Revista Cultura y Ocio

Ian McEwan y ‘El señor de las moscas’

Publicado el 11 marzo 2014 por Joaquín Armada @Hipoenlacuerda

El señor de las moscas ilustrado por Jorge González 4Su éxito comienza en el enigma de su título, pero como otros grandes clásicos El señor de las moscas’ tuvo primero un nombre equivocado. ‘Strangers from Within’, el título original,  contaba lo que William Golding quería narrar sin invitar a la aventura o al misterio. Ni rastro de la oscuridad que emana de ese ser al que temes y deseas encontrar desde la primera línea. Cuenta la leyenda que la novela fue rechazada veinte veces hasta que encontró por fin su título auténtico. Gracias a él, uno de los mejores, sabemos que el paraíso en el que sucede la acción, una isla con playas de aguas cristalinas y selva esmeralda, es el escenario de un drama infernal.

No hay adultos, todos han muerto en un accidente de avión. Pero a los chicos supervivientes, a la mayoría de ellos al menos, la desaparición de los mayores no les preocupa demasiado. Su ausencia les ha regalado una libertad tan soñada como inesperada. Se acabaron los horarios estrictos para comer y dormir, las clases, los deberes, las demasiadas normas que cumplir. De golpe, se han desplomado los muros del internado, aunque la isla sea una cárcel sin barrotes. Un escritor del XIX, el siglo del progreso, habría escrito una fábula feliz con los pequeños robinsones, pero Golding, marinero en Normandía, maestro en la pobre posguerra inglesa, conoce demasiado bien a estos niños que rozan la adolescencia… y a los hombres que pueden llegar a ser.

Es lo que escribe Ian McEwan en el texto que acompaña la hermosa edición con la que Libros del Zorro Rojo celebra el sesenta aniversario de ‘El señor de las moscas’. Cuando la leyó por primera vez, McEwan tenía la misma edad que Ralph, Piggy y Jack, los tres grandes protagonistas de la novela. Como ellos, era un niño (de) internado, así que podía entender y sentir su miedo, su confusión, su fascinación por la violencia, su odio arbitrario, su crueldad con el diferente… Sabía, como contaría muchos años después en El jardín de cemento’, que la desaparición de los adultos llevaría al caos.

Del relato de la primera lectura de Ian McEwan de la novela de Golding he robado un puñado de líneas, ilustradas por las imágenes que Jorge González ha creado para ella. Sólo tienen un fin: despertar en ti el deseo de leer y tener esta gran edición.

El señor de las moscas ilustrado por Jorge González 3
CUADERNO DE ROBOS (XII)

Leí El señor de las moscas’ en el internado cuando tenía trece años, en una edición especialmente reforzada – sin ironía ni, probablemente, demasiado éxito – contra el salvajismo cotidiano de los colegiales (…) Era el tipo de libro que crujía la primera vez que se abría, y la cola de la encuadernación desprendía un olor ligeramente fecal, que pronto asociamos a chicos atiborrados de frutas tropicales a los que les había entrado un apretón en la playa. El texto era sorprendentemente claro, en armonía con las aguas límpidas de la laguna. Algo me habría llegado de la fama de la novela porque ya sabía que era un libro escrito por un adulto para que otros adultos le prestaran toda la atención.

En esa época ardía en deseos de entrar en el mundo de los libros de verdad. Empecé la primera página con avidez y leí demasiado rápido porque me quedó la idea de un chico con una cicatriz enorme y un pájaro capaz de hablar. Empecé de nuevo, esta vez más despacio, y me inicié, aunque entonces no podía saberlo, en el proceso mediante el cual los escritores le enseñan a uno a leer. No todas las cicatrices las llevan las personas, esa estaba en el entramado de la jungla. Y el chillido de un ave podía encontrar eco en el chillido de un niño, y por lo tanto parecerse a él.

El señor de las moscas ilustrado por Jorge González
Dos descubrimientos relacionados me proporcionaron un placer inmediato. El primero fue que, en un libro de adultos como éste, los adultos y todas sus preocupaciones grises e impenetrables no eran importantes. Me encontraba con las situaciones que poblaban mi imaginación y mis lecturas infantiles preferidas. Durante años había fantaseado con que, oportunamente y de manera indolora (no quería en absoluto que sufrieran), los adultos se esfumaban (…) Lo que era tan atractivamente subversivo y verosímil de Golding era la premisa de que en un mundo dominado por niños las cosas iban mala, de una manera horrible pero interesante. Y es que – y ese era el segundo descubrimiento – conocía a esos chicos. Sabía de lo que eran capaces. Había visto cómo lo hacíamos. Para mí, la isla de Golding era un internado apenas oculto.

Como coetáneo de Ralph, Piggy y Jack, me sentía muy próximo a sus problemas, el más urgente de los cuales parecía – ya que yo no quería que rescataran a los muchachos – la dificultad de discutir algo en grupo y llegar a conclusiones útiles (…) A los doce o trece años, con un poco de intimidad y necesidad, uno podía trazar una línea de pensamiento a solas, llegar a algún tipo de vaga conclusión. Hacerlo con un grupo de amigos era prácticamente imposible (…) No podíamos organizar nada nosotros solos. Los pensamientos que uno tenía se esfumaban. Golding lo sabía todo sobre nosotros. En ‘El señor de las moscas’ se me mostraban el desorden y las limitaciones de mi pequeña sociedad. Por primera vez en mi vida leía un libro que no dependía de personajes antipáticos o de villanos como fuente de tensión o maldad (…) A todas luces, no estábamos a la altura. No conseguíamos pensar con claridad, y en grupos suficientemente grandes éramos capaces de cometer atrocidades. Al tomármelo todo tan en serio, quiero pensar que en cierto sentido fui un lector ideal”.

El señor de las moscas ilustrado por Jorge González 5
El señor de las moscas’. William Golding. Libros del Zorro Rojo. Barcelona, 2014. 296 páginas, 29,95 euros.

El jardín de cemento’. Ian McEwan. Tusquets. Barcelona, 1982. 156 páginas, 16 euros.


Ian McEwan y ‘El señor de las moscas’


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