“Escribir sobre música es como bailar sobre arquitectura”. Nunca como hasta ahora había sido consciente del profundo significado de esta frase, popularmente atribuida a Frank Zappa, aunque tampoco faltan quienes afirman que la autoría corresponde a Lou Reed. Lo dijera quien lo dijera, ahí va una exclusiva: no creo que todo el mundo pueda presumir (por decir algo) de llegar a los 39 años y haber hecho las dos cosas. Quiero decir LITERALMENTE.
ESCRIBIR SOBRE MÚSICA: A ver, esto está más o menos claro. Mejor o peor, pero desde que en noviembre de 2012 me picara el tábano del aburrimiento, un servidor se dedica a dar salida por aquí a su incontinencia verbal, con textos mayoritariamente centrados en la cuestión musical. Los que me van conociendo ya me lo han oído decir alguna vez: lo que me mueve es la más pura necesidad de irme a la cama con la sensación de haber dedicado (al menos, una parte del día) a lo que más me apasiona, al tiempo que encuentro una forma de compartir esas cosas que tanto aprecio con a) la gente que más aprecio y b) la gente que debería apreciar más, simplemente por el desinteresado modo con que se prestan a apreciar aquellas. No se entiende muy bien, ya lo sé: ni yo mismo sé a veces si me entiendo. Sólo sé que mientras me siga pareciendo divertido, el ratito que dedico a escribir sobre canciones fantásticas es un tiempo que considero bien empleado.
Vamos ahora con la segunda parte, BAILAR SOBRE ARQUITECTURA: Bien, aquí viene… ejem, la cuestión más complicada. Está claro que a lo que Zappa se refería con su celebrada sentencia era a la dificultad de expresar en un soporte (el textual) el torrente de emociones, sensaciones y experiencias que se transmiten en un medio bien distinto (el sonoro). Sin embargo, quién sino yo tenía que ir un poco más allá de esta evidencia, y tratar de demostrar em-pí-ri-ca-men-te las dificultades de hacerlo, en un momento y lugar que ahora me parecen profundamente equivocados…
Os pongo en antecedentes: Sábado, 25 de abril de 2015, Escuela de Arquitectura de la Universidad de Navarra. Aquella (ahora me parece lejanísima, pero no lo suficiente) fue la fecha elegida por la dirección de la E.T.S.A.U.N. para conmemorar los 50 años de un centro de estudios que, todo hay que decirlo, puede sacar pecho por lo logrado en estos cinco décadas de trayectoria. No voy a entrar en detalles, pero como muy bien decían en el acto académico que precedía a la celebración (apuntad esta palabra: es una primera pista), la escuela puede estar orgullosa de la huella arquitectónica impresa sobre la ciudad que la acoge, en la misma medida que puede hacerlo respecto a la valía de los profesionales allí formados. El caso es que el programa de actos incluía también una cena, que presumíamos formal, en el (por nosotros, bien conocido) marco de los mismos talleres donde tantas horas pasamos en nuestros años universitarios. La idea en sí, no era mala en absoluto: convertir el escenario de tanto esfuerzo, desvelos, confesiones, desengaños, descubrimientos y críticas, en el mismo lugar donde celebrar que todo aquello sirvió (más o menos) para algo. Y la realización de esta idea, impecable: no queda otra que felicitar a la organización de un evento que no reparó en detalles con los asistentes, y nos dio ocasión de reencontrarnos con viejos amigos mientras disfrutábamos de mil recuerdos compartidos, y llenábamos el estómago de canapés. Y pasteles. Y vino (Bastante. Mucho, en realidad… Demasiado, visto lo visto). Y una barra libre al final, cortita (recuérdese que se trataba de un acto académico: tampoco era plan de que la Universidad de Navarra propiciara una cogorza), pero que fue intensamente visitada por las 700-800 personas que abarrotábamos el edificio.
Y ahora viene cuando el Sr. Helvetica, en un exceso de entusiasmo, decidió que uno podía hacer las mismas tontadas cuando se encuentra rodeado de antiguos compañeros y profesores de carrera, a los que hace tiempo que no ve, que cuando está con sus amigos en petit comité. ¿Qué podría decir, en mi defensa? Podría excusarme alegando que el ambiente general era extraordinario, que las risas crepitaban en el aire con el chasquido alegre de unos sarmientos prendiendo en el fuego, que mirase donde mirase uno podía encontrar el mismo brillo de entusiasmo, tililando en los ojos de los asistentes… Incluso resultaba evidente que la agradable música de fondo que nos había acompañado durante la cena, había dado paso a ritmos más rápidos, más audibles, más… ¿bailables? Que me aspen: si aquella subida de decibelios no fue una sutil invitación al despiporre, que venga Dios y lo vea.
¿Qué horas serían, las dos de la mañana? No soy capaz de precisar el momento exacto, pero sí que recuerdo perfectamente el alucinante paisaje de los talleres, arrasados por un tsunami de felicidad disparada en todas direcciones. Arquitectos de renombre (sí: ÉSE) haciendo la conga; manos que hacía años no habían vacilado en descargar un furioso -y merecido- suspenso sobre nuestros primeros proyectos, entregadas ahora a una torpe ejecución del bailecito del “Saturday Night” de Whigfield… Hasta Barricada había sonado, Jesús. Barricada, en la UNAV: “En Blanco Y Negro” atronando desde unos altavoces (supongo que al día siguiente alguien rociaría aquellas aulas con agua bendita, si es que no procedía un exorcismo), para el jolgorio general. Ciertamente, se respiraba en el aire un ambiente que tenía tanto de celebración de una profesión en horas bajas, pero orgullosa de su labor, como de saludable profanación (un pelín hooligan) de los años tremendamente exigentes que nos habían reunido allí.
Y entonces, les ví: personas bailando, subidas encima de las mesas. Gente muy contenta, feliz, todos buena gente, sobre aquellas mesas blancas a las que en su momento fijamos tantos planos con cello, chinchetas, sudor y lágrimas. Y en aquel instante de euforia, tan ridículamente ajeno al espacio docente (el momento exacto en el que al DJ se le fue la mano y empezó a pinchar un chunda-chunda pasadísimo de rosca); aquel instante exacto de la historia del universo, llegado a mí a través de los siglos, aquel segundo insignificante para el que, pensadlo bien, fueron necesarias la invención de la rueda, las cometas de Benjamin Franklin y la declaración de los Derechos Humanos… tuve una intuición, luminosa como un relámpago. De una claridad insoportable. Os lo puedo jurar: en aquel momento, bailar-como-sólo-yo-puedo-hacerlo, sobre las mesas de Arquitectura, me pareció una buenísima idea.
Ha pasado casi una semana y cada vez que veo esas imágenes siento auténtico bochorno. Claro, en aquel momento era difícil prestar atención a detalles tan nimios, pero tal vez si lo hubiera estado un poco más atento, ahora no estaría sufriendo en mis carnes el duro azote del escarnio público. ¿Quién va a fijarse en unos móviles levantados en el aire, cuando el espíritu de un go-gó de discoteca ibicenca te ha poseído, y te has entregado al frenesí de la disco-histeria? Por el amor de Dios, antes una cámara de vídeo era una cámara de vídeo, y al verla, uno podía al menos tomar una decisión al respecto de si deseaba o no, ser grabado ejecutando sobre una mesa aquella extraña mezcla de homenaje al bakala, voguing marica, y posesión infernal. Hoy en día, con esto de los smartphones (¿no deberían exigir una licencia para tener uno de esos, como se hace con las armas?), prácticamente todo el mundo tiene la oportunidad de esculpir sobre el frontispicio de la posteridad, para el disfrute colectivo, los episodios más vergonzantes de tu historia. Que es exactamente lo que ha pasado.
Que quede claro: del bailecito en sí, no puedo arrepentirme. A estas alturas de la vida, me resulta bastante evidente que mis aptitudes para hacer el idiota crecen con el tiempo, de forma inversamente proporcional a mi capacidad para la discrección. Es un poco tarde para lamentar la ausencia de la Diosa Prudencia, y pedir a mi popularísima mujer que hubiera estado ahí en ese momento (desatendiendo unas obligaciones sociales que me dejan a la altura de Simon El Estilita: la altura exacta de aquella mesa, debería añadir), para impedir que montara el espectáculo, hubiera sido demasiado. Lo que realmente lamento es el registro de esa actuación mía tan mongola, el espanto helado que siento cada vez que la campanita del whatsapp anuncia la llegada del comentario gozoso de alguien a quien, Dios sabe de qué manera, otro alguien le ha mandado EL VÍDEO, que se propaga con velocidad viral. Sonrisas cómplices al cruzarte con tus conocidos, chufla en el patio del colegio de tus hijos, cuando alguien te saluda con un “hombreeee… pero si está aquí la estrella mediática”. Escarnio, bochorno, sofoco: ¿quién necesita el garrote vil o la picota, cuando podemos purgar por nuestros pecados a golpe de trending topic?.
Me lo merezco, no digo que no. Y afortunadamente, lo de ser casi-viral sólo durará unos días. Aparecerá algún pobre infeliz, sorprendido haciendo no-se-qué, y las chanzas a su costa me devolverán a mi habitat natural, aquel en el que puedo hacer el monguer sin tener que lamentarlo después. Pero, lo de bailar, ah, eso sí que me va a costar un poco más… Como muy bien cantaban los Scissor Sisters en su macro-hit de 2006, ahora mismo, y hasta que me sacuda de encima esa sensación de cachondeo a mi costa, no tengo ganas de bailar. Lo siento. Me he equivocado. No volverá a ocurrir. No, sir, no dancin’ today.
Publicado en: Greatest HitsEtiquetado: 2006, Disco, Polydor, Scissor Sisters, Ta-DahEnlace permanenteDeja un comentario