1. En 1931, el matemático Kurt Gödel demostró que aunque un sistema de axiomas sea completamente consistente desde un punto de vista lógico-formal, no es posible demostrar su validez empleando únicamente enunciados derivados de esos mismos axiomas, sino que hay que recurrir a premisas ajenas. Su demostración se refería a la aritmética, que es el conjunto de teoremas inductivos mejor estructurado que conocemos, así que más vale no pensar en la clase de galimatías lógicos que encierran las teorías que se formulan de cualquier manera en ciencias sociales o en arte.
2. En 1979 el filósofo de la ciencia Douglas Hofstadter escribió que lo que diferencia a los humanos autoconscientes de las cada vez más sofisticadas computadoras es la capacidad de «saltar fuera de los sistemas» en los que trabajan para dar cuenta de nuevos problemas o resolver otros a los que no pueden dar respuesta sin salir del ámbito lógico rígidamente predefinido en el que operan. Aunque parezca extraño, las computadoras son las creaciones más inflexibles e inconscientes que existen: por muy complejas y sofisticadas que sean sus instrucciones son incapaces de hacer cosas que los humanos hacemos constantemente de forma intuitiva. Cosas como responder con flexibilidad a imprevistos, sacar provecho de circunstancias fortuitas, encontrar sentido a mensajes ambiguos o contradictorios, sintetizar nuevos conceptos sobre la base otros más antiguos que se reacomodan de nuevas maneras y, especialmente, dar con ideas novedosas y/o inéditas.
Caracterizada de esta manera, la Inteligencia Artificial, no es otra cosa que un proceso que proporciona conjuntos cada vez más amplios de reglas y normas para que las computadoras puedan tomar sus propias decisiones. En este empeño (en el que se invierten ingentes cantidades de dinero) se suele pasar por alto que, para ser consideradas verdaderamente inteligentes, las computadoras deberían recibir instrucciones para modificar las normas y reglas con las que han sido creadas. Y si no son inteligentes, ¿cómo van a ser autoconscientes? El propio Hofstadter ilustra esta paradoja con un sencillo aforismo repleto de sentido común: «un automóvil jamás captará la idea de que es necesario no chocar con otros automóviles o con obstáculos cuando circule; por mucho o muy bien que haya sido conducido, tampoco llegará a aprender ni siquiera los trayectos más habituales de su propietario». Con el IVA descontado, bajemos al terreno cinematográfico...
La literatura y el cine han sacado partido a las consecuencias sociales y sentimentales de semejante estado de coass, especulando con futuros posibles, construidos con una lógica parcialmente plausible aunque tremendamente atractiva. En este futuro más o menos cercano, el género ciberpunk asume que las computadoras adquirirán autoconciencia de forma casi espontánea, por acumulación de la información circulante y gracias a la complejidad incremental de las reglas de procesado de las máquinas. Los argumentos del ciberpunk están ambientados en una civilización hipertecnologizada donde se da por hecho que la convergencia de estos dos factores favorecerá la eclosión de la autoconciencia virtual, como si fuera una especie de emanación natural inevitable una vez que la información haya alcanzado masa crítica suficiente.
Sin duda, una de las claves del éxito popular del ciberpunk es su capacidad para combinar acción y espectacularidad con dilemas y paradojas éticos que lo doten de cierta trascendencia metafísica. Es más, algunos de ellos --como los replicantes-- todavía funcionan como radiación de fondo para el cine contemporáneo: desde el precedente de lujo que supuso 2001: una odisea del espacio (1968), taquillazos universales como Blade runner (1982), las sagas Terminator (1984, 1991, 2003) y Matrix (1999, 2003, 2003), Minority report (2002) o algunos títulos menores tanto o más inquietantes como Cube (1997) o Moon (2009).
Ghost in the shell (1995) de Mamoru Oshii adapta la historia del famoso manga del mismo título de Masamune Shirow, publicado entre 1987 y 1991. Es un filme que, visto el desarrollo posterior del género, ha adquirido un aura profética y anticipatoria, pero también inspiradora (como los conectores en la nuca para acceder al ciberespacio o la forma de recrear ciertos movimientos a cámara lenta, que sin duda inspiraron a los hermanos Wachowski para su Matrix). Como en cualquier película de anticipación tecnológica de finales del siglo XX, el futuro consiste en una red de datos capilarizada en simbiosis con la biología humana, convirtiéndose en una extensión más del propio cuerpo, casi en un elemento más de la personalidad. Sin embargo, en un mundo donde la información es inabarcable por definición, aún existen extrañas grietas técnicas que amenazan la integridad del Sistema (caracterización de cualquier estado totalitario apoyado en tecnología invasiva) por las que se cuelan algunos individuos --marginales y sin embargo sobradamente preparados-- capaces de moverse entre los insospechados resquicios que dejan las bases de datos; embarcados en un combate desigual contra corporaciones planetarias y gobiernos corruptos, tratando de subvertir el statu quo de una sociedad marcada por las desigualdades, la obsesión por la seguridad y la pérdida de la identidad.
Lo malo es que, dejando de lado el prestigio adquirido por los años transcurridos, Ghost in the shell no se sale de las situaciones eficaces y bien trabajadas por el género: la tecnología punta y un cierto lirismo humanista asoman a partes iguales en la mayoría de las escenas, puntuadas por enfrentamientos armados y persecuciones alternando escenarios futuristas con otros entornos no tecnificados --y, por tanto, desestructurados-- en los que ciertos colectivos se mantienen, voluntariamente o no, en un estadio previo a la virtualización: guettos, suburbios, personas no modificadas (las ampliaciones de cerebro son habituales en el mundo que describe el filme de Oshii). Por desgracia, el conjunto no acaba de cuajar: Ghost in the shell está más cerca del entretenimiento que de la reflexión. Oshii dedica demasiados minutos a diálogos que quieren ser trascendentes sin que otros momentos definitorios suplan tanta cháchara abstracta. El resultado es un filme inconexo, desigual, que apunta muchas cosas pero profundiza poco en las que podrían haberlo convertido en un clásico.
¿La autoconciencia iguala en derechos a humanos y máquinas? ¿Es posible que exista una autoconciencia no encerrada en un cuerpo macroscópico y tridimensional circulando a través de las redes de datos sin perder individualidad e identidad? Parece poco probable, lo importante es que las eternas cuestiones del ciberpunk se planteen con mayor o menor fortuna, sabiendo que no tienen respuesta pero sí atractivo para el público, que las considera un valor que prolonga la vigencia del filme. Después de dos décadas hemos comprendido que esas pinceladas filosóficas son un condimento, no un ingrediente, y que Ghost in the shell --a pesar de la legión de rendidos fans y de su prestigio precursor-- pertenece a la época en la que unos y otros aún no nos habíamos enterado.