No puedo describir la sensación de abominable desolación que pesaba sobre el mundo. El cielo rojo al oriente, el norte entenebrecido, el salobre mar Muerto, la playa cubierta de guijarros donde se arrastraban aquellos inmundos, lentos y excitados monstruos; el verde uniforme de aspecto venenoso de las plantas de liquen, aquel aire enrarecido que desgarraba los pulmones: todo contribuía a crear aquel aspecto aterrador. Hice que la máquina me llevase cien años hacia delante; y allí estaba el mismo sol rojo -un poco más grande, un poco más empañado-, el mismo mar moribundo, el mismo aire helado y el mismo amontonamiento de los bastos crustáceos entre la verde hierba y las rojas rocas. Y en el cielo occidental vi una pálida línea curva como una enorme luna nueva.
Viajé así, deteniéndome de vez en cuando; a grandes zancadas de mil años o más, arrastrado por el misterio del destino de la Tierra, viendo con una extraña fascinación cómo el sol se tornaba más grande y más empañado en el cielo de occidente, y la vida de la vieja Tierra iba decayendo. Al final, a más de treinta millones de años de aquí, la inmensa e intensamente roja cúpula del sol acabó por oscurecer cerca de una décima parte de los cielos sombríos.