Revista Cultura y Ocio
Una de las facetas más universales y definitorias del amor es la obsesión por conocer con la máxima profundidad lo amado, para extasiarse con sus perfecciones y sentir que cada día se lo podría amar más. Así, cualquier madre recopilará minuciosamente todos los gestos y medias palabras de su bebé, el entusiasta de un pintor descubrirá en sus lienzos nuevos matices cada vez que los recorra y la persona enamorada no se cansará de acopiar detalles del cuerpo y del alma de quien constituya el objeto de su adoración. El escritor Santiago Delgado (Murcia, 1949) pertenece a la estirpe de quienes aman su tierra y pretenden conocerla cada día mejor y contribuir a que otros lo hagan de su mano. Es un empeño admirable, que le honra y nos enriquece a los demás. Y para perfeccionar esa tarea aquí tenemos su última producción: el libro Iglesias de Murcia, que ve la luz bajo el sello cordobés Almuzara.La voluntad que rige el tomo no es la erudición (y el autor lo declara con nitidez en el prólogo), sino la divulgación: que todo el mundo pueda conocer este conjunto de templos no sólo de diversa procedencia religiosa y artística (unas fueron mezquitas; otras se construyeron con directrices góticas, renacentistas, barrocas, modernistas), sino también de distinto destino (en algunos se sigue desarrollando el culto; otros están desacralizados). Y para lograr ese propósito, Santiago Delgado acude a las referencias arquitectónicas, pictóricas, anecdóticas, culturales y humanas que rodean a cada uno de esos edificios. Nos explicará, por ejemplo, que los restos de José Moñino, conde de Floridablanca, estuvieron («al menos transitoriamente», nos indica en la página 85) en la iglesia de san Juan Bautista; o que para certificar que algunos restos de Alfonso X el Sabio se encuentran en la catedral de Murcia, «habría que abrir y comprobar» (p.140). Igualmente nos va dando cuenta de todas las tallas de Francisco Salzillo que se encuentran distribuidas por los templos murcianos, constituyendo una especie de museo disperso del imaginero barroco. O nos ofrece su opinión sobre la polémica del edificio Moneo, situado frente a la catedral, que el escritor resuelve con elegancia (p.121). O nos explica el origen de la palabra Arrixaca (p.49).Pero sin duda la anécdota más estremecedora del volumen (ésa es al menos mi opinión) la tenemos en la página 96. Nos está hablando el cronista de la iglesia arciprestal de Nuestra Señora del Carmen (situada en la conocida plaza González Conde) y comenta que fue utilizada como almacén de aviación durante la guerra civil de 1936, sufriendo desperfectos y pérdida de imágenes, entre ellas las de Salzillo o Roque López. A continuación añade: «Con todo, el horror mayor de todos es el suplicio abyecto y abominable del párroco don Sotero González Lerma, torturado hasta el canibalismo (RIP). Antes, en los tiempos inquisitoriales, el barrio había servido de enclave de “relajación al brazo secular” (muerte por cremación en la hoguera) de los relapsos o condenados por desviación de la fe católica. Ninguna de las dos acciones justifica o equilibra la otra. Ambas son recuerdos execrables de una España lamentable y cruel».Casi trescientas páginas llenas de buena literatura y de amenidad, que se completan con las fotografías de José Beltrán Castillejos para conformar un tomo delicioso que sirve para disfrutar y para aprender.