En la entrevista que le concedió a la revista Caligari en el otoño pasado, Cecilia Kang utilizó la expresión “melodrama documental” para definir su opera prima, que mañana jueves desembarcará en el cine Gaumont después de haberse proyectado en distintos festivales, incluidos el 18° BAFICI, el tercer Festival Internacional de Cine Documental de Buenos Aires, la séptima entrega de CineMigrante (donde cosechó dos menciones especiales). “Todas las decisiones, dramáticas y estéticas, fueron dictadas primero por los sentimientos, luego por la sensatez de los amigos que me ayudaron a armarla” precisó la novel realizadora en aquella oportunidad.
La declaración mediática da cuenta del principal desafío que enfrenta no sólo Mi último fracaso, sino todo documental conjugado en primera persona y concentrado en alguna arista de la experiencia personal: hacer que ese retazo de vida privada interese a un público sin relación afectiva con el autor.
Kang logra en parte este propósito porque convierte la historia de su familia en tela donde esbozar el fresco de la comunidad coreana radicada en la Ciudad de Buenos Aires. De esta manera, la realizadora evita la cuesta narcisista por la que otros jóvenes autores de documentales autorreferenciales se han desbarrancado.
Cecilia elige a su hermana mayor Catalina y a su profesora de pintura Teresa Ran Kim como referentes principales del colectivo coreano-porteño. En un segundo plano aparecen los padres y el grupo de amigos de la realizadora.
Catalina nació y se crío en Buenos Aires; Teresa migró a los veinte años de edad. Ambas son profesionales exitosas y, por distintos motivos, no se casaron ni tuvieron hijos. Da la sensación de que Kang también las eligió para representar a un tipo de mujer coreana que tomó distancia de los mandatos emanados de cierta tradición patriarcal.
Es posible que este universo personal les resulte insuficiente a algunos espectadores, sobre todo a quienes hayan visto Arribeños de Marcos Rodríguez y, aunque se trate de una ficción, La Salada de Juan Martín Hsu. Quizás esa porción de público encuentre en la expresión “melodrama documental” un atenuante para su pequeña desilusión.
Al margen de los reparos que puedan provocar las limitaciones del anclaje autobiográfico, la película de Kang dista de ser el fracaso anunciado en el título. De hecho, se trata de un primer trabajo promisorio sobre la construcción de la identidad, en este caso, argentino-coreana.