Lo que queda de mí, Tánger, 2015. expatriadaxcojones.blogspot.com
Me cuesta saber en qué día vivo. Lunes, martes, miércoles… Los días se suceden y las tardes se parecen con pasmosa similitud. Después de comer, leo un rato, me monto en el coche, recojo a los niños y los llevo al parque. Merienda. Patines. Pelota. De vuelta a casa, el baño, la cena y de colofón el cuento. Cuando, por fin, están los niños acostados, el Kalvo y yo no somos más que dos pedazos de carne inmóviles en el sofá.
Pero hay días en que un hecho extraordinario rompe la rutina establecida. Hoy no me puedo levantar. Y no es que el fin de semana lo pasara fatal precisamente. Ayer amaneció soleado como suele hacerlo en primavera. Por la mañana, trabajo en casa, como siempre. Por la tarde, después de comer, leo un rato, cojo el coche, recojo los niños del cole y los llevo al parque. Todo según lo previsto. Sacamos los patines, la merienda y la pelota. También, según lo establecido. Pasa el tiempo y toca recogernos. Nos vamos para casa. En esta ocasión, el Kalvo, está con nosotros y nos acompaña. Familia reunida jamás será vencida.
Al llegar, me meto en la cocina a preparar la cena mientas el padre se ocupa de sus vástagos. Les pone el pijama, se pelea para que se laven las manos y les inculca una pequeña responsabilidad que consiste en poner la mesa. Terremoto se hace el loco, la Peque es muy peque y al final, acaba haciéndolo él. Cuando salgo con los platos listos, Terremoto se niega a comer.
—Me duele la barriga.
Esta noche toca pescado y sé que no le gusta demasiado, así que no le hago mucho caso e insisto para que coma algo.
—Me duele la barriga —repite él —quiero dormir.
No tengo ganas de discutir. Hoy, no. Sé que no le pasará nada si un día no come y, quizás, sólo quizás, algo en mi subconsciente me dice que no está mintiendo. Así, que cedo.
—Estírate en el sofá —le digo —cuando termine de cenar nos vamos a la cama.
El niño, obediente, hace lo que le digo. Se levanta de la mesa. Arrastra sus delgadas piernecitas e intenta estirarse. No le da tiempo. Enseguida se levanta y de su boca sale tal cantidad de vómito que me parece imposible que un niño tan pequeño pueda almacenar esa mezcla de líquido y tropezones en su interior. Es como una fuente pero no de las bonitas. Aquí no hay luces ni agua que salga al ritmo de la música. Se parece más bien a una de esas escenas de película de serie B en las que una persona suelta lo inimaginable por ese pequeño orificio que tenemos en la cara y al que llaman boca.
Me ha quedado el sofá hecho una mierda. Igual que la alfombra. No hay más remedio que levantar el culo de la silla. La cena tendrá que esperar. La ropa del niño está hecha un asco, llena de tropezones pegados por todas partes. Reprimo como puedo mis ganas de potar, se la quito y voy a buscarle algo limpio para que se lo ponga. Después, empiezo con el sofá. El Kalvo ya se ha encargado de eliminar los restos sólidos con la aspiradora. Ahora yo restriego como puedo ese líquido amarillento y apestoso, al menos para intentar que quede el menor rastro. Saco las fundas de los cojines y las dejo en la cocina para lavar. El Kalvo se encarga de la alfombra, que pesa un huevo y parte del otro, y la transporta hecha un canuto a la terraza, donde mañana a la luz del día veremos si se puede salvar.
Terremoto insiste en tumbarse. Improviso una mini cama en la otra alfombra, la que ha podido huir del desastre. Le pongo unos cojines en la cabeza y le tapo el cuerpo con una manta. La cena está fría y a mí se me ha ido el hambre. Mejor, porque esto no ha terminado. La Peque, espectadora en la distancia, empieza a gritar.
—¡Caca, caca! —Sí. Caca. Ya la hemos limpiado —le digo pensando que la niña se refiere al desastre ocasionado por su hermano.
Pues no. Caca es caca. La suya. Pero no una caca sólida. Diarrea de la peor. Se ha manchado la ropa y, sentada en la sillita como estaba, la sustancia se le ha pegado al cuerpo como goma de mascar. Suspiro. De nada sirve quejarse. Es lo que hay.
La cojo en brazos pero evito acercármela al cuerpo. La llevo a su habitación en plan ni se te ocurra tocarme. En el vestidor, la tumbo y la desnudo. La limpio escrupulosamente y la vuelvo a vestir con ropa limpia. De nuevo, al comedor. Por raro que parezca he recuperado el apetito y aunque la cena esté congelada, necesito llevarme algo al estómago.
—Qué bonito es tener hijos —le digo al Kalvo mientras nos sentamos de nuevo a la mesa. —¡Precioso! —responde él.
En dos minutos comemosy vuelta al trabajo. Es hora de acostar a los niños. Hoy él se encarga de La Peque y yo de Terremoto, que como siempre, pide una historia.
—¿Cuál quieres? —le pregunto ya los dos tumbados en su cama, que tiene forma de coche de carreras y donde me siento como una sardina en lata. —La historia de cómo se crearon las estrellas —. Y al escucharlo me arrepiento de haberle puesto el firmamento entero a base de pegatinas adhesivas y fluorescentes en el techo de su habitación.
Empiezo mi relato con la explosión del Big Bang. De ahí paso a la creación de las células, la época de los dinosaurios, la evolución de la especie humana, el descubrimiento del fuego, la rueda, el cambio de la vida nómada a la sedentaria, la creación de los primeros pueblos, el trueque, la invención de la moneda, el comercio de la seda y las especias, la pólvora que vino de Asia y… aquí lo oigo respirar. Respirar de esa manera que ya conozco y sé que es síntoma inequívoco de que se ha quedado frito.
Salgo descalza de la habitación. De puntillas. Intentando hacer el menor ruido, vayaa ser que se despierte y tenga que volver a empezar. Me reúno con el Kalvo en el comedor, o lo que queda de él, desmantelado después de la gran vomitona. Decidimos tumbarnos en la alfombra e improvisar con los cojines una especie de respaldo donde poder apoyar nuestras cabezas, a esta hora más maltrechas de lo normal.
—Esto es como más íntimo ¿no crees? —le digo al estirarme a su lado.
Él me mira, levanta su ceja y no hace falta que diga nada más.
Vemos un poco la tele, hablamos de nuestras cosas y al rato, decidimos acostarnos. Ha sido una tarde intensa. Mañana cuando nos despertemos será peor. El Kalvo tendrá que ir corriendo al baño. La diarrea es galopante, me dirá a grito pelado sentado en la taza del váter. Y yo, en la cama, sin poder levantarme.. Un dolor de estómago me dejará paralizada. Retortijones y mal de cuerpo. Si pongo un pie fuera es simplemente porque no quiero hacérmelo encima.
—Qué bonito es tener hijos…. —¡Precioso!