserto ciertamente vago que, en último término, remite a una fundamentación religiosa -no necesariamente adscrita a una confesión concreta- de la vida humana. El abandono de la idea del ser humano como imago Dei que es consciente de sus posibilidades y de sus carencias constituye para nuestro autor un imperdonable descuido de la Modernidad.
De manera que la muerte de Dios decretada por la filosofía del siglo XIX ha dejado la fundamentación de la vida individual y social en manos de ideólogos, los modernos sacerdotes, que han venido a cubrir este vacío. La ideología política ha pasado así a convertirse en un club exclusivo que concita adhesiones entre quienes comparten la ortodoxia y produce rechazos hacia los que discrepan.
Las personas dominadas por su ideología viven en la segunda realidad. Se conducen como don Quijote, quien rendido a la pasión de su ideal (comportarse como un caballero andante), olvida sus limitaciones y su realidad concreta -su primera realidad- y ve gigantes donde solo hay molinos de viento. Sancho, que procura mantenerse en ella, se ve paulatinamente arrastrado por la locura quijotesca (o segunda realidad), pues carece de la energía moral para oponerse a ella. Algo similar a lo que ocurrió al pueblo alemán durante los años treinta.
Voegelin dedica agrias palabras a los intelectuales de aquellos años. Su culpabilidad es doble, pues son, por un lado, cómplices de unos hechos que deberían haber previsto. Pero, más aún, lo son por aceptar la segunda realidad nacionalsocialista como un mero entretenimiento intelectual. El dardo contra Heidegger resulta evidente.
Eric Voegelin
Voegelin no conoció el mundo de las redes sociales, donde en demasiadas ocasiones resulta difícil distinguir la realidad de la ficción, o la verdad de la mentira. Para nosotros, que sí lo conocemos, resulta muy sencillo comprender qué significa la segunda realidad y sus perniciosas consecuencias. Mucho más complicado es para las mujeres y los hombres de hoy comprender hasta dónde quiere llegar el autor cuando nos habla de la primera realidad. Queramos o no, lo cierto es que somos hijos de la Modernidad. Y entre las ideas que esta fase de la historia de Occidente ha sumergido bajo las aguas de Lethe, el río de la desmemoria de la mitología griega, se encuentran aquellas que conformaban la religión como el hilo que tejía la cohesión social. Voegelin quiere destacar este hecho, pero no ansía una teocracia. Sencillamente realiza una llamada de atención sobre las consecuencias negativas de esta grave circunstancia.
¿Cómo salir del atolladero? Voegelin no nos lo dice, y no lo hace porque no resulta fácil hacerlo. Regresar al pasado es, por imposible, una pésima idea; tan mala como olvidarlo o despreciarlo como si se tratase de una fase primitiva o preparatoria de la actual. ¿Qué nos queda entonces? Tal vez imitarlo a la manera en que los antiguos concebían la imitación, que no es la nuestra. Es esta una cuestión de enorme importancia que, sin embargo, ha de quedar para otra ocasión.