Aquella tarde frente al médico, el bloguero que os escribe y os quiere recordaría el encadenamiento de circunstancias que le llevaron al status de paciente cenizo. Para empezar, una salidita inocente de fin de semana donde hubo una estimación del riesgo inadecuada al saltar desde una altura de dos metros. A cualquiera puede pasarle ¿o no?
Se pensó, por parte de quien ejecutó el salto, que el matorral debajo presente amortiguaría el peso y, efectívamente, lo hizo para un solo pie. El otro, fue más desdichado e intimó con la roca que había debajo, convenientemente oculta y aplastantemente sólida, lesionándose la talonera. Es lo que tiene el cariño geológico…
Como es obvio, no hubo más remedio que procurar el traslado a una sección de urgencias, la cual mostraba la dotación humana acostumbrada para el fin de semana: un solo traumatólogo para todo el rebaño de escoñados.
Arrancaba así, la primera estación de un camino de desdichas, con las paranoias acostumbradas, al estilo de yo estaba antes que el gordo con barba y porque lo llaman a el. Son estas reflexiones las que te muestran clarito que no eres el centro del universo, a pesar de lo que mi madre me decía ¿me mintió?
Nunca lo sabré (ni preguntaré) pero sí que supe, claramente, que contarle a una traumatóloga el porque tenías el talón como lo tenías era una invitación a que compusiera el gesto de “cuanto gilipollas patoso hay cayéndose por ahí, dioss, para que escogería este trabajo…”
Y ponerle de tal humor exigía su precio: un diagnóstico de “fascitis plantar con hematoma agudo” y a chupar rehabilitación. Menos mal que salvamos el hueso…
Los recuerdos de los días posteriores en la clínica elegida para la tal rehabilitación son borrosos pero lo sé, sé que pasó allí. Allí fue donde un fulano -al que daban corrientes por los bracitos- estornudaba como un poseso y esparcía alguna variedad mutante del virus del resfriado. En aquel lugar y mientras rodaba una pelotita con púas de goma bajo el talón, acogí la segunda afección que días mas tarde me noqueaba.
Cojear y encima estar acatarrado es una situación que te retrotrae a la prehistoria de la salud, cuando la gente de mediana edad -de los mayores ya ni hablo- pateaba las calles multiafectada y se pensaba que debía hacer penitencia y que esto era un valle de lágrimas, pues polvo eres y polvo serás y como no eches un ídem en amargado te convertirás.
Y voilá, llegados aquí, contad si son tres y ya está hecho. Tres amarguras, la última en forma de faringitis aguda consecuencia del resfriado, como me dijo aquella tarde al principio mencionada un médico, mostrándole yo la garganta con el humillante “aaah” y saliendo con el talón dolido y una receta de antibióticos para la calle. Después de todo esto, creo que amo el Otoño profundamente, amo las rocas ocultas en los matorrales y también a la humanidad que estornuda.
Un saludo con teclas tontas y que todos nos pongamos buenos, criaturas queridas.