En la España de los primeros 70, Arturo Estévez iba por los pueblos con su extraña motocicleta y un botijo siempre a mano. La moto estaba equipada con un curioso depósito. Arturo seguía un ritual. Cuando ya había conseguido congregar al suficiente público, echaba un trago del botijo y el resto lo vaciaba en el depósito de la moto. Y después encendía el motor y ¡funcionaba! Un motor de agua que dejaba a la audiencia boquiabierta y con ganas de salir corriendo a contar a todo el mundo que habían sido testigos del prodigio.
Arturo aseguraba que no había ningún truco, excepto unas raras piedras que lanzaba también al depósito de su mágico vehículo. Arturo Estévez Varela no era un mago, ni un buhonero, era perito mercantil, jefe de un taller mecánico e inventor en sus ratos libres.
El extremeño, nacido en el Valle de la Serena en 1914, estaba dispuesto a ceder su invento a España. Algo tan grande como un motor que funcionara con agua podría dar un impulso internacional enorme a un país tan atrasado científicamente en aquella época. Las autoridades pasaban olímpicamente de invento e inventor, nada nuevo en nuestra larga historia de pelea entre ciencia y autoridades competentes. Algún otro ejemplo he traído a este blog.
Ya se ha hecho bastante el ridículo
Pero Estévez seguía promocionando su motor de pueblo en pueblo: empezó a salir en prensa e incluso en la tele, se hizo popular y empezaron a hacerle caso. En las puertas de ‘la crisis del petróleo’ una moto circulando por esas carreteras del NODO alimentada con agua del grifo era un llenapistas. Así que al final hasta el mismo Franco se interesó y mandó realizar un informe a la Escuela de Ingenieros, que fue desfavorable. Ante eso, cuenta la leyenda que el dictador ordenó enterrar el asunto con el análisis más lúcido de su desgraciadamente dilatada carrera política: “ya se ha hecho bastante el ridículo”. Aunque parece que se refería solo al asunto del motor.
La realidad era que el motor sí funcionaba, pero era ineficiente. El ingrediente secreto que se añadía al agua era el boro. La reacción entre ambos genera hidrógeno, así que hubiera sido más exacto, aunque menos llamativo, que Estévez hubiera llamado a su invento ‘motor de hidrógeno’. El problema es que se necesitaba agua (barata) y boro (más caro que el petróleo) con lo que el resultado era un motor con un coste económico mucho mayor. Por tanto parece (a mí que me registren, soy de letras) que no hay lugar aquí para teorías conspiranoicas, aunque el poder de las petroleras y el retraso en la aplicación de otras fuentes de energía alternativas den motivos.
El tema se aparca, con perdón, y queda en punto muerto, con perdón de nuevo. Estévez desaparece casi sin dejar rastro. A partir de ahí no hay informaciones claras. Unos dicen que la industria le compra la patente para meterla en el maletero donde acumulan los proyectos alternativos al petróleo. Pero lo que sí parece contrastado es que en la Oficina de Patentes y Marcas del Ministerio de Industria no existe ninguna de Arturo Estévez sobre un ‘motor de agua’, aunque sí algunas parecidas registradas con otros nombres.
Por Internet se mencionan unos trabajos de investigadores israelíes y norteamericanos que, presuntamente, estarían desarrollando la idea de Estévez para lograr un motor que funcionase con hidrógeno. No es la primera ni la única investigación que hay en marcha para lograr motores propulsados por hidrógeno; las principales marcas de automóviles -desde Honda hasta Ferrari- trabajan en prototipos, aunque no parece que tales máquinas vayan estar en los concesionarios en breve.
Así que al final tal vez Estévez sea rehabilitado algún día. Seguramente no, que esto es España, campeones. Como pasa en las historias más interesantes, yo no se qué pensar. Tal vez era un visionario, tal vez un charlatán. Lo que no se le puede negar es coraje para lanzarse a investigar en terreno adverso. Y no lo digo por la época, sino por el país. El “que inventen ellos” nos define mucho más que ese ‘Plus Ultra‘ del escudo, deberíamos ser más sinceros y cambiar el lema nacional ya que ha sido así desde siempre. También ahora, con el CSIC al borde del cataclismo.
Parece una condena. Por mucho que en los años de boom se construyeran “ciudades de las artes y las ciencias” resultó que se referían a la ciencia y el arte del pelotazo inmobiliario, del que somos punteros. La investigación de verdad sigue estando más cerca de esa estampa de un señor buscándose la vida por los pueblos con una moto y un botijo.