Podría ser el escudo oficial de ese país imaginario. Autor: Le Raúl
Hace dos años que estoy oficialmente en la lista del paro. El mes que viene dejaré de cobrar la prestación por desempleo que me correspondía, tras agotar los 24 meses preceptivos. Afortunadamente, como era un empleo a tiempo parcial, he podido compaginar la prestación con mi trabajo como profesor de refuerzo escolar. A partir de febrero, sin embargo, tendré que buscar la manera de compensar esa pérdida de ingresos. Estaría bien, por ejemplo, que las ventas de El viaje de Pau se dispararan. Aunque, claro, para ello primero tendré que encontrar más librerías dispuestas a acogerlo (entre tanto, recordad que está disponible en formato digital en Amazon y en La Casa del Libro).
Tengo la suerte de que mi pareja es funcionaria y, por tanto, aunque en los últimos años le hayan recortado bastante el sueldo, no nos vamos a ver en la cola del Banco de Alimentos ni corremos peligro de que nos desahucien, como sí es el caso de cientos de miles de personas en este país.
Gracias a Rajoy y su gobierno, sin embargo, este año las cosas van a cambiar. Contra todo pronóstico, el paro ya se está reduciendo y la economía empieza a mejorar. Éramos muchos los escépticos que criticábamos las políticas del PP, pero ahora está claro que era la mejor opción posible para salir de la crisis.
Imaginemos, en cambio, un país donde hubiesen aprobado una reforma laboral cuyo objetivo, lejos de crear empleo, fuera destruirlo. Eliminar todos aquellos contratos “privilegiados”, con sueldos decentes y beneficios sociales, para sustituirlos, al cabo de unos meses, por contratos precarios que permitieran a los empresarios cambiar de empleados como quien cambia cromos sin tener que preocuparse por molestas negociaciones ni gravosas indemnizaciones. Siempre habría una cola de parados ansiosos y agradecidos por trabajar de lo que fuera y en las condiciones que fuera.
Ello permitiría que la economía del país fuera más competitiva; aumentar las exportaciones, ya que al producirse las mercancías a un precio mucho más reducido gracias a la reducción de costes (sueldos) serían atractivas para los mercados internacionales, igual que las que se producen en países indeseables por sus malas condiciones laborales y el poco respeto a los derechos sociales como China, India, Bangladesh, Pakistán, etc. Nada que ver con España, gracias a Dios.
Imaginemos que en ese país, después de que el número de desempleados llegara a niveles insoportables, empezara a registrarse un descenso de los apuntados a las listas del paro. Claro que también descendería el número de cotizantes a la Seguridad Social y la población activa. Quizás tuviera algo que ver el aumento de la emigración, que muchos jóvenes sin esperanza decidieran marcharse del país, igual que otros tantos extranjeros, que dada la situación prefirieran regresar a su tierra aunque allí no les esperara un presente ni un futuro mucho más alentador.
Un panorama desolador, indeseable para cualquier persona que hubiera vivido en una democracia moderna donde la prioridad fuera la protección de las personas y la justicia social. Menos mal que en España eso no ocurre.
En ese país imaginario las grandes fortunas harían negocio con la crisis. Los bancos, rescatados con dinero público, volverían a ganar dinero a mansalva, igual que las grandes empresas cotizantes en Bolsa, con lo que se produciría la lamentable paradoja de que mientras los ricos se hacían más ricos la miseria iría ganando terreno a un ritmo endiablado entre las clases más humildes, pero no sólo ahí, sino también entre los que años atrás eran considerados la clase media.
El mensaje de los gobernantes sería que “hay que hacer un esfuerzo, arrimar el hombro y que, dado que la coyuntura económica, por culpa de una crisis surgida por generación espontánea o quizás por vivir por encima de nuestras posibilidades, es muy negativa no queda otro remedio que hacer recortes en servicios públicos para adaptarlos al nivel de ingresos de la Administración”. Además, para evitar futuros desmanes, desde instituciones supraestatales de cuestionable vocación democrática se dictarían medidas que supeditarían cualquier política de inversión pública a la inexistencia de déficit, colocando por encima de cualquier prioridad el pago de las deudas con los “mercados”.
En ese país la población, aunque a regañadientes, aceptaría la nueva situación como algo irremediable y necesario, puesto que no existiría alternativa posible, como, igual que los políticos, también se encargarían de pregonar los medios de comunicación “serios”. Así pues, la democracia, los derechos sociales, los servicios públicos pasarían a formar parte de un recuerdo que en tiempo récord la gente percibiría como parte de un sueño nunca vivido.
Por si acaso, y para evitar la tentación de que sectores de la sociedad hicieran notorio su malestar y reclamaran cambios, se aprobarían leyes represivas y un “nuevo” sistema educativo que recuperara el orden, el respeto y la obediencia como pilares de la sociedad, igual que sucediera en un régimen dictatorial que existiera décadas atrás.
Toda esa ola de reformas ultraconservadoras, regresivas y reaccionarias quedaría salpicada por escándalos de corrupción, especialmente entre numerosos miembros del partido en el gobierno, pero sin apenas consecuencias, pues los mismos medios que los destaparían y que posteriormente aplaudirían la “recuperación” económica, se encargarían de diluir su trascendencia.
Si miráramos al futuro, a un par de años vista, asistiríamos a la renovación de la confianza del electorado (respetuoso, ordenado, obediente) en el partido en el gobierno, a pesar de ser manifiestamente corrupto, de no haber cumplido con su programa electoral y de haber conducido a buena parte de la población a la subsistencia.
Afortunadamente, ese país imaginario no es España. Aquí, en el mundo real, estamos saliendo de la crisis.