El 14 de febrero de 2008 fallecía en Córdoba Rafael Balsera Del Pino. Escritor, dramaturgo, maestro vocacional y eterno, Gran Cruz de la Orden de Alfonso X el Sabio. Mi amigo y mi maestro.
Tres años después yo escribía lo que sigue en pálido homenaje a su memoria. Hoy, un lustro después, creo que el reproducir este escrito es un mínimo tributo a su espléndida ejecutoria personal, humana e intelectual.
“El 14 de febrero se cumple el tercer aniversario de la muerte en Córdoba de Rafael Balsera del Pino, dramaturgo, escritor y sobre todo, maestro, actividad por la que recibió en 1980 la Cruz de Alfonso X El Sabio.
Conocí a Rafael Balsera (don Rafael, le llamamos siempre todos sus alumnos) en julio de 1960 en una colonia escolar en Isla Cristina (Huelva). Ejercía de maestro hasta en vacaciones y se responsabilizó de un grupo de escolares cordobeses, medio harapientos y mal nutridos, a los que ilusionaba conocer el mar. En 1960 yo era un niño frágil y, según sus propias palabras en una entrevista que le hizo la prensa local muchos años mas tarde, hipersensible.
La dirección de la Colonia programó una visita al monasterio de La Rábida. En la primera hora de visita ya estábamos aburridos de los frescos truculentos de Vázquez Díaz y del horroroso monumento a Colón de la Punta del Sebo. En esta situación, me atreví a preguntarle “si quedaba muy lejos Moguer”. Un poco sorprendido me preguntó el motivo y le dije que me hubiera gustado conocer el pueblo natal de Juan Ramón y su reciente tumba.
Balsera, nos propuso a Martínez Sanchiz, un maestro republicano de Cáceres, y a mí, (tenía doce años) que fuéramos a Moguer haciendo auto-stop. Ni lo dudamos. Recorrimos el camino hasta Moguer en tres medios de transporte: a lomos de una reata de burros cargados de sandias, en la caja de un camión y en la cabina de un tractor.
Balsera, más allá de aquella colonia escolar, se convirtió en mi maestro. Cuando don Rafael ejercía como profesor de la Escuela Unitaria de la calle Montero, le propusieron, abrir, tras la actividad docente de cada día, otra nocturna para alumnos incorporados prematuramente a la actividad laboral, y acudí cada noche a aquellas clases magistrales, donde Balsera nos trasmitió a todos su amor a la cultura clásica, a la música, al teatro… y, como no, su agnosticismo y antifranquismo militante. Algo muy peligroso en los años sesenta.
Balsera encauzó mis lecturas y mi desastrada forma de escribir. Puso en mis manos obras de Camús, Sartre, Gidé, Voltaire- el se definía como volteriano-, Valery, Proust … y se equivocó conmigo creyendo que algún día podía haber llegado a comprender y prolongar su inmensa obra. Con menos de catorce años leí su Ágora Silenciosa –en realidad “silenciada”, ya que la prohibió la censura franquista-, su Fondos de la Ironía, La misa de Andrés Bruma, Madrugada de las dos orillas, Tiempo de desaliento… y aquella inmensa calidad conceptual y literaria me desbordó. Mi prematura dedicación a la actividad política me apartó de la visión idealizada que Balsera concibió para mí y de aquella disciplina con la que mi maestro me hacía rehacer una y otra vez mis escritos, para que dijeran lo mismo con la mitad del texto.
Muchos años más tarde, cuando gracias al empeño de personas como el profesor Roso, Balsera consiguió que se representara su obra maestra, Ágora Silenciosa, fue objeto de una entrevista en la prensa local, y a ser preguntado por la coincidencia de haber sido en distintas épocas de su vida maestro o compañero de políticos como Julio Anguita, Herminio Trigo o yo mismo, con su fino y permanente sentido del humor, se declaró “inocente” de esta circunstancia, añadiendo que en mi caso “no me había enseñado a mojar la pluma en zumo de limón, sino en tinta”.
A pesar de que Balsera, le manifestara a su también alumno Eloy Luque, después de la representación del Ágora “que no le perdonaría nunca que a partir de aquí no se iniciara su proceso de canonización”, yo quiero iniciar, aquí y ahora, ese proceso. Civil, por supuesto.
Cuando uno tiene la suerte de encontrar en su camino esa conjunción de inteligencia, exquisitez, lucidez, sentido del humor y espíritu crítico y autocrítico, no puede por menos que agradecer a su protagonista, y a la vida misma, esa decisiva corrección en nuestra menesterosa existencia.
Rafael Balsera, don Rafael, más allá de cualquier mes de febrero, siempre estará vivo en el corazón y la mente de los que siempre seremos sus alumnos.”
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