He de decir que lo que más ilusión me hacía de participar en el III Congreso de Escritores de la Asociación de Escritores Noveles (AEN) era la posibilidad de escuchar en directo al profesor Emilio Lledó, quien iba a protagonizar el acto de inauguración. Es una de las personas que más admiro, así que estar junto a él sería un enorme privilegio.
Las expectativas quedaron más que superadas, no sólo por la oportunidad de compartir momentos inolvidables junto al maestro, sino por todo lo demás. Hablé de ello extensamente en el artículo anterior.
En esta segunda crónica sobre el Congreso me voy a centrar en el acto inaugural, en el que también participaron la presidenta de la AEN, Covi Sánchez, el escritor Antonio Garrido, y representantes del gobierno de Asturias y del Ayuntamiento de Gijón.
Antes de referirme al maravilloso discurso de Don Emilio tengo que hablaros un poco de Covi. Mi opinión sobre ella ya era difícilmente mejorable, pues sólo tengo palabras de agradecimiento por su apoyo desde la AEN, prestándome espacio en el Bibliotren, por ejemplo, el rincón literario con que la asociación cuenta en Radio Principado de Asturias. Para un autor independiente, novel o como se le quiera llamar, empujoncitos como los que he tenido la suerte de recibir por parte de Covi acaban dejando poso.
Tras mi estancia en Gijón, la aprecio todavía más. Aun a riesgo de caer en el peloteo, debo decir que el esfuerzo que realiza por apoyar a los autores de la AEN y por promover la literatura en general es admirable. Y lo es doblemente: porque cree en ello y porque para llevarlo a cabo tiene que sobreponerse a los no pocos, ni leves, problemas de salud que padece. Probablemente ella preferiría que no hablara de esto, porque otra cosa que he confirmado durante estos días fantásticos en Asturias es que no hace lo que hace por acaparar focos ni elogios, sino porque los libros y el apoyo a quienes los escriben son su pasión.
Total, que el homenaje sorpresa (que lamentablemente me perdí) que mis compañeros de la AEN le dedicaron en la cena de cierre del Congreso, como reconocimiento a los diez años que lleva al frente de la entidad, fue más que merecido. Espero, Covi, que lo disfrutaras a lo grande.
Diez años. Prácticamente un suspiro en la larga y lectora vida de Emilio Lledó. Este sábado cumple 89. Con su fino sentido del humor, decía el otro día que era la persona más vieja de España. Ni aunque cumpliera cien años lo sería, pues esos ojos hambrientos de conocimiento y ese cerebro envidiable se empeñan en mantenerse insultantemente jóvenes.
Durante su estancia en Asturias el profesor compartió varios ratos con jóvenes estudiantes de secundaria y universitarios. «Me sentí como ellos, y eso me da esperanza. Quiero pensar que, a pesar de cómo está el mundo, hay esperanza», subrayó en el inicio de su discurso.
Yo no soy tan optimista como él. Aunque los chavales, esos de los que acostumbramos a lamentar su falta de inquietudes, asistan con entusiasmo a las enseñanzas vitales de un señor venerable, el problema es que ese tipo de experiencias tan positivas son la excepción. No es habitual que figuras tan imprescindibles como Emilio Lledó paseen su conocimiento y su humildad por las aulas del país, ni que tengan presencia en los medios de (in)comunicación. En mi opinión, habría esperanza si la comunicación, la que comunica conocimientos, la que sirve para compartir opiniones y experiencias desde el respeto y la rigurosidad, ocupara el puesto que debería en una sociedad intelectualmente sana. La tendencia, sin embargo, es más bien la contraria.
Don Emilio dio inicio a su intervención agradeciendo la invitación y aplaudiendo una iniciativa que pone el acento en la palabra, ese elemento que forma parte esencial en su vida, con el que tanto le gusta jugar.
Fue el único de los ponentes inaugurales que vestía corbata, cosa que le dio pie a explicar una de tantas deliciosas anécdotas con las que va aliñando sus discursos, en que conviven las experiencias personales con la historia y las referencias literarias y filosóficas. Me admira esa capacidad de enlazar ideas sin perder jamás el hilo ni, lo más importante, la atención embobada de la audiencia. Y sin consultar un solo papel. Acompañado únicamente por uno de sus queridos libros; en esta ocasión, Fedro, de Platón.
Habló de su corbata, «llena de memoria, de fidelidad y de historia», que le regalaron en 1953, cuando le concedieron una beca Humboldt para estudiar en la Universidad de Heidelberg. Lledó probablemente no sería quien es sin los quince años que pasó en Alemania, primero como estudiante y más tarde como profesor. Siente admiración por ese país, por figuras históricas como los hermanos Humboldt, que tanto aportaron al conocimiento humano.
Se refirió a los estudios de Guillermo de Humboldt sobre el euskera y a los viajes que hizo a principios del siglo XIX a España. «Lamentaba el bajo nivel de las escuelas, de las que decía que sólo se enseñaba religión y un poco de matemáticas». La opinión de Lledó sobre la situación actual no ha mejorado mucho aquella impresión de Humboldt, quien fundó la Universidad de Berlín en 1810 bajo el lema ‘soledad y libertad’. «El estudiante tiene que ser libre de pensamiento, que no le metan esos grumos pringosos con los que nos contaminan la mente».
En la España actual la universidad dista mucho de ser un centro de estudio en el que desarrollar una intelectualidad crítica. Al menos, eso es lo que piensa Emilio Lledó. «Aquí las universidades privadas dicen: “nuestros profesores trabajan en la empresa privada. Manda a tus hijos aquí, que cuando salgan estarán colocados”. Qué vergüenza. Es la muerte de la enseñanza, de la intelectualidad. Y los políticos no hacen nada; al contrario, lo permiten, incluso lo alientan».
Recordó qué significaba ser político en la Grecia clásica. «El decente», según Aristóteles. «Platón decía que lo peor que le podía pasar a un político era corromperse». Hace veinticuatro siglos. Sobran los comentarios.
En su intervención, Lledó reflexionó también sobre la literatura, buceando en el origen de la palabra escrita. Al principio, como herramienta ideada por el pueblo fenicio para comerciar. Se remontó al diálogo entre el dios egipcio Theuth y el rey Thamus, que Platón pone en boca de Sócrates en su charla con Fedro. Theuth le muestra sus artes, entre las que destaca las letras, «fármaco de la memoria y de la sabiduría». Thamus, sin embargo, rechaza los beneficios que el dios atribuye a la palabra escrita, asegurando que «no es un fármaco de la memoria lo que has hallado, sino un simple recordatorio. Apariencia de sabiduría es lo que proporcionas a tus alumnos, que no verdad. Porque habiendo oído muchas cosas sin aprenderlas, parecerá que tienen muchos conocimientos, siendo, al contrario, en la mayoría de los casos, totalmente ignorantes, y difíciles, además, de tratar porque han acabado por convertirse en sabios aparentes en lugar de sabios de verdad».
Y es cierto que con demasiada frecuencia las letras se utilizan más bien como veneno de la memoria. No es el caso de Emilio Lledó, cuya pasión por la palabra es contagiosa, así como el papel fundamental que otorga al tiempo y a la historia en la configuración de cada ser humano. En su caso son los libros que le aguardan en su amada biblioteca particular los que configuran su historia personal. «Confío en que nunca desaparecerá el libro en papel. Necesito tocarlos. La amarillez del papel de mis libros me alegra la vida. Los necesito porque son mis compañeros».
Libros llenos de la sabiduría de los clásicos, como Platón, Aristóteles o Kant, a quienes cita incansablemente, a quienes recurre para explicarse y explicar qué sucede en la actualidad. «El ser humano es lo que la educación hace de él», sentenció Kant. «Por eso los políticos se apoderan de la educación como primer paso para “engrumar” la mente de los jóvenes», acusa Lledó.
El antídoto que propone a ese uso pernicioso del sistema educativo pasa por «sembrar semillas y regarlas con la palabra, con la comunicación. La letra está inmóvil, pero expectante. Es el fármaco de la memoria», reiteró.
La ovación cariñosa y sincera del público la recibió con la naturalidad y la modestia que le son inherentes, y con la sonrisa agradecida que raramente lo abandona.
Feliz 89 cumpleaños, Don Emilio.
Antes que Emilio Lledó habló el escritor Antonio Garrido, ganador del Premio Fernando Lara 2015 con la novela El último paraíso, y uno de los autores españoles de más éxito. Aunque lo que más destacaría de él, más allá de sus habilidades literarias (que indudablemente las tiene), es su cercanía. Tuve la suerte de compartir la mesa redonda inaugural con él (en el próximo artículo, todos los detalles, acompañados por la grabación) y varias charlas off the record. Es un tipo en apariencia prudente, pero muy divertido en la distancia corta, buen conversador y predispuesto a echar un cable a quien le pide consejo.
De consejos a autores noveles trató su intervención. Recordó sus inicios en la escritura, que se remontan al año 2000, cuando asistió a un congreso de escritores. «El primer ponente dijo: “Así que queréis ser escritores. Pues sabed que la mayoría no lo conseguiréis, y quienes lo hagáis os moriréis de hambre”. Obviamente, no le hice caso, decidí seguir adelante con mi sueño, y lo conseguí».
Garrido invitó a todo escritor a hacerse tres preguntas: ¿por qué escribo?, ¿qué escribo?, ¿cómo lo escribo?
«Lo verdaderamente importante es perseguir tus sueños, ser feliz con lo que haces. Ve a por ello, pero si lo que quieres es vivir de tus libros, deberás escribir lo que gusta a los lectores, sea del género que sea». Quizás sea una visión de la literatura más pragmática que vocacional, aunque no creo que pragmatismo y vocación sean necesariamente términos excluyentes.
A Antonio Garrido su formación como ingeniero le ayuda a estructurar claramente sus proyectos literarios antes de empezar a trabajar en ellos. Cuida hasta el último detalle antes de ponerse a escribir y, la verdad, con tres obras en el mercado, éxito de público y crítica, puede decirse que la estrategia le funciona muy bien. «Hay que conocer las reglas del juego en el mundo editorial», señaló.
Respecto a la tercera pregunta, el autor de Linares recomendó, entre otras cosas, determinar la moraleja de la historia y no desviarse de la vía que marca; decidir el tema y los personajes adecuados, y no cambiar a mitad del viaje; redactar la sinopsis antes de ponerse a escribir la novela para comprobar si se trata de una historia interesante; y contar con lectores cero que aporten opiniones sinceras. «A los lectores les cuesta decir qué cosas no les han gustado, pero si les hacemos preguntas directas entonces responden con sinceridad».