Jorge Grau es uno de esos cineastas españoles de culto que desarrollaron la mayor y más conocida fase de su carrera durante la década del cambio que se inicia a principios de los setenta y finaliza en los primeros ochenta. La evocación de algunos de sus títulos, no especialmente recordados ni reconocidos por el gran público ni por un espectro mayoritario de la crítica, sin embargo aluden directamente a aquellos años de transformación, en el cine y fuera de él, por lo que atesoran un enorme valor sociológico, generalmente mucho más que artístico o puramente cinematográfico. Así ocurre, por ejemplo, con la famosa La trastienda (1975) o con esta Ceremonia sangrienta (1972), uno de los más importantes films españoles de terror (y no lo decimos porque lo protagonice Espartaco Santoni…), que contiene algunas de las características más reseñables de las cintas de Grau, y por extensión, de buena parte del nuevo cine español de aquella época, como son la apertura hacia nuevos límites en cuanto a temas y argumentos, la mezcla del thriller y el suspense con el cine erótico como pilar central de la narración o, como es el caso, la utilización de ese erotismo como aliciente en el cine de horror.
En Cajtice, un enclave del Centro de Europa (hoy Eslovaquia), se encuentra el castillo-palacio de Erzebeth Bathory (Lucía Bosé), descendiente directa de la legendaria condesa húngara Bathory, la “Condesa sangrienta”, célebre, según se decía, porque solía bañarse en sangre de vírgenes para conservar su piel joven, tersa y suave (al personaje histórico se le atribuyen más de seiscientos asesinatos y muertes violentas, en lo que se cree una leyenda negra inventada por sus enemigos políticos de la época, primer tercio del siglo XVII). La condesa actual (estamos en 1807) está casada con el marqués Karl Ziemmer (Espartaco Santoni), que, la verdad, no le hace mucho caso y tiende a fijarse en las guapetonas aldeanas de la zona. Eso irrita mucho a una Erzebeth que, azuzada por su nodriza personal, una vieja repugnante (Ana Farra), busca en el mito de su ilustre antepasado la solución para recuperar los encantos con los que recuperar el deseo de su esposo. Mientras, Ziemmer actúa como miembro del tribunal que ha de juzgar un caso de vampirismo en el pueblo, ya que se acusa al antiguo médico de salir de la tumba por las noches y agredir a distintas mujeres, entre ellas su viuda y su hija… Uno de los magistrados, por cierto, atiende al apellido Helsing (Ángel Menéndez). Sin embargo, una vez eliminada la amenaza, los fenómenos continuarán sucediendo, y un buen puñado de muchachas jóvenes y bonitas desaparecen o sus cuerpos son hallados misteriosamente desangrados…
El cóctel puede considerarse tanto desmitificador como abiertamente paródico del cine de vampiros que se había puesto de moda en la década anterior y que continuó siendo un referente en el cine internacional, cada vez más devaluado y mediocre, eso sí, durante algunos años más, si bien, como las buenas parodias, utiliza los elementos propios del género para, a la vez que los reivindica, en cierto modo, desmontarlos. De este modo, la película, con guión del propio Grau y de Juan Tébar, uno de sus colaboradores y antiguo miembro habitual, por ejemplo, de la tertulia cinéfila del gran programa ¡Qué grande es el cine! de José Luis Garci, transita en su escasa hora y media de metraje por algunos lugares comunes del género (el enterramiento en la cripta, las distintas visitas nocturnas, los omnipresentes murciélagos, las supersticiones populares ligadas a los no muertos, la brujería, los lobos aullando, las noches de luna llena, etc., etc.), si bien introduce algunas variaciones que, si no enriquecen, sí al menos varían lo previsible y lo limitado de la propuesta. En primer lugar, el guión va más allá de la mera historia vampírica o de la personalidad psicopática de la condesa, y se adentra más en posibles lecturas socio-políticas o incluso culturales acerca de estos mitos y de su posible aparición y perdurabilidad con los siglos. Por otro lado, la fuerza de la película no estriba tanto en el argumento, a pesar de las connotaciones que lo distinguen de las películas de vampiros al uso, sino en la atmósfera, magníficamente reflejada por Grau en la utilización del color, de la luz (una película extrañamente luminosa, poco lúgubre o tenebrosa a pesar de su temática, incluido el palacio donde transcurre la acción, nada que ver con el típico castillo gótico medio en ruinas) y, especialmente, en el manejo de la música (la esperada partitura inquietante que ambienta a la perfección, pero sin abusos ni trampas que despierten los sustos) y de los efectos de sonido, y la conjunción de todos estos elementos con las localizaciones escogidas.
De esta manera, lo que en principio podría ser una parodia del argumento habitual de estas películas (un no muerto de origen noble que comete sus fechorías en un entorno geográfico concreto, sumido en la ignorancia y la superchería, y la minoría culta y ‘racional’ que lo combate y lo aniquila), se convierte sin embargo en una variación narrativa que poco o nada tiene de sobrenatural, aunque sí de truculento, cruel y sanguinario, y en la que, a falta de interpretaciones destacables (las únicas reseñables, Ana Farra y, como siempre, la gran Lola Gaos como experimentada bruja y adivinadora, aunque el doblaje y el sonido de estudio le quitan efectividad; desde luego, ni Bosé ni mucho menos Santoni, un busto parlante cuya única relevancia tiene lugar en sus “fantasmales” apariciones ante las víctimas, ni la colección de chicas guapas -Ewa Aulin, María Vico, Raquel Ortuño, Loreta Tovar o Franca Grey- que salpican el metraje dan gran cosa de sí), cabe rescatar su importancia como fenómeno infrecuente en el cine español de entonces y de ahora, además de un tratamiento artístico centrado en las ceremonias a las que alude el título, tanto en los rituales populares colectivos emprendidos para conjurar la presencia de malos espíritus, como en las orgías privadas con las que la condesa busca perpetuar su belleza, un buen puñado de impactantes e inquietantes imágenes que, perfectamente acompañadas de música alusiva, consigue dar empaque de película de terror a lo que, de otro modo, debería considerarse poco más que una broma mal interpretada.
Ceremonia sangrienta constituye así, por derecho propio, pese a sus imperfercciones, uno de los más logrados ejercicios españoles de cine de terror, una película de culto cuyo legado crece con los años, y un testimonio de las posibilidades narrativas, temáticas y estilísticas de un cine español del que casi nadie se acuerda.