Revista Cine

Iconomanía: Bullit, una síntesis del estilo

Publicado el 07 mayo 2013 por Esbilla

Aparecido en su momento dentro de la sección Clásicos de nuestro tiempo en Cinearchivo este un artículo sobre Bullit pretende ser (está por ver si lo consigue) más que una crítica o una reseña sobre el mismo, un recopilatorio de aspectos concretos del film y de su momento histórico, de cómo influyó (e influye) y de las transferencias bidireccionales entre las cinematografías europeas y norteamericanas, de su concepción de la violencia o incluso ser una pequeña reivindicación del apreciable Peter Yates.

Intentando, desde estos diferentes ángulos explicar la rara personalidad de una realización que integra con singular naturalidad las distintas sensibilidades que flotaban en el cine de ese momento clave de cambio (formal, moral, conceptual) que fue el final de la década de los 60, configurándose, así, como una de las piezas clave que cambiaron el thriller norteamericano en la época y resultando, además, un ejemplo de perfecta integración entre uno estilo importado y la tradición del police procedural de los 40 y 50.

Pero principalmente el texto es un intento de mostrar como la personalidad fílmica de McQueen y su total identificación con el personaje determina de manera absoluta esta película, desde su estética a su ritmo narrativo, provocando con ello su conversión (la del actor y la del film) en iconos. Imágenes perfectamente extrapolables y reconocibles en cualquier contexto, definitorias de un momento y de una manera de entender el cine de acción definitivamente extinguida.

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El momento

Entre 1967 y 1968 se situaría el año cero del nuevo policiaco americano y casi mundial; 1967 veía el estreno prácticamente simultáneo de un terceto mágico cuyo impacto estético, conceptual y narrativo se revela, con la perspectiva histórica, incalculable: John Boorman viajaba a los Estados Unidos para decantar los arquetipos a base de abstracción en A quemarropa;  Jean-Pierre Melville llegaba a su máxima depuración con El silencio de un hombre en Francia, y en Japón el genio Seijun Suzuki destruía cualquier concepción del espacio-tiempo con Koroshi no rakuin (Branded to Kill). Títulos ligados por una serie de interferencias, de reinterpretaciones de las tipologías y las mecánicas de género y por la presencia, orgánica, de unos actores que traducen con sus físicos y sus maneras la visión de unos directores dispuestos a renovar el género desde dentro mismo.

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Sin la presencia y la influencia de estos tres filmes, no directa sino producto de la nueva coyuntura que provocaron/despertaron, Bullit, no existiría o, en todo caso no sería tal y como la conocemos. A esta feliz alineación estelar hay que sumar un segundo origen (parcialmente dependiente del primero) que tiene que ver con el mismo momento histórico norteamericano y la manera en que este afectó a sus ficciones. A finales de los 60 el pesimismo era bandera en el país y la lucidez y la aspereza se abrieron paso en la ficción, siendo el thriller especialmente permeable; en 1968 el procedimental se tiñe de amargura, alineándose junto a Bullitt obras como esa descomunal El estrangulador de Boston de Richard Fleischer, la Brigada homicida (quizás la mirada más verista que se había realizado hasta la fecha sobre la cotidianeidad del cuerpo de policía) y La jungla humana de Don Siegel o la sórdida El detective, una pieza todavía poco valorada dirigida,  por Gordon Douglas y magníficamente interpretada por Frank Sinatra hecho desencanto puro.

Bullit se situaría en algún punto intermedio entre estas tendencias, heredera de la estilización del film de Boorman, cuya radicalidad suaviza al incorporarla a una historia callejera, realista en sus modos y su tempo, pero determinada por el género visto desde Europa en cuanto a formulación general. Un film convergente, que filtraba y canalizaba distintas energías en un molde más reconocible, más consumible.

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El hombre con la cámara

Para dirigir la cinta se convoca a un joven talento británico que había llamado la atención con una trepidante recreación del asalto al tren-correo de Glasgow en El gran robo (1967) y que se había curtido en televisión y en segundas unidades: Peter Yates.

Era visto igualmente como alguien con el suficiente talento y nervio como para llevar a cabo el tipo de película que buscaba su productor Philip D’Antoni (no en vano futuro hombre trasThe French Connection y director de Los implacables, patrulla especial en 1973, un exploit de la obra de William Friedkin también con Roy Scheider ya de protagonista) pero no con tanto ego como para enfrentarse a Steve McQueen, quien no solo era la star sino que estaba tras todo el invento con su propia productora, Solar Productions.

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Lo que Yates hizo fue aplicar sobre un material no demasiado estimulante en origen una serie de recursos visuales que colaboraban definitivamente a establecer el curioso ritmo interno de la película: una magnética mixtura de dinamismo y parsimonia que responde a la perfección a la esencia felina de su actor y a esa serie de referentes citados arriba. Desde la premeditadamente confusa planificación del tiroteo inicial a la asombrosa resolución de la persecución automovilística más influyente de la historia —la mítica caza entre el Dodge Charger y el Ford Mustang Fastback de McQueen resulta impresionante todavía hoy por su combinación de planos (brillante el uso de los retrovisores para integrar a los actores en la acción), su atronador sonido y su depurado montaje— pasando por su sensacional final en el aeropuerto, cuya huella estética puede rastrearse en el Heat (1995) de Michael Mann o en el Blade Runner (1982) de Ridley Scott; resulta inevitable relacionar la muerte del mafioso atravesando una cristalera con la bella imagen al ralentí del personaje de Joanna Cassidy tras ser disparada por Rick Deckard.

Pero más allá de sus soberbias secuencias de acción todo el film luce una elaboradísima puesta en escena que contrae y dilata el tiempo a la perfección, aunado soluciones casi documentalistas (todo el largo traslado y operación del agente tiroteado o la manera de emplear los espacios pequeños para obligar a actores y cámara a permanecer muy juntos dando sensación constante de agobio y actividad) con una estilización general con claro origen europeo, mixtura de influencia entre el polar de melville y el Spaghetti Western de Leone amalgamados por la influencia japonésa de ambos, determinante, capital. Todo ello potenciado y personalizado por el fenomenal groove sonoro de Schifrin y la resplandeciente fotografía de William A. Fraker, uno de esos técnicos de luz que forjaron la estética singular del cine USA de los 70.

 

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Éxito e imitación

Si el origen primero de una propuesta como Bullitt tendría que buscarse en los sobrios policíacos B de los 40 y 50 de los que sería (junto a sus contemporáneas) todo un aggiornamento, su sombrase extiende hacia adelante por la cinematografía italiana de los 70, siendo, mano a mano con Harry el sucio y The French Connection el título indispensable del que beben los nervudos poliziotteschi que aclimataron al gusto mediterráneo y a la confusión sociopolítica de los años del plomo las características tanto del personaje como del estilo. Y es que Frank Bullitt está en el tuétano de un personaje que devendrá en nuevo arquetipo genérico, por lo tanto molde listo para su legítima explotación industrial en cuanto a conversión en arte popular: el policía individualista, ajeno a las normas y alérgico a la autoridad, insobornable y con una ética a prueba de balas.

Así el honesto agente torpedeado «desde arriba» -el villano no es tanto ese mafioso intercambiable como el viscoso politicastro que encarna Robert Vaughn a modo de clara contrafigura del héroe- resulta no estar nada alejado de los habituales «comisarios di ferro» que inmortalizaran en breve Franco Nero o sus contrapartidas más crudamente bis, Luc Merenda o Maurizio Merli, en trabajos clave del poliziesco setentero como La policía detiene, la ley juzga (Enzo G. Castellari, 1973), Milán tiembla: la policía pide justicia (Sergio Martino, 1974), Roma violenta (Marino Girolami, 1975)…

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La violencia

Uno de los cambios más obvios que trajo el replanteamiento de los géneros populares a finales de los 60 tuvo que ver con la representación de la violencia en el plano puramente gráfico y con las consecuencias morales que esta tenía sobre quienes la ejercían.

Yates no ahorra ya sangre ni impacto directo, siendo ejemplar la contundente resolución del asalto a la habitación que ocupa el testigo al que Frank Bullitt tiene la misión de proteger. Rodado con un claroscuro que impide ver los rostros de los asaltantes pero si intuir sus facciones (tan abstractas como reconocibles, incluyendo detalles iconográficos como la gabardina y las gafas) y resuelto, de manera tan fugaz como contundente, con el testigo volando sobre la cama tras un disparo de escopeta y cerrado con un plano que se recrea en la pierna herida del policía

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que lo custodia; otra nueva confluencia/influencia europea con las estéticas del eurowestern a la cabeza, en las que no era suficiente ver el resultado sino que resultaba obligado mostrar el detalle, el destrozo provocado por la bala en el entrecejo.

Pero si los efectos son mostrados de tal modo, contundente y feroz, las consecuencias sobrevuelen permanentemente el drama. Así la novia del héroe (una bellísima Jacqueline Bisset en un personaje independiente que difiere muy mucho de las habituales parejas/esposas de los abnegados agentes a los que daban cuerpo actores especializados como Glenn Ford) tendrá en el drama una función de recordatorio permanente, de engarce con una vida menos cruda. Ella será, por lo tanto, la encargada de recordarle el peligro de insensibilizarse durante una conversación al píe de una carretera y tras chocar por primera vez contra el día a día del hombre que está junto a ella. Una nada gratuita planificación que aísla su momento más íntimo justo en medio del ruido, capturando el momento determinante de una relación en el contexto visual de un mundo en movimiento constante.

De hecho, queda claro que a Bullit no le gusta ejercer la violencia (está lejos del poli de gatillo fácil que impondrían Don Siegel y Clint Eastwood con Harry el sucio) y se remarca visualmente durante la trama: solo al final empuña el arma y lo hará como medida definitiva —incluso el momento está subrayado mediante un llamativo movimiento de cámara y una ráfaga musical—. Al regresar a casa se lavará frente a un espejo y dejará, antes de entra en la habitación en la que duerme ella, el arma enfundada sobre la barandilla de las escaleras. La cámara permanece con ella dejando a McQueen alejarse y desprenderse de su piel de policía, de su vida paralela y de la misma violencia.

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El icono

El tagline de esta película era: «Steve McQueen as Bullitt». Es decir que el actor «era» el personaje, no lo representaba. Pocos intérpretes habrán tenido su imponente capacidad icónica y de entre todas sus películas ninguna resultará más explícita que esta. Y lo es, principalmente porque estar cincelada sobre la misma imagen del actor, borrando loa límites de la actuación. Como apunté más arriba (1) todo el invento avanza y reacciona al ritmo vital y escénico del Steve McQueen;  su peculiar estilo relajado, lacónico y permanentemente controlado, es decir puramente cool, algo que se extiende a su manera de moverse, de apoyarse en los muebles de relacionarse con el espacio, la elección del vestuario, de los coches, incluso de su partenaire femenina.

Bullit resulta gracias a este aspecto un film personalizado al máximo, fuertemente interiorizado e incluso íntimo y al mismo tiempo tremendamente esencializado y estilizado (sin llegar al límite de la abstracción) al transformar a un personaje y un actor en iconos perfectamente aislables del conjunto (no resulta extraño que la imagen que luce aquí fuera tomada como objeto publicitario recientemente), hasta llegar a una versión quintaesencial del mito McQueen, y con ello a su forma definitiva y perdurable.

Pero además Bullitt colaboró a la instauración de otro icono constantemente revisitado, en este caso geográfico: la ciudad de San Francisco —responsabilidad esta de Peter Yates y de su actor que se empeñaron en rodar el film íntegramente en escenarios naturales— cuya peculiar orografía y su irrefutable belleza como plató aportan un carisma que fue clave para el éxito de la película (la ciudad ya había sido una constante en los terrenos del thriller más elegante —Vertigo en 1958, por ejemplo— y Siegel ya la había abrazado como componente básico de su cine —la estupendaThe Line-up del mismo año—) convirtiendo el escenario de calles empinadas con un punto entre la decadencia soleada y la modernidad orgullosa en exterior idealizado bajo cuya superficie vibra la sordidez y la oscuridad moral del sinuoso policiaco americano que ya se asomaba aquí a la década de los 70.•

 

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(1) Muy bien explicado por Quim Casas en un análisis, por lo demás excesivamente duro para con los méritos de Peter Yates, aparecido en la primera parte del dossier que la revista Dirigido por… dedico al cine policiaco americano de los 70 entre Enero y Marzo del 2007: Nº 363, pags. 56/57.


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