¿Qué sabemos de la inmigración? Si lo pensamos detenidamente, apenas nada. Escuchamos unos cuantos comentarios al vuelo en tertulias radiofónicas, monólogos de influencers con opiniones interesadas, declaraciones de políticos que luego repetimos en sobremesas de familia y amigos. Como mucho, nos asomamos fugazmente al sufrimiento de quienes se juegan la vida en travesías por tierra o por mar en informativos, documentales, reels y, por descontado, en ficciones críticas, reivindicativas y/o bienintencionadas en sentimientos, solidaridad y justicia. La migración suele ir asociada a palabras como amenaza, insostenible, inviable...; sin embargo, pocos señalan que la mayoría de los que vienen entran en los países de destino por los aeropuertos, con visados de turista que van a dejar caducar, y quienes lo intentan en patera o cruzan fronteras sin papeles son una pequeña parte del total. Es lógico que sea así, porque es la manera más peligrosa de intentarlo, y si lo hacen es por pura desesperación (nadie se juega la vida y la de sus hijos porque sí). Huyen de la guerra, de persecuciones ideológicas, sociales y culturales, y están dispuestos a aferrarse a lo que sea con tal de dejar el horror o la falta de perspectivas de sus lugares de origen. Aspiran a una vida, un trabajo y a criar a sus hijos; un mínimo que ahora no tienen. Creemos tener una idea bastante definida de lo que es la inmigración y cómo afecta a nuestras vidas...
Green border (2023) no es una ficción impugnadora e incómoda de la doble moral que imponen la política y la ideología a la inmigración; se alinea más bien --como hacía la italiana Yo capitán (2023)-- con la crónica cruda y descarnada, la inmersión directa en la experiencia de una familia que huye de Siria a través de Bielorrusia, tratando de alcanzar Suecia accediendo al territorio de la UE por Polonia. El primer objetivo de la película es poner rostros, nombres y existencias a lo que, para muchos, suelen ser individuos anónimos que aparecen y desaparecen de nuestras pantallas sin más contexto que el drama de un intento fracasado. Agnieszka Holland busca, ante todo, la empatía, y que de sus duras imágenes y situaciones surja un posicionamiento, el compromiso, una toma de conciencia, frente a un desastre humano tolerado y silenciado por la UE, que irónicamente se considera a sí misma una democracia abierta, plena y ejemplar.
A pesar de sus virtudes narrativas, Green border ha pasado bastante desapercibida en la cartelera ni ha despertado demasiadas conciencias críticas (normalmente convencidas de antemano); y creo que es por su tono distante, cartesiano, cotidiano hasta la desesperación, sin aprovechar las numerosas situaciones del relato para desbordar los sentimientos. En estos casos, Holland renuncia a la habitual demora técnica e interpretativa (planos compuestos y de reacción que buscan la significación y la empatía). No es un filme hecho para presentar un problema debidamente simplificado ni una historia de víctimas indefensas y elites insensibles y crueles; es más bien un informe hecho a pie de trinchera, desentendiéndose de concesiones a la estética de la ficción efectista y de esos dramas que, a pesar de tanto dolor e injusticia, en en fondo intentan reconfortar al público haciéndoles creer que el hecho de ver la película basta para ser parte de la solución. Con todo, el estilo distante y contenido del filme consigue conmover cuando toca, revelar la incoherencia, la impostura, las miradas hacia otro lado y, especialmente, poner en primer plano el lado humano. Sin duda influye que en el momento del rodaje el gobierno polaco estaba en manos del ultraderechista Andrzej Duda, así que la película es, también, la reacción local ante un ambiente y una política hostiles hacia los migrantes.
Estructurada en tres líneas narrativas --grupos de personas, familias y menores que son expulsados una y otra vez de Polonia y de Bielorrusia sin miramientos; el día a día de los guardias fronterizos que se cuestionan cada vez más su papel de verdugos y la labor de las ONG sobre el terreno-- despliega la historia exclusivamente en el paso de los días y el agravamiento de la situación. Su crítica humanista y solidaria no se desplaza al terreno ideológico, excepto en la escena final, que funciona claramente a modo de prueba acusatoria y que la directora guarda como golpe de efecto definitivo. Green border lanza sus dardos contra un gobierno polaco filofascista en el poder en ese momento y contra el fariseísmo de la UE que obstaculiza y ningunea el derecho a solicitar asilo. En este drama, los polacos interpretan un papel de tontos útiles que ellos aprovechan para poner en práctica sus políticas racistas y brutales, sabiendo que sus aliados europeos no se atreverán a abrir la boca. Es una tormenta perfecta de consecuencias imprevisibles, pero también un conflicto moral que Europa sigue evitando. De momento, quienes se posicionan éticamente son las personas, que tratan de remover unas aguas cenagosas y reventar la burbuja en la que tan a gusto estamos.