Tenían como feudos en al-Ándalus las plazas de Málaga y Algeciras. Alí era el menor de los dos hermanos hammudíes, también el más ambicioso; soñaba con ocupar el trono de Córdoba. Por otra parte, como Suleymán no había sido reconocido por los eslavos ni le habían prestado juramento de fidelidad, el eslavo Jayran acariciaba en Almería idénticas intenciones que Alí. Y tramaron servirse el uno del otro para alcanzar sus designios: la conquista de la capital. Pese al súbito declive,
Córdoba era un exquisito bocado que apetecía a cualquier glotón. De modo que Jayran y Alí, como se buscaban, se encontraron y, como se necesitaban, se avinieron. Alí lo único que pretendía era coronarse, mientras Jayran procuraba convertirse en el nuevo " Almanzor " de un nuevo califa.
Los beréberes abandonaron entonces a Suleymán para unirse a los hammudíes. El califa resultó derrotado y ejecutado; tras su muerte, fue proclamado el primer califa no omeya de al-Ándalus en la persona de Alí ben Hammud, quien echó al olvido lo que debía a Jayran. No tardaría en percatarse de que en Córdoba era más arduo gobernar que vencer.
Mucho intrigaron los partidarios de la dinastía legítima para expulsar a los hammudíes, eligiendo a un candidato omeya de los que habíanse exiliado en Xãtiba: al-Murtadha. Este tenía numerosos partidarios en Córdoba, los amiríes y toda la nobleza. Alí no podía fiarse de nadie, bajo su mismo techo respiraban sus adversarios. Sus recelos condujeronle a humillar y detener a la aristocracia cordobesa, a imponer tributos extraordinarios a la ciudadanía para desarticular la conjura y a no respetar ni los tesoros de las mezquitas. Un día en que el ejército lo aguardaba para salir al encuentro de su rival, fue ahogado por sus esclavos en el baño. Había reinado un año y ocho meses.
Pero las esperanzas de los legitimistas volvieron a frustrarse: el candidato omeya murió envenenado por secuaces del eslavo Jayran cuando este se percató de que tampoco aquel omeya consentía un Almanzor. Ni siquiera llegó a pisar Córdoba, lo que hubiera supuesto nuevo conflicto para la muy castigada ciudad, que de nuevo hubiérase visto pretendida por dos califas, pues, tras el asesinato de Alí ben Hammud, su hermano Al-Qasim era entronizado por beréberes y hammudíes. Corría el año 1018 d.C.
Al-Qasim inició una política apaciguadora, manifestándose menos arbitrario y cruel que su hermano. Reconciliose con los eslavos, confirmando a Jayran en Almería. A la capital cordobesa volvió el sosiego al crearse una guardia negra que postergó a los aborrecidos beréberes. Pero su sobrino Yahyã, hijo del asesinado Alí, creíase con más derechos al trono que su tío y resolvió disputarle la capital. El califa -que aún lloraba a su hermano- desistió de enfrentársele y abandonó el trono voluntariamente.
Pronto los habitantes de Córdoba pudieron notar que, con la comitiva que llevaba a Al-Qasim, se alejaba la paz que durante aquellos tres años habíase enseñoreado de la ciudad. De nuevo los vecinos sufrieron los desmanes de los beréberes, que irrumpieron en las calles con inhumana crueldad. Al valerse Yahyã ben Hammud de los berberiscos, ganose para siempre la aversión de los cordobeses, que veían en él la entronización berberisca en el corazón de al-Ándalus.
Procurando hacerse perdonar por los moradores de la ciudad, eligió visires entre sus poetas y eruditos, lo que disgustó a los beréberes, que veían cómo les vedaban los cargos prometidos. Por ello, los mismos que lo habían nombrado lo derrocaran el 7 de febrero de 1023; había reinado año y medio. Abandonada la capital a su suerte, Yahyã refugiose en su feudo de Málaga.
Días más tarde entraba de nuevo Al-Qasim ben Hammud en la capital de al-Ándalus, siendo coronado por segunda vez. Esta nueva etapa de Al-Qasim en nada se asemejó a la primera. Enemistose definitivamente con los beréberes porque habían apoyado a su sobrino; persiguió a los poetas y doctos que asumieron los cargos con que Yahyã en su día pretendió ganárselos. Comenzó a sentirse solo y únicamente podía confiar en su guardia negra. Los escritores y sabios acosados buscaron el respaldo de la familia real Omeya y del pueblo, que al fin veía llegada la ocasión de librarse a un tiempo de beréberes y hammudíes; los tres estamentos entraron en secretas inteligencias para expulsar a Al-Qasim y entronizar a un miembro de la dinastía legítima. Cuando estas nuevas llegaron a oídos del califa, indagó por todos medios el nombre del pretendiente, mas, como el candidato aún no estuviera decidido, ordenó prender a cuanto príncipe omeya se encontrara. Horas después, quienes no estaban encarcelados habían partido al destierro. Entre ellos, los príncipes Mohamed -padre de la poetisa Wallãda - y Abd al-Rahmãn, hermano menor del difunto califa al-Mahdi, que acogiose a Xãtiba con su amigo el polígrafo ben Hazm.
El pueblo alzose dispuesto a vencer a hammudíes y beréberes y a expulsar al califa usurpador. Trabáronse en calles y plazas sangrientas escaramuzas. Los vecinos lograron la retirada de los beréberes y trataron de forzar la salida de Al-Qasim, acometiendo con furor las desmandadas turbas contra el Alcázar. Corrió la voz de que el califa habíase servido de los pasadizos para escapar y que se encaminaba ya hacia Sevilla. Pero los levantiscos ciudadanos no estaban dispuestos a creerlo sin antes comprobarlo; arrollaron a los guardianes, escalaron muros y torres, y corrieron luego por pasillos y jardines palaciegos arrasando y arrebatando la vida a cuanto se movía.
Las mujeres del harén fueron violadas y masacradas con brutal inclemencia. Entretanto, Al-Qasim dirigió sus pasos hacia Sevilla, tan hospitalaria en otras ocasiones, pero sus autoridades no se hallaban ya dispuestas a acogerlo, por lo que el qadí ben Abbad, presidente del Concejo Municipal, mandó cerrarle las puertas y declaró a Sevilla república independiente. El desmembramiento de al-Ándalus proseguía su curso. Poco antes, los eslavos habíanse emancipado en las taífas levantinas y una dinastía independiente se instauraba en Badajoz. Era tanta la división y el desconcierto entre los muslimes que al-Ándalus no era sino lastimosa memoria de lo que fue[1].
Expulsado al-Qasim, tornaban desde su exilio a la capital califal los partidarios omeyas desterrados: los príncipes Abd al-Rahmãn y Mohamed, otros nobles, escritores y sabios. Decíase que Mohamed había regresado del destierro acompañado del eslavo Jayran, y circularon hablillas por Córdoba que decían que, al fin, el eslavo había hallado al omeya que con tanto afán buscaba. Era el turno de la dinastía legítima; parecía razonable que fuera coronado un príncipe de dicha familia que hubiera tomado parte en la conjura. Se propuso una terna al Consejo de Estado para que, de ella, fuera elegido un nuevo califa en la Mezquita con los votos de otros estamentos: alfaquíes, jurisconsultos y pueblo. Abd al-Rahmãn, hermano menor del califa al-Mahdi, fue uno de los elegidos, pero no así Mohamed, para su estupefacción.
Cuando le fue notificado a Abd al-Rahmãn que había sido escogido como componente de la terna, su primer impulso fue excusarse, porque recelaba del inconstante pueblo y de las intenciones de los principales. Fue su íntimo amigo y consejero ben Hazm quien, dándolo ya por califa, se dirigió a él con solemnidad:
- Remedia los males e injusticias de tus reinos, porque Alá te pedirá cuentas de todos tus pueblos.
Su responsabilidad y el haber sido alma de la conspiración que había propiciado aquel cambio no le permitieron negarse. Abd al-Rahmãn gozaba de la simpatía popular; su juventud, su talento poético _sus versos eran recitados de memoria por los cordobeses_ y su amistad con sabios y eruditos habíanle granjeado admiración y afecto entre sus conciudadanos, que aplaudieron su inclusión en la terna. Pero, debido a su inexperiencia, consejeros y nobleza creían que no resultaría elegido. Mientras, Mohamed sentíase desairado por aquel revés de su fortuna que tan injustamente lo había preterido. Recociendo en su pecho la contrariedad, disimuló su resentimiento.
Convocaron los visires a nobles, religiosos, representantes del Ejército y pueblo. El día señalado, a la hora indicada, la Mezquita Mayor hallábase llena a rebosar. Dos de los candidatos llegaron antes y fueron conducidos a un lugar preferente del estrado. Poco más tarde entraba Abd al-Rahmãn, flanqueado por los poetas ben Hazm y ben Šuhayd, escoltado por incontables amiríes, tropel de soldados y muchedumbre popular. Apenas puso pie en el umbral, la multitud que lo seguía lanzó al aire su entusiasmo en vítores y loas. Los fieles que abarrotaban la mezquita uniéronse a las aclamaciones, proclamándole califa aun antes de llegar al estrado, al grito de:
- ¡Abd al-Rahmãn V! ¡Larga vida a Abd al-Rahmãn V!
Los visires, Príncipes de la Sangre, notables y los otros dos candidatos no disimulaban su estupor. Pero, cuando el elegido pudo llegar al estrado, todos acudieron a besar su mano, incluidos los otros aspirantes. Tras ser jurado como califa por todos los presentes, nombró a su amigo y colega Abũ Muhammad ben Hazm haŷĩb (primer ministro) del reino e hizo también visir al poeta ben Šuhayd. Con su coronación todos en Córdoba parecieron quedar complacidos; todos, menos su primo Mohamed.
Cegado por el despecho, aunque nadie veía razones para proseguir en tramas y urdimbres de conjura, Mohamed alentaba sus propias maquinaciones, resuelto a no aceptar los hechos como concluyentes. El eslavo Jayran y otros secuaces le hablaron con mucha astucia y adulación. Espoleada su ambición por aquel traidor, y resentido al sentirse relegado, en un año había llegado a ser tarea ardua reconocer en él al hombre que fue; se desinteresó de todo y se olvidó de Wallãda, su antes amada hija.
Las intrigas de Mohamed contra Abd al-Rahmãn dieron sus frutos. Pese a su juventud y la de sus ministros, pese a que muchos creyeran que trasladarían a la política la frivolidad que achacaban a los poetas, sorprendieron no obstante con un gobierno serio y capaz. Pero el califa viose obligado a tener que avenirse de nuevo con los beréberes, pues el Alcázar y la ciudad estaban faltos de fuerzas defensoras y, desde su proclamación, el joven soberano vivía rodeado de asechanzas, hallando en su camino mil trabas para gobernar, al tiempo que veía cerrarse en torno a él un círculo de traiciones.
El eslavo Jayran había sabido mantenerse en la sombra en su apoyo al manejable Mohamed, para no despertar recelos antes de tiempo. Sagazmente, aguardó a que el negocio alcanzara la madurez necesaria. La elección de Abd al-Rahmãn V solo había venido a retrasar sus planes. Cuando se alzó el clamor de la insurrección en Córdoba, Abd al-Rahmãn ordenó a sus visires y consejeros que se pusieran a salvo. Apenas sus más leales habían desaparecido por pasadizos subterráneos cuando las hordas secuaces de Mohamed irrumpían en el Alcázar. Mientras los cordobeses ojeaban a los beréberes como si de piezas de caza se trataran, Mohamed, Jayran y sus partidarios buscaban a Abd al-Rahmãn por las estancias palaciegas. Un eunuco los guió hasta el hammam donde aseguraba haber visto entrar al califa. Cruzaron las salas de baños sin hallarlo. Registraron todas las dependencias y, finalmente, fue sacado a empujones del cuarto de estufas, donde habíase ocultado al oír el tropel que se avecinaba.
Recorrió el soberano varias salas al impulso de las estocadas con que Jayran y Mohamed íbanle acosando; pero no eran simples amagos, pues todas ellas tocaban cuerpo y veíasele empapado en sangre. Cuando llegó al borde de uno de los estanques, como no pudiera retroceder más, Jayran cedió a Mohamed el supuesto honor de culminar tan abominable desmán. El califa fue atravesado vilmente y repetidas veces por su primo, hasta que, ya cadáver, cayó dentro del baño caliente. Allí mismo, con la espada ensangrentada aún empuñada, fue jurado como soberano el asesino mientras a su espalda las aguas adquirían intenso color rojo.
Con solo veintitrés años murió el califa Abd al-Rahmãn V, aquél de quien el historiador ben Hayyãn llegó a decir que había sido uno de los más exquisitos poetas en lengua árabe y el príncipe más noble de su familia. Tan solo siete semanas había durado su reinado.
Una gélida mañana de Enero, el infame mandó prender a los visires de su predecesor; el escritor ben Hazm dio una vez más con sus huesos en la cárcel, mientras que ben Šuhayd, avisado a tiempo, logró huir a Málaga, alentándole la esperanza de obtener el apoyo de Yahyã ben Hammud para combatir la anarquía reinante en Córdoba. El nuevo califa, que entendía más de juegos, vicios y placeres que de graves negocios de gobierno, nombró visires y consejeros a sus colegas de francachelas y depravaciones; pero olvidose de Jayran, que tanto esperaba, lo que supuso enorme desaire para el eslavo, quien viose forzado a regresar a su feudo de Almería con las manos vacías y rumiando venganzas. El nuevo gobierno pretendía ridiculizar a la Corte anterior, integrada por tantos poetas y eruditos. Para castigar a aquel mundo de la Cultura que, según Mohamed creía, habíalo menospreciado, llevó su desatino hasta prohibir las actuaciones públicas de artistas y las veladas literarias. Fue su propia hija, Wallãda, quien encabezó a los perseguidos intelectuales y los convocó en su salón, desafiando abiertamente a su padre.
El gobierno del califa Mohamed III fue enloquecido y arbitrario. Daba cargos y encomiendas sin atender al mérito del solicitante, sino a su capricho o a las dádivas que le ofrecían. De ahí resultaron injusticias, vejaciones y general descontento. Los poderosos alcanzaban con sus tesoros cuanto deseaban, hasta la impunidad de sus delitos. Permanecía un alcaide o un qadí en su cargo mientras no se presentara otro pretendiente dispuesto a pagar más por la tenencia. Parecía no quedar jueces en Córdoba, sino mercenarios codiciosos y mercaderes avaros de fortuna, gente toda arbitraria y venal. Pronto, incluso los partidos antes enfrentados uniéronse contra el inicuo califa; hasta los mismos que poco antes lo sentaran de modo improcedente en el trono estaban ya impacientes por derribarlo de él. En Mayo de 1025, enviáronse desde Córdoba cartas apremiantes a Yahyã ben Hammud pidiéndole que viniese con la mayor premura a tomar las riendas de aquel reino desconcertado y sin cabeza que lo rigiese como convenía.
Estando tan extendidas las maquinaciones y tantos partidos involucrados, no tardó en llegar a oídos de Wallãda el peligro que se cernía sobre la vida del califa. Pese a que la hija abominaba de la mala política de su padre y estaba asqueada de ver que no se saciaba su inhumana sed de sangre, creyose en el deber de avisarle sobre lo que contra él se urdía, instándole a abandonar la capital para salvar la vida. Cuando Mohamed tuvo los datos precisos sobre la conspiración, mandó apresar a cuantos despertaban sus sospechas, entre ellos muchos de sus familiares, algunos de los cuales aparecieron luego estrangulados en sus celdas. El pueblo ardía en cólera y aborrecimiento.
Entonces se supo que el hammudí Yahyã se acercaba a la capital con un gran ejército. El pueblo cordobés resolvió facilitarle las cosas y actuó como quinta columna, alzándose en un violento motín. Viéndolo ya todo perdido, Mohamed corrió al harem, vistiose con las ropas y cubriose con el velo de una de las músicas, saliendo luego del Alcázar entre las danzarinas y cantoras. De tal guisa abandonó la ciudad rumbo a las provincias del norte, mientras pueblo y alfaquíes declarábanle injusto detentor del trono.
Halló refugio en la fortaleza de Uclés, pero, como fuera un invitado asaz molesto y comprometedor, alguien le cocinó una espléndida gallina, sazonada con hierbas de la tierra, que, servida por mano de uno de sus oficiales, acabó con su vida entre grandes dolores, vómitos y convulsiones. Así entró en la justicia de Alá.
Yahyã ben Hammud, antes tan deseoso de sentarse en el trono de Córdoba, no mostraba ahora urgencia alguna por ocuparlo. Recelaba de los que proponían su candidatura, de sus presuntos aliados, de la veleidad popular, recelaba de todos. Seis meses estuvo al-Ándalus sin califa y nadie parecía echarlo de menos. El Consejo había tomado las riendas en sus manos e iba saliendo del paso como Alá le daba a entender. Pero esta situación no podía alargarse ilimitadamente y habrían de ponerle remedio.
Nadie parecía tener muy claro qué era lo que convenía después de tantos intentos fallidos. El régimen aún en vigor, el califato, era patente ya que se desmoronaba, pero todavía no habían hallado solución provechosa que lo reemplazara. Arduo resultó, por tanto, convencer a Yahyã, que partió hacia la capital califal, dejó en ella como visir de su confianza a un familiar y a buena parte de su ejército _con gran componente berberisco_. Luego, volviose a Málaga para tratar de gobernar desde allí.
Envió cartas a los walíes de las provincias para que vinieran a prestarle juramento, pero los más alejados se excusaron, aduciendo los más peregrinos pretextos, y el de Sevilla, el qadí ben Abbad, contestó abiertamente que no reconocía en el hammudí a su califa, que no era sino un advenedizo perteneciente a un bando que él despreciaba. Aquel gobierno de califa ausente no satisfacía a nadie; en Córdoba era manifiesto el malestar que causaba el desinterés de Yahyã, que no les ahorraba, sin embargo, el tener que soportar la arrogancia y las afrentas berberiscas. En el otoño de 1026 los cordobeses ya no podían sufrir por más tiempo las violencias de los beréberes; mientras más soportaban aquellos, más crecía la arrogancia y malquerencia de estos. Volvió a oírse hablar de maquinaciones para arrojar del poder a los hammudíes, y amanecía cada mañana con cadáveres de guardias y soldados africanos en distintos puntos de la capital o flotando en el río. Grupos de conjurados reuníanse en distintos escondrijos, pues de nuevo trataban de restablecer la dinastía Omeya. Toda la ciudad era una pura intriga; volvían a vivirse situaciones que se creían superadas y de nuevo media Córdoba espiaba a la otra media.
En el año 1027, aunque con infinito escepticismo y escasas esperanzas, el Consejo de Estado y la nobleza volvieron sus ojos una vez más hacia la antigua dinastía que habíales aportado siglos de prosperidad y esplendor. Decidiéronse por un bisnieto de Abd al-Rahmãn III. Era el nuevo soberano un débil anciano que prefirió permanecer alejado de Córdoba. Tanto se demoraba en acudir que pareciera que no sabía bien cómo enfrentarse a los cordobeses; tal vez recelara que allí su vida pudiera peligrar como las de sus antecesores. Entretanto, en Málaga, Yahyã porfiaba en seguir denominándose Califa, además de Emir de los Creyentes. Acababa de nacer la taífa de Málaga, pero nadie en al-Ándalus volvió a reconocer su autoridad. No entró en Córdoba Hixem III hasta pasados dos años y medio, en diciembre de 1029. Aquel príncipe débil, indeciso y holgazán no estaba dotado para tan altas miras; hasta los discursos había de decirlos un visir en su nombre, pues solo alcanzaba a balbucir unas cuantas y confusas palabras.
Pronto los alfaquíes y otros religiosos comenzaron a murmurar y a sembrar cizaña, acusando a su gobierno de recurrir a métodos deshonestos para hacer crecer el Tesoro público. El descontento respirábase de nuevo en las calles. La decepción se palpaba también en el salón de Wallãda, no en vano allí latía el pulso de la ciudad y de la Corte; entre sus asistentes, eran los miembros de la nobleza que habían entronizado a su pariente Hixem III los más críticos con la actual política.
El poeta ben Zaydũn, el presidente del Consejo de Estado, ben al-Yahwar, el historiador ben Hayyãn y otros altos funcionarios presidían las conjuras. Coincidían en que la descomposición del Califato acarrearía la desintegración de al-Ándalus y era lo que trataban de remediar, pues no querían acometer empresa tan osada para acabar creando una taífa más: la de Córdoba. Trataban, además, de mantener a los alfaquíes al margen de la política; apremiaba que estos cesasen en sus intrigas y renunciaran a elegir y derrocar califas como venían haciéndolo, pues ellos arruinaron el mandato del único entre los últimos califas que pudo ser remedio para los males de al-Ándalus: el príncipe poeta, Abd al-Rahmãn V. Muchos eran los resueltos a destronar a Hixem III, pero reemplazar a un califa por una oligarquía, nadie, salvo aquellos conjurados, lo había considerado.
Las intrigas iban estrechando el cerco en torno al soberano hasta que las distintas conjuras confluyeron _la de la aristocracia, la de alfaquíes y pueblo, y la del Consejo de Estado, visires y notables_. Los soldados, a quienes se les habían retenido las pagas, uniéronse a los conjurados, y un desapacible día 30 de noviembre de 1031, asesinaron a los visires y pasearon sus cabezas por la ciudad. El califa logró huir de Córdoba y encontró amparo en la taífa de Zaragoza, gobernada por los Beni-Hud. Cinco años después, el último soberano omeya de al-Ándalus moriría en la ciudad de Lérida, olvidado de todos. En diecisiete años habían reinado diez diferentes califas, y algunos de ellos habían gozado de una segunda oportunidad.
El Consejo de Estado (Mexwãr) y los notables domeñaron el motín popular y apaciguaron a la nobleza. Cuando llegó la hora de constituir nuevo gobierno, todos pensaron en el Presidente del Mexwãr, ben al-Yahwar, de larga experiencia y méritos probados. Este nombró visir, entre otros, al poeta ben Zaydũn, y fue designado como secretario del nuevo gobierno el historiador ben Hayyãn.
Estos sucesos suponían la caída definitiva del Califato, pero no pudieron evitar lo que tanto procuraron: frenar la fragmentación de al-Ándalus. Surgía así la taífa de Córdoba, una más entre las que con anterioridad se habían ido creando. La disgregación habíase consumado
Última actualización de los productos de Amazon en este artículo el 2022-01-13 / Los precios y la disponibilidad pueden ser distintos a los publicados.