Las mayores virtudes de este excelente policial dirigido por el francés Bertrand Tavernier son su carácter insólito y su lograda sensación de inmediatez. Su excepcionalidad proviene de su tratamiento dramático, en apariencia frío, distante y semidocumental -a ello contribuye decisivamente la fotografía de Alain Cloquart y la elección de una paleta de colores pálidos y apagados, como diluidos, además de una selección de localizaciones anodinas, impersonales, intercambiables, puramente incidentales, que evitan la postal y los escenarios más reconocibles de París-, pero que con el paulatino paso de sus 140 minutos va ganando en densidad humana, en calidez, en carga de emotividad, reformulando el género al mismo tiempo que evita caer en sus tópicos formales y en sus clichés sentimentales. Su cercanía surge de la estructura de guion, su construcción a partir de capítulos interconectados sobre las actuaciones de una brigada antidroga de la policía francesa y el tejido de relaciones personales -tenues, fragmentarias, apenas esbozadas con un puñado de pinceladas- que estas actividades van conformando entre sus miembros, además del triángulo de mujeres (la pareja, la compañera de brigada, la prostituta drogadicta que actúa como confidente…) que rodean al personaje que articula la narración, el inspector Lucien ‘Lulu’ Marguet (Didier Bezace), protagonista casi sin querer, por mera inercia narrativa, cuyo atractivo proviene, asimismo, de su nadería, de su falta de carisma y de atractivo (un individuo normal, con bigote y gafas, que viste de cualquier manera: un tipo de la calle, sin más). Este planteamiento ajeno a estereotipos dramáticos, particularmente de los habituales del género en su traducción estadounidense, permite que la película vaya revelando a sus personajes poco a poco y que las líneas de tensión dramáticas se creen a partir que lo que el público va conociendo de ellos, lo mismo que la aproximación al hecho criminal carece de una elaboración dramática lineal y se limita a presentar situaciones (redadas, vigilancias, seguimientos, detenciones…) en las que los policías se ven envueltos, contra la naturaleza violenta del hampa pero también en choque directo con la realidad social de los sectores más desfavorecidos entre los que se mueve y de los que nace. La trama contiene así una absorbente espiral de interés creciente que sirve al doble propósito personal del cineasta: por un lado, crear una película ajena a las etiquetas del género, radicalmente alejada de sus tópicos y sus lugares comunes; por otro, servir de homenaje y reconocimiento a su hijo Nils (que interpreta a Vincent), en su día víctima de las drogas, y con él, a todas las víctimas, al poner en primer plano los distintos ángulos de la problemática de la adicción.
Desde una perspectiva extremadamente realista y deprimente, la película sigue los pasos de la brigada en una doble lucha. La primera, la más obvia, el incesante e infructuoso esfuerzo por combatir una ola, la del narcotráfico, que es incontenible: por más que se arreste a un camello, a un pequeño traficante, decenas, cientos, tal vez miles, y sin lugar a dudas los grandes capos, quedan fuera del área de acción policial, siguen ejerciendo su letal ministerio sin que nada ni nadie les perturbe. La norma legal que da cobertura a las actuaciones policiales contra el tráfico de drogas, la ley que da título a la película, tiene un efecto, por tanto, ambivalente: es la herramienta que permite combatir el comercio de drogas, pero también el coladero incapaz de preverlo todo (por mera imposibilidad, o por falta de voluntad real) y por cuyos flancos y márgenes se filtra la gran delincuencia, el gran negocio, el problema estructural, al que no afecta. La ley es un simple parche contra el que colisiona el celo profesional de quienes, haciendo su trabajo, se enfrentan a la escasez de medios, a la falta de presupuesto, a la excesiva burocracia, a la incomprensión y el desinterés de determinados mandos, a la hipocresía de los políticos. Este constituye su segundo frente de combate, el interno, el de una policía ineficaz en su ardua labor diaria de poner puertas al campo mientras los cadáveres se acumulan a su alrededor. Esta voluntad de denuncia se une en el guion al progresivo descubrimiento de la vida personal de Lulu, y a las mujeres de su vida, cuyos vínculos no son tratados de manera explícita, se atisban, se sugieren, lo mismo que los respectivos sentimientos de cada personaje, sin subrayados, sin énfasis. Casado con una doctora, Kathy (Cécile Garcia-Foguet), con la que es padre de una niña, su vida no es precisamente la de un esposo puritano y fiel (el desarrollo del argumento permite adivinar sus escarceos y sus esporádicos devaneos con prostitutas, confidentes, adictas…), aunque sus comportamientos derivados de los ambientes de su trabajo no afectan al orden de su vida sentimental. Tampoco la coincidencia con Marie (Charlotte Kady), desinhibida inspectora de la brigada que lo elige como compañero favorito en misiones, seguimientos y vigilancias, comunión de la que cabe deducir una atracción mayor, más intensa, más personal, que la del mero complemento profesional. Su debilidad, en cambio, es Cécile (Lara Guirao), prostituta y drogadicta, confidente desde una redada en la que Lulu le permitió escapar, y con la que sostiene una curiosa relación íntima que excluye el sexo, pero bajo la que se va vislumbrando una afinidad mutua que, tal vez por las circunstancias de cada uno, cristaliza en sentimientos más profundos no expresados, pero sin duda reales, vívidos. La capacidad de Tavernier para sugerir sin mostrar, para ser revelador sin caer en lo textual, en la construcción y el desarrollo de estas relaciones, a base de secuencias breves y discontinuas, en apariencia banales pero elocuentes, es uno de los grandes aciertos de la película.
Carente igualmente de sentimentalismos, de efectismos de guion y de discursos moralizantes, la película discurre en su mayor parte por los ambientes sórdidos y deprimentes propios del submundo marginal en que se desenvuelven a diario los personajes (suburbios, edificios semiabandonados, callejones, túneles del metro, hoteles baratos, habitaciones sucias, revueltas, desconchadas), que tienen asimismo su proyección en el ecosistema policial de las comisarías en primera línea (oficinas instaladas en angostos barracones, la tierra removida de los aparcamientos sumidos en unas obras que nunca terminan, calabozos saturados, interiores oscuros y envejecidos, vehículos desgastados precisados a menudo de mantenimiento y reparaciones…), y que están asimismo incorporados al tratamiento visual del film, a sus imágenes sucias, impersonales, de colores tenues y entornos grises, vulgares, indiferentes, indistinguibles. De este modo, la película equipara estéticamente a perseguidores y perseguidos, los coloca como piezas de un mismo juego, caras de una misma moneda, extremos de un común fenómeno de precariedad y falta de expectativas que es tutelado, y a la vez provocado y mantenido, por una ley ineficiente que se limita a aspirar a mantener el statu quo como arma política, como escaparate social, pero que no ataca las causas ni busca las auténticas soluciones al tráfico de drogas y al problema de la adicción. Esta solución, cuando la hay, pasa ineludiblemente por lo personal, y la película lo muestra a través de un doble prisma contrapuesto: en primer lugar, el yonqui que, en comisaría, se lamenta, ante la comprensión inoperante de los policías, de que el tratamiento a base de pastillas que le ofrecen tras haberle requisado sus dosis de drogas no sirve para nada, que con eso no tiene ni para empezar; en segundo término, el personaje de Cécile, débil, sumiso, resignado a su vida de prostitución y adicción hasta que, paradójicamente, sale temporalmente de la influencia de Lulu, su policía protector, tal vez también su amor secreto. El desenlace de este personaje es al mismo tiempo la mayor concesión al espectador y el más explícito vislumbre de esperanza que la película se concede.
La película, que elogia la labor de la policía en su infructuosa búsqueda de una victoria imposible contra un enemigo implacable, evita sin embargo fabricar héroes, erigir personajes de una ética intachable, seres morales de una pieza. Al contrario, los agentes son personas imperfectas, que discuten entre ellos (a veces, incluso a palos), que se salen por la tangente de las ordenanzas cuando hay ocasión o resulta oportuno, que son igualmente débiles con las tentaciones (sobre todo, con las sexuales) y cuya ética resulta difusa (lo mismo detraen ciertas cantidades de droga de las cantidades decomisadas para atender las necesidades de sus confidentes, que operan a espaldas de los mandos o compañeros o se enfrentan obcecados a ellos, a veces por las razones equivocadas). La galería de policías que presenta la película recorre todo el espectro, desde el profesional íntegro a su manera como Lulu al policía resabiado y embrutecido (Manuel, interpretado por Jean-Roger Milo); desde el gracioso infantilizado que se enfrenta a su desencanto diario a base de bromas y jueguecitos (Dodo, al que da vida Jean-Paul Comart) al que, harto de tanta sordidez y escandalizado por los métodos poco ortodoxos y escrupulosos con las ordenanzas del trabajo de calle real, aspira a cambiar de unidad, de ambiente, tal vez de oficio (Vincent); de la que sabe que ese trabajo no va a durar siempre y se enfrenta a la incertidumbre de dónde acabará (Marie) al que de momento solo se deja llevar y espera a verlas venir (Antoine, Philippe Torreton). Hilos, ideas, interiores de los personajes, que Tavernier esboza desde el inicio a grandes trazos que con el paso de los minutos van creando una realidad humana nueva, más profunda, más sentida y solemne.
Anhelos, esperanzas, cansancios, frustraciones, desencantos, que se sintetizan sabiamente en el último plano de la película, tras el postrero encuentro de Lulu y Cécile, en la calle, casi por azar: teniendo que despedirse apresuradamente porque le aguarda una misión, tras la sorpresa de reencontrarse (después de tantos esfuerzos sin lograrlo) con esa Cécile renovada, renacida, y las acostumbradas vagas promesas de retomar el vínculo y mantener el contacto, Lulu vuelve a la faena acurrucado en la caja de la furgoneta de la brigada. Perturbado, desasosegado, pensativo, resignado, mientras por la ventana del portón trasero, Cécile se pierde en el anonimato de una ciudad que pronto ya no será la suya. Después de más de dos horas de vibrante metraje, un plano largo, sordo, sostenido, que permite al público introducirse en el abanico de sentimientos que agitan a Lulu, salir lentamente con él de una película tan compleja, tan viva, tan incómoda, tan intensa, revela sin duda la mano de un verdadero maestro.
