Hollywood declaró la guerra a Alemania antes que el resto de los EEUU, y antes que nadie en Hollywood, lo hizo la Metro-Goldwyn-Mayer por medio de esta película de Frank Borzage. Se trata de un meritorio y, por entonces, arriesgado drama sobre el ascenso del nazismo y sus consecuencias, filmado cuando la Segunda Guerra Mundial ya estaba en marcha pero no se podían concebir ni por asomo los horrores de los que el mundo llegaría a tener noticia no mucho tiempo después, y con EEUU instalado en la dinámica política pendular entre intervencionistas y aislacionistas, con ventaja para estos últimos. Así las cosas, Claudine West, Hans Ramaue y George Froeschel adaptaron un título de la novelista británica Phyllis Bottome, activa militante antifascista que, a causa del empleo de su esposo, diplomático en Austria (y en realidad, responsable del MI6 en el país), había vivido de primera mano la llegada de los nazis al poder y los primeros efectos en los países vecinos, para contar la historia de una familia de buena posición, los Roth, que entra en proceso de desintegración a partir del instante en que Hitler asume el cargo de canciller, en 1933; de este modo, la experiencia de los Roth sirve de metáfora narrativa para mostrar el hundimiento moral de todo un país sumido en la degradación e instalado en la barbarie. Ahí radica quizá la principal y más decisiva carencia del filme, y es que, por un lado, la presentación de los personajes, cuya finalidad es encarnar distintos roles morales respecto de las transformaciones políticas de Alemania, resulta en exceso burda y maniquea, con nulo espacio para matices y explicaciones, mientras que, por otro, la imposibilidad de conocer en aquel momento hasta dónde los nazis iban a ser capaces de llevar la cuestión judía hace que, a los ojos del público sabedor, la película pueda resultar un tanto timorata o incluso ingenua en las implicaciones que, no obstante, para los judíos ya habían resultado notablemente crueles, dolorosas y criminales.
Todo parece sonreír a los Roth. Su patriarca, Viktor (Frank Morgan), prestigioso profesor universitario en una ciudad del sur, al pie de los Alpes, cumple años, y en la Facultad le organizan un hermoso homenaje al que asisten profesores y estudiantes, además de su esposa, Emilia (Irene Rich), y sus hijos, Rudi (Gene Reynolds), Erich (William T. Orr), Otto (Robert Stack) y Freya (Margaret Sullavan). Los encargados de los discursos son los dos alumnos predilectos de Roth, Fritz (Robert Young), patriota exaltado, y Martin (James Stewart), más calmado y despistado; el primero es, además, prometido de Freya, mientras que el segundo parece haber perdido en la carrera por sus sentimientos, aunque sigue amándola en silencio. Esa misma noche, durante la celebración en casa, conocen la noticia de que Hitler ha sido propuesto por el viejo mariscal Hindenburg para el puesto de canciller, y los acontecimientos se precipitan. Rudi, Erich y Fritz son militantes nazis y abiertos partidarios de que Alemania recupere una posición de fuerza dominante en el contexto internacional, mientras que Viktor, Emilia, Freya y Martin sospechan lo que tales aspiraciones puede conllevar. Para otros, para todo el mundo, pero principalmente, en primera instancia, para ellos mismos. La política entra en las discusiones, las amistades de años se resienten, algunos conocidos empiezan a sufrir las consecuencias del cambio en el poder, y, en particular, Martin, requerido por sus amigos de siempre para que se una a ellos con un compromiso claro e inequívoco, se ve relegado al ostracismo, refugiándose en la montaña junto a su madre (Maria Ouspenskaya) y la joven Elsa (Bonita Granville).
Este planteamiento se ve favorecido por las excelentes interpretaciones y el ritmo narrativo de Borzage, pero al mismo tiempo bastante limitado a causa de la gruesa escritura de las situaciones y los diálogos. Sin espacio para una explicación, siquiera sucinta, de los condicionantes que llevaron a Alemania a las sucesivas crisis políticas, sociales y económicas que propiciaron el surgimiento del partido nazi y la afiliación de millones de alemanes, la película se divide radicalmente entre la excepción, los personajes cultos, inteligentes y sensibles, y la mayoría de fanáticos exaltados con aires de matones y gañanes, rápidamente ávidos de saldar cuentas con los desafectos y los judíos. El argumento presenta así las distintas sensibilidades en torno al nuevo orden impuesto por los nazis, pero sin una base narrativa sólida que enriquezca el drama y le ayude a superar ese maniqueísmo inicial hasta que resulta demasiado tarde y, por tanto, ya no se hace creíble. Establecida esa pauta para todo el metraje, el tramo final de la película se divide entre perseguidores y perseguidos (en las filas de los primeros, papeles para Ward Bond y Dan Dailey como furibundos nazis a la caza de disidentes), los que intentan escapar de Alemania, atravesando las montañas, para refugiarse en Austria (escaso y breve refugio, como es sabido), y quienes van tras ellos para atraparlos y que vayan engrosando las filas de los primeros campos de concentración. Un tramo de lugares comunes (escondites, interrogatorios, delaciones involuntarias, carreras entre la nieve) que se soporta, como el resto del metraje, gracias al interés objetivo de la historia, a las interpretaciones, y a la elegancia de estilo de Borzage, que sale airoso del reto de recrear en estudio los paisajes y las sensaciones climáticas de un entorno alpino rodeado de montañas, magníficamente respaldado por la espléndida fotografía de William H. Daniels. A este respecto, el tramo final, la persecución decisiva con su dramático e impactante final, está magníficamente narrado, pleno de tensión y emoción, absorbente, inquietante y, finalmente, desarmante. El otro extremo, el de la contención, también funciona, en particular en todo el episodio de Viktor Roth en prisión, incluido el tacto mostrado por Borzage en su elocuente desenlace.
Borzage, sin embargo, es por completo consciente del papel que ha desempeñar su película y del aspecto en el que radica su fuerza: el poder de su condición de alegato en el tiempo preciso, en el instante más difícil, cuando más oportuno resulta. La película se dota así de una importante carga emocional y de un enorme poder de denuncia, de un aura de advertencia sombría pero también de la claridad de su determinación y de la lucidez en su oposición que subraya cada escena del argumento, haciéndolo crecer por encima de sus clichés y lugares comunes, construyendo un drama potente en torno a su condición de documento artístico militante, de su convencimiento moral y de su voluntad política. Una intención mostrada ya desde el inicio (la voz en off que habla mientras se nos muestra un cielo surcado de nubarrones; la conclusión, con la cámara aproximándose al dintel y la misma voz que cita: «Y le dije al hombre que estaba en el portal/Dame una antorcha para que pueda entrar a salvo a lo desconocido/y él me contesto: Entra a la oscuridad y pon tu mano en la mano de Dios./Eso será mejor que cualquier antorcha/y mas seguro que el camino conocido».) y que no pasó en modo alguno desapercibida para los nazis, que protestaron enérgicamente ante su estreno y que, por mandato directo de Goebbels, primero prohibieron la película en Alemania, después hicieron extensiva esta prohibición a todos los estrenos de Metro-Goldwyn-Mayer, y, finalmente, a todas las producciones de Hollywood. De esta manera, el cine norteamericano, que se había conducido con cierta tibieza y consideración respecto a las habituales quejas de los alemanes hacia la forma en que su nuevo régimen político, con su agresiva conducta internacional, era retratado en las películas, tomaba y era obligado a tomar partido, en un esfuerzo de guerra que no daría cuartel definitivamente a partir de diciembre de 1941.
