Revista Arte

Hopperiana

Por Peterpank @castguer

Hopperiana

Hopperiana (I)

Una noche de invierno, en Nueva York, me asomé a la ventana de una habitación en el piso doce del YMCA, en la calle 34. Al otro lado había una sinagoga y un edificio de oficinas. Abajo, en la calle desierta, un negro que vigilaba un parking daba saltos de frío. Algunas ventanas del edificio de oficinas estaban iluminadas por una luz amarillenta, como de enfermo de ictericia, que parecía flotar entre los cubículos vacíos. Y de pronto me di cuenta de que había una mujer de la limpieza asomada a una ventana. Era una silueta inmóvil que se recortaba contra la ventana y que parecía atrapada por la luz amarilla. Detrás de ella se veía un mocho y un cubo, y sólo se podía distinguir media parte del cuerpo. Era imposible saber si aquella mujer era joven o mayor, guapa o fea, o si estaba nerviosa o tranquila, alegre o triste. ¿Qué estaba mirando? ¿Y por qué se había detenido en aquella ventana? ¿Me estaría mirando a mí, que estaba asomado a otra ventana en el edificio de enfrente? Imposible saberlo. Aquella limpiadora era como una de las mujeres que se ven en los cuadros de Edward Hopper, una mujer solitaria asomada a una ventana y que nunca sabremos quién es ni qué está haciendo ahí, justo delante de nosotros, muy cerca pero al mismo tiempo muy lejos, en un lugar que siempre intuimos como inalcanzable.

Para bien o para mal, los cuadros de Edward Hopper han moldeado nuestra visión de América. Y es muy posible que me fijase en aquella limpiadora porque de algún modo ya la había visto antes en alguna reproducción de Hopper, reencarnada en cualquiera de las docenas de mujeres solitarias que aparecían asomadas a una ventana o encerradas en una habitación de hotel. Hay un determinado paisaje urbano impregnado de soledad y silencio que asociamos de inmediato al adjetivo “hopperiano”. Y no podríamos entender ese paisaje, que es más bien un estado de ánimo –una especie de “American mood”–, sin los cuadros de Hopper que lo describen como si fuera un mapa a escala natural.

Lo malo es que todo eso actúa en contra del arte de Hopper. Sus cuadros salen en tantas portadas de discos y en tantas cubiertas de libros que ya estamos un poco saturados de ese aire hopperiano que impregna películas y cómics y anuncios publicitarios. Hitchcock, por ejemplo, se inspiró en la “Casa junto a las vías del tren” (1925) para la tétrica mansión de “Psicosis”, cosa que encantó a Hopper, que era un gran cinéfilo. Y hace poco la cafetería de sus “Nighthawks” (1942) salió parodiada en un episodio de “Los Simpson”. Pero todo ese abuso de lo hopperiano no tiene nada que ver con la pintura de Hopper. Igual que sus mujeres asomadas a una ventana o encerradas en una habitación de hotel, igual que sus faros en un acantilado de Nueva Inglaterra, igual que sus casas aisladas en la cima de una colina, la pintura de Hopper ha resistido las parodias y los homenajes y ha salido indemne de todo eso. Y ahora, casi cuarenta años después de su muerte, nos ha demostrado que es invencible. Y Hopper sigue ahí, delante de nosotros, como aquella limpiadora asomada a una ventana en un edificio de oficinas, en la calle 34 oeste, en una noche de invierno.

¿Cuál es el secreto de Hopper? ¿Por qué es imposible ver un cuadro suyo sin sentir la presencia de un misterio que nos atrae y a la vez nos hace sentir inquietud o desazón o incluso miedo? Yo creo que la clave está en que sus cuadros siempre parecen revelar algo que al final nunca se revela. Se podría decir que Hopper siempre pinta anunciaciones, sólo que nunca nos dice cuál es el secreto anunciado, acaso porque ni él mismo lo sabe. Sus personajes -y hablamos de personajes porque vemos sus cuadros como narraciones que no tienen un final– siempre parecen asfixiados, encerrados, angustiados. Estén donde estén, sabemos que están solos y que una amenaza silenciosa se cierne sobre ellos. Pero los personajes de Hopper aceptan esa amenaza. Y de algún modo extraño –y eso es lo que nos produce el verdadero desasosiego–, sospechamos que los personajes de Hopper no quieren estar en otro sitio sino justo ahí donde están. Quizá porque no tienen ningún otro sitio a donde ir. O quizá porque intuyen que en cualquier otro sitio estarían igual. El caso es que esa mujer desnuda que mira por la ventana, esa acomodadora que parece mirar angustiada las musarañas en la platea de un cine, o ese empleado de gasolinera que parece a punto de ser engullido por la oscuridad, no parecen sentir la necesidad de estar en otro sitio. Y eso, repito, es lo más misterioso y lo más inquietante de Hopper. Casi todos sus cuadros tienen un aire claustrofóbico de encierro y de vacío que a veces llega a rozar lo funerario. Y los personajes de Hopper están atrapados en sus habitaciones de hotel o en sus oficinas o en sus cafeterías como si estuvieran en el purgatorio –y quizá están en el purgatorio–, pero lo más increíble de todo es que esos personajes no quieren estar en otro sitio. Por alguna razón que nunca entenderemos, esas mujeres y esos hombres han decidido quedarse ahí, en esa habitación de hotel o en esa gasolinera o en esa platea de cine de la que parece que nunca podrán salir.

Ese misterio indescifrable de Hopper explica que se hayan escrito tantas cosas sobre él. Todos hemos leído docenas de poemas inspirados por sus cuadros, e incluso hay un libro entero, “Hopper”, del poeta Mark Strand (editado por Lumen en 2008) que intenta desentrañar lo que ocurre en treinta cuadros hopperianos. De todos los poemas que he leído sobre Hopper, el mejor me parece el de John Updike. Se llama “Dos Hoppers” porque Updike lo escribió en 1983 a partir de dos cuadros: el cuadro primerizo de la muchacha que cosía a máquina frente a una ventana, y el famoso “Habitación de hotel” (1931), quizá el cuadro más famoso de Hopper, el de la mujer que lee una carta en la cama de un hotel. El poema termina así:

Hemos estado aquí antes. La luz oblicua,
la mujer sola y atrapada entre los planos
de la pintura. Algún misterioso testigo nos ha invitado
a respirar junto a ellas. La chica que cose,
la carta. Hopper dice: ”yo soy Vermeer”.

Como poema, es magnífico, pero no sé si se puede decir que Hopper sea Vermeer. En Vermeer existe algo parecido a la gracia, no sabemos qué, quizá la serenidad, o la luz mansa, o el silencio, o el sosiego interior que percibimos en las mujeres que vierten leche o leen una carta -igual que la mujer de Hopper en la habitación de hotel-, pero esa gracia existe y se extiende por el cuadro y de algún modo alcanza a quien lo observa. En su sentido teológico originario, la gracia no es más que la generosidad de Dios, que bien podría ser, en el caso de Vermeer, la generosidad de la luz (y del artista que sabe atraparla).

Sin embargo, nada de eso existe en Hopper, porque sus personajes nunca alcanzarán la gracia, o ni siquiera son conscientes de que exista algo semejante a la gracia. Y lo curioso del caso es que eso tampoco les importa. Y lo más extraño del mundo de Hopper es que en él no hay esperanza, pero tampoco hay desesperación. Y no hay salvación, pero tampoco condena. Y no hay perdón, pero tampoco hay culpa. Y eso es lo que nunca entenderemos, lo que siempre nos llevará a preguntarnos qué está ocurriendo en los cuadros de Hopper, y por qué se ha puesto esa mujer a mirar por la ventana, justo ahí enfrente, al otro lado de la calle.

Hay otra diferencia esencial de Hopper con respecto a Vermeer. En los cuadros de Vermeer, a pesar de la impresión general de silencio, se puede percibir un tenue ruido de fondo: se oyen susurros, unos pasos delicados sobre las baldosas resplandecientes, el sonido de la leche que cae en el cuenco, el roce de una mano contra una cortina. En cambio, en los cuadros de Hopper no se oye nada. El mundo se ha detenido y el silencio se ha adueñado de todo. Pensemos de nuevo en la famosa “Habitación de hotel”. Todo el mundo se refiere a la mujer del cuadro como joven, pero si nos fijamos bien no es joven, o si lo es, no es nada bella, ya que su rostro parece más bien una máscara. Sobre las rodillas esa mujer tiene una carta, o un telegrama, y nos preguntamos qué dice esa carta. Podría ser la carta de un hombre que la había citado en aquel hotel, aunque de momento ese hombre no se ha presentado, o tal vez lo que sostiene la mujer es el telegrama enviado por ese hombre diciendo que no puede acudir a la cita. En el cuadro no sabemos lo que ocurre: si la mujer alberga aún una esperanza de que ese hombre vaya a llegar o si sabe que ya no debe esperar nada. Todavía tiene las maletas sin deshacer. No sabemos si esa mujer acaba de llegar o está a punto de irse. Y Hopper pinta ese momento en el que todo está en silencio y no se oyen ruidos que llegan de la calle, ni tampoco portazos ni radios ni teléfonos en el pasillo del hotel, y ni siquiera podemos oír el corazón de esa mujer que lee una carta. Porque Hopper pinta ese momento exacto, irrepetible, en que se produce la iluminación o la catástrofe, y el personaje la acepta como irremediable.

Pero el milagro que ocurre en ese cuadro –y del que la mujer no es consciente– es que la luz invade la habitación, y esa luz parece preservar a esa mujer y protegerla del exterior y también protegerla de sí misma. Esa luz no le concede la gracia ni la salvación, pero al menos la impulsa a aceptar que esté allí, vestida con una combinación de color carne, leyendo una carta en una habitación de hotel, con las maletas hechas en un rincón y un sombrero gris esperando paciente sobre la cómoda.

Hopperiana

Hopperiana (y II)

Igual que ocurre con Vermeer, apenas sabemos nada de la larga vida de Edward Hopper (Nueva York, 1882-1967), y eso que contamos con biografías y estudios detallados, sobre todo la paciente biografía de Gail Levin, “Edward Hopper. An Intimate Biography” (1998). Esta biografía se basa en los diarios de Josephine Nivinson Hopper, la esposa de Hopper, a quien todo le mundo llamaba Jo y que convivió durante más de cuarenta años con el pintor. Mucha gente cree que Hopper llevó una vida agitada y conoció a mucha gente y quizá fue el amante de esas mujeres solitarias que aparecen en sus habitaciones de hotel. Pero no es así. La vida de Hopper careció de hechos a primera vista relevantes. Y lo que sabemos de él –que casi siempre se basa en los diarios que escribió su mujer, y que se pueden leer como los diarios que una irritada y agotada Zenobia Camprubí escribió sobre su vida con Juan Ramón Jiménez– tampoco nos ayuda a entender su arte ni su forma de pensar.

Hopper no fue un personaje llamativo. Sin apenas amigos, sin haber vivido una juventud bohemia, sin ideas políticas conocidas, convencional y misógino (aunque lo recordamos sobre todo por sus figuras femeninas), vivió casi toda su vida en el mismo apartamento modesto del número 3 de Washington Square North (allí murió, en mayo de 1967, a punto de cumplir los 85 años), sin nevera ni baño, y lo que es peor, sin ascensor. A lo largo de su vida no firmó manifiestos ni protagonizó escándalos ni hechos célebres de ninguna clase. Fue un artesano casi secreto que vivió al margen de las corrientes artísticas de su época. Cuando en Europa y América todo el mundo hacía cubismo, y luego surrealismo, y luego expresionismo abstracto, y luego pop art, Hopper seguía pintando sus faros de Nueva Inglaterra y sus vías de tren y sus interiores de hotel, sólo que en sus últimos años todo eso parecía más despojado, más abstracto, más desprovisto aún de vida.

Muy pocos hombres se salvarían del juicio de su esposa (lo contrario, en cambio, sí suele ser posible), y Jo Hopper presenta a su marido como un tirano silencioso que la maltrataba de palabra y de obra. Las anotaciones de Jo están llenas de amargura y resentimiento: “En veinte años no he podido recoger ni una migaja de mi vida con Eddie”, escribió a mediados de los años 40, y en sus últimos años seguía lamentando las mismas cosas. Jo se quejaba de que nadie conocía a su famoso marido. “Su historia es puro Dostoievski”, decía en tono amenazador. Y otra vez anotó: “A veces hablar con Eddie es como arrojar una piedra a un pozo, sólo que la piedra no hace ruido cuando llega al fondo” (ese silencio es quizá el mismo silencio que aparece en los cuadros). Por los diarios de su mujer, sabemos que Hopper se pasaba la vida leyendo o pintando, y cuando no pintaba caía en largas fases de depresión y mal genio. Hopper sentía predilección por la literatura francesa. Leía a Paul Valéry y a Proust y a Gide, pero también la poesía simbolista de Baudelaire y Verlaine y Rimbaud. En cuanto a sus contemporáneos americanos, le gustaba en especial Robert Frost, pero no T.S. Eliot (“Le falta sentimiento”, decía).

El matrimonio de Jo y Edward Hopper fue un matrimonio extraño, si es que puede hablarse de algún matrimonio que no lo sea. Se casaron en 1924, cuando él tenía 42 años y era un pintor desconocido y ella tenía 41 y tenía cierto éxito como pintora (y aún era virgen, a pesar de que se había movido entre los círculos bohemios de Nueva York). Hopper era silencioso, retraído, poco sociable y monógamo. No tuvo amantes conocidas antes de casarse con Jo, con la única excepción de una señora parisina de mediana edad, Jeanne Chéruy, a la que Hopper llamaba Madame Chéruy, a pesar de que la dibujó desnuda, pero también vestida, y leyendo, y de frente, y de espaldas, y hasta dormida, aunque más bien parecía estar muerta. Esa Madame Chéruy, de la que nada se sabe aparte de esos dibujos, fue otro misterio más en la vida de Hopper.

o y Hopper compartían el amor a Francia y a menudo se escribían y se hablaban en francés. En su vida de ermitaños, en la que siempre estuvieron juntos, hubo de todo, complicidad y amor, pero también amargura y cólera. La suya fue una convivencia asfixiante, muy extraña, bergmaniana y hitchcockiana a la vez. Cuando pintaba, Hopper colocaba un espejo en el que podía ver cómo su mujer lo miraba pintar (una escena angustiosa que parece una versión claustrofóbica y morbosa de Las Meninas). Ella, por lo demás, controlaba por completo la obra de su marido y muchas veces le ponía el nombre a los cuadros, en contra de la opinión de Hopper. Las tensiones eran frecuentes. Jo quiso continuar con su vida de pintora, cosa que no ayudó a mejorar las cosas. Ella creía que Hopper se había apropiado de su forma de pintar y por eso había triunfado, y hay algo de verdad en esto, aunque también es verdad que Jo quiso pintar como su marido y eso contribuyó a que se eclipsara. No tuvieron hijos y Jo se refería a sus cuadros como “sus hijos no nacidos”.

En sus bodas de plata, Jo le dijo a su marido que los dos se merecían la cruz de guerra. La frase era cierta, porque en el apartamento de Washington Square –y en el estudio en Cape Cod en el que pasaban los veranos– hubo de todo, incluso violencia física. Hopper estrelló una vez a Jo contra una estantería, y en otra ocasión ella le mordió un brazo hasta que estuvo a punto de arrancarle un tendón. Los dos se odiaron y se insultaron, pero al mismo tiempo la pareja mantuvo un erotismo de alto voltaje. Jo posaba desnuda para Hopper porque el pintor no quería tener otra modelo. Cuando Jo tenía más de 60 años, Hopper la dibujó desnuda en unos carboncillos que desprenden un erotismo sorprendente. Por lo demás, Jo conocía muy bien a Hopper. Cuando su marido empezó a pintar faros en Maine y en Cape Cod, ella anotó: “Esos faros son autorretratos”. Eran faros góticos, silenciosos, remotos, igual que las vías de tren y las cafeterías y los hoteles de Hopper, esos objetos que parecen traspasados por la irrealidad, como si estuvieran deshabitados, o peor aún, como si nunca hubieran sido usados ni tocados.

Pero en la vida de Hopper y Jo también hubo amor, o algo que se parece a un vestigio de amor. Y en su último cuadro, “Dos cómicos” (1966), Hopper pintó a dos personajes de la Comedia del Arte –Pierrot y Pierrette– en un escenario, justo cuando había terminado la función y se estaban despidiendo del público. Aquellos dos personajes eran Hopper y Jo, inseparables hasta el final a pesar del resentimiento y de las peleas y los mordiscos. Al año siguiente, cuando Hopper murió, sólo ocho personas fueron a su funeral. Jo le sobrevivió un año, casi ciega e inmóvil.

Si tuviera que elegir dos cuadros de Hopper, me quedaría con dos cuadros muy parecidos. Uno es “Habitaciones junto al mar” (1951), que está inspirado por el luminoso estudio de pintura –diseñado por él mismo– que Hopper tenía en South Truro, en la península de Cape Cod. Hopper pintó ese cuadro cuando estaba a punto de cumplir 70 años, y en esa habitación vacía ya no hay faros, ni muebles, ni maletas, ni mujeres solitarias, sino tan sólo la luz casi polar y la proximidad inexplicable del mar que parece surgir de la nada. Pero esa luz todavía es carnal, tan carnal como el culo de su esposa cuando tenía 60 años y Hopper la pintaba desnuda al carboncillo. Y lo más extraño de todo es que en esa habitación hay sosiego, un sosiego casi ilimitado que llega hasta nosotros. Porque esa habitación que da al mar podría ser una tétrica premonición de la muerte, pero también podría ser una luminosa premonición de la eternidad.

El otro cuadro es “Sol en una habitación vacía” (1963). Hopper lo pintó cuando tenía ochenta años y es otro paso más hacia la metafísica y hacia el vacío. En este cuadro ya ni siquiera hay mar. Sólo hay luz que entra en sentido oblicuo y se posa en las paredes y el suelo. Es una luz que no sabemos si preserva o salva o condena, pero que todavía tiene la fuerza suficiente para entrar en la habitación desierta y arrastrarse por las paredes y por el suelo. Es una luz fatigada, ocre, funeraria, como si surgiera del subsuelo, o peor aún, como si surgiera de una dimensión que ya no pertenece a este mundo, pero esa luz todavía es luz. Y si no fuera por esa luz, ya no existiría nada más, sólo la habitación vacía, sólo la muerte.

Eduardo Jordá


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