Termino de leer «La Verdad Sobre El Caso Harry Quebert», un bestseller del escritor suizo Joël Dicker que le convirtió en toda una estrella literaria en 2013, y lo único que deseo es asestarle un puñetazo, con todas mis fuerzas. Su escrito (un auténtico tocho de casi 700 páginas) ha abusado de mi manifiesta incapacidad para abandonar un libro a medias y convirtió su lectura en una constante huida hacia adelante: a la altura de la página 100 ya sabía que el enrevesado relato de la investigación del asesinato de la joven Nola era un auténtico bodrio, una mala digestión regurgitada de «Twin Peaks» y la primera página (no creo que el autor haya leído más, sino le hubiera dado vergüenza seguir escribiendo) del «Lolita» de Nabokov, al que le importa un bledo la inteligencia o la sensibilidad de su lector. No llega a ser tan malo como «La Novia Gitana» (en mi top 1 de Los Peores Libros Que He Leído En Mi Vida) de -el entrecomillado es necesario- «Carmen Mola», pero la cosa no pasa de ser una sucesión vertiginosa de diálogos (el 90% del texto) entre el protagonista, un escritor en crisis metido a detective, y gente que guarda un terrible secreto durante más de treinta años pero lo larga en cuanto el mencionado escritor les invita a un café, para desembocar en un final tan preocupado por ser original que resulta hasta chapucero.
Sí, ya lo sé, la culpa es mía: por qué seguir leyendo cuando hay tantos buenos libros por leer, y la vida es tan corta, y ya tengo una edad, pero es que no puedo dejar un libro a medias, en serio, no puedo… Solo recuerdo haber abandonado una lectura en mi vida, y fue el ensayo filosófico «Esferas» de Peter Sloterdijk, que me mandó a la lona por K.O. en el primer round. Así que apreté los dientes, maldije a Dicker, pero seguí leyendo, seguí leyendo… seguí leyendo con el único deseo de que las páginas volaran y todas esas ridiculeces sobre meter gaviotas en los textos para hacerlos buenos terminaran pronto, de comprobar la flotabilidad de un libro tan grueso en una piscina llena de guano de gaviota, y de que todos esos personajes casi caricaturescos (la niña de quince años que baila en la playa bajo la lluvia pero ¡ajáaa! no es tan inocente como parecía; el escritor que aprendió de su maestro que escribir es como boxear; el millonario que vive en una casa apartada ¡cómo pudo olvidarse Dicker de sentarlo en una silla de ruedas, con lo propio que hubiera sido! y esconde un terrible secreto; y el policía enamorado que en unas páginas es idiota y en otras es de lo más espabilado, según convenga a la historia) desaparecieran de una vez de mi vida y algún buen libro venga pronto a borrar el recuerdo de este ladrillo infumable que jamás, jamás, debería de haber salido de su hábitat natural: el Duty Free de un aeropuerto internacional, junto a muestras de colonia carísima y un Toblerone gigante.
Nota: a mitad del libro, descubrí que alguien perpetró una miniserie basada en el libro, protagonizada por Patrick Dempsey. Touché.
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