Hojas de Madrid con La Galerna.
Edición de Sabina de la Cruz.
Prólogo de Mario Hernández.
Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores.
Barcelona, 2010.
Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores publica la edición completa de Hojas de Madrid con La galerna, un amplio conjunto de poemas que Blas de Otero dejó inéditos cuando murió el 29 de junio de 1979.
Sus 306 poemas, de los que 161 habían permanecido rigurosamente inéditos, rectifican sustancialmente la imagen de un poeta que escribió estos textos durante los últimos años de su vida, entre 1968 y 1977.
En estos poemas está el Blas de Otero comprometido con su entorno y atento a lo que le rodea, persiste el existencialista (el coexistencialista, prefería decir él) que reflexiona visceralmente sobre el sentido de la vida y la escritura, pero además aparece el poeta más arriesgado con la experimentación verbal, el de expresión más libre, el que reescribe un famoso verso de Neruda para hacerle decir esto:
Puedo escribir los tristes más versos esta noche.Porque Blas de Otero se sentía depositario de un legado poético que viene de Manrique y llega a Cernuda pasando por los místicos y por Withman, por Rubén Darío y Aldana, por Bécquer y Vallejo, por Quevedo y Machado. Pero Otero sabía que ese legado es algo vivo, sometido a nuevas asimilaciones, a relecturas que generan la reescritura actualizada de la tradición, revitalizada en su voz personal, tamizada por su experiencia y su mirada contemporánea en estos poemas urbanos con Madrid, Bilbao, La Habana y la muerte al fondo:
Y yo que hice tantos viajes, dentro de poco haré un viaje desconocido.
Lo que siento es dejar aquí tantas tiendas, tantas calles, tantos hombres.
Por eso, el Blas de Otero de su última madurez es también el más joven como poeta. Por los textos de Hojas de Madrid con La galerna ha pasado el tiempo sin hacer estragos como los que el poeta evocaba en Túmulo de gasoil, uno de los mejores poemas de toda su trayectoria:
Hojas sueltas, decidme, qué se hicieron
los Infantes de Aragón, Manuel Granero, la pavana para una infanta,
si está Madrid iluminado como una diapositiva
y sólo en este barrio saltan, ríen, berrean sesenta o setenta y cinco niños
y sus mamás ostentan senos de Honolulu, y pasan muchachas con sus ropas chapadas,
faldas en microscuro, y manillas brillantes y sandalias de purpurina,
hojas sueltas, caídas
como cristo contra el empedrado, decidme,
quién empezó eso de cesar, pasar, morir,
quien inventó tal juego, ese espantoso solitario
sin trampa, que le deja a uno acartonado,
si la plaza de Oriente es una rosa de Alejandría,
ah Madrid de Mesonero, de Lope, de Galdós y de Quevedo,
inefable Madrid infestado por el gasoil, los yanquis y la sociedad de consumo,
ciudad donde Jorge Manrique acabaría por jodernos a todos,
a no ser porque la vida está cosida con grapas de plástico
y sus hojas perduran inarrancablemente bajo el rocío de los prados
y los graves estrofas que nos quiebran los huesos y los esparcen
bajo este cielo de Madrid ahumado por cuántos años de quietismo,
tan parecidos a don Rodrigo en su túmulo de terciopelo y rimas cuadriculadas.
Santos Domínguez