Revista Insólito
El año 1346 un mal terrible se extendió por Asia.
Fueron muchos meses de muerte que pasaron desapercibidos en la Europa medieval.
Todo comenzó en una tierra inhóspita, en las amplias estepas tártaras, posiblemente Manchuria. Un roedor, la marmota, era portador de un mal terrible y conocido desde antiguo: la peste. Sus pulgas propagaron una desolación que pronto cabalgó lejos, a lomos de un nuevo huésped: la rata negra. La India resultó diezmada y las crónicas chinas hablan de al menos 15 millones de muertos. Poco después Oriente Medio o Egipto sucumbieron bajo el aleteo de la guadaña.
Dos años más tarde, arriban silentes barcos a los puertos de Mesina, Venecia, Marsella o Génova cuyos tripulantes están ya enfermos o muertos. Provienen de ciudades genovesas asediadas por ejércitos mongoles. Y unas escurridizas y pequeñas ratas oscuras desembarcan, sembrando una ponzoña para la que no hay cura ni estamos inmunizados.
La rata negra procede de la India y está acostumbrada a los climas cálidos; sin embargo, en el refugio de los hogares europeos las ratas (y sus pulgas) sobreviven, y en las grandes ciudades las mujeres, ocupadas en labores domésticas, fueron víctimas propiciatorias del mal que portaban.
Con el frío hay menos pulgas, pero los contagios no se detienen. Las frías temperaturas del otoño europeo alteran el sistema digestivo de la pulga, que no puede metabolizar convenientemente la sangre que ha ingerido. Las enzimas gástricas no destruyen las bacterias de la peste, que se multiplican en su interior.
La pulga está siempre hambrienta. Y en un ambiente insalubre ratas enfermas y pulgas infectadas proliferan.
En 1348 una muerte repentina, como nunca se ha visto, asola el continente. Es la famosa peste negra. Los hijos asustados abandonan a los padres enfermos y, contraviniendo la naturaleza misma, los padres abandonan a los hijos. Los médicos desatienden a las víctimas e incluso los sacerdotes se niegan a ofrecer el alivio de la extremaunción. La situación es tan grave que los obispos permiten que los familiares practiquen este sacramento por sí mismos. Esta vivencia nueva de la fe, más personal, sin la intermediación del sacerdote, será uno de los caldos de cultivo del protestantismo.
Los pueblos asisten a lo que parece el fin del orden social, una hecatombe que parece acabar con el atisbo de civilización que supuso la ciudad en la Baja Edad Media. Un tercio de la población europea fallece en cuestión de pocos meses. No hay quien siembre los campos, y en ciudades de Alemania fallece el 90% de la población. El hambre es atroz. Reina el caos de la desesperación y del desánimo.
El rey francés Felipe VI acude a la Facultad de Medicina de la Sorbona, una de las más prestigiosas del mundo, para que aclarare en lo posible las causas de lo que parecía el fin del mundo. Los doctos profesores presentaron su dictamen: una triple conjunción de Saturno, Júpiter y Marte en el grado cuarenta de Acuario, ocurrida el veinte de marzo de 1345, había elevado las temperaturas y emponzoñado el aire.
Sin embargo, sí se observan unas pautas que ayudan a luchar contra el mal. Nadie relaciona el contagio con la picadura de las pulgas, pero hay profesiones más propensas a contraer el mal; como los comerciantes de paños. Las vestiduras parecen transportar la muerte, y en algunas ciudades los viajeros debían desprenderse de sus ropajes y sólo se les permitía entrar después de vestirse con unas ropas nuevas prestadas por la propia ciudad. Se queman las ropas de los muertos.
Es curioso que nadie acabase de ver la relación entre ropa, pulga y peste. De hecho, habrá que esperar a principios del siglo XX, cuando se pusieron de moda los abrigos de piel de marmota de Manchuria (volvemos, pues, al origen). Miles de cazadores inexpertos se dedicaron al lucrativo negocio de atrapar a los roedores, especialmente a los más débiles por enfermos. Con ello incumplían una tradición centenaria de los cazadores expertos: “nunca se caza a una marmota enferma”.
Al poco, una epidemia de peste bubónica mató a 60.000 personas. Diez años antes, en Francia, se había descubierto el bacilo causante de la peste.
Los médicos medievales formularon las hipótesis más peregrinas; creían que la peste se debía a los vientos cálidos que provenían del sur. Se recomendaba aspirar el olor de maderas aromáticas o, por el contrario, el olor pútrido de las letrinas públicas; toda actividad física implicaba un mayor consumo de aire, y por tanto era peligrosa. También se le echó la culpa a los judíos, que envenenaban las aguas.
Sin embargo, sabemos de un caso en el que los consejos del doctor salvaron al paciente: en la sede papal de Aviñón el número de víctimas era tal que, como sucedía en otros lugares, no había posibilidad de enterrar a los miles de muertos diarios. El Papa Clemente VI se vio obligado a consagrar las aguas del río Ródano, y desde entonces se arrojaron los muertos a la corriente. En esta tesitura Guy de Chauliac, médico del pontífice, prohibió al Santo Padre que recibiera visitas, y lo mantuvo cautivo durante todo el caluroso verano provenzal en un salón, en medio de dos grandes fuegos. En ese ambiente asfixiante no podía haber pulgas, y Clemente VI no enfermó de la peste de 1348.
Hoy en día se discute lo que realmente sucedió en la Europa del siglo XVI. La velocidad de propagación del mal, su rapidísima expansión, más parece obra de un agente infeccioso, como una gripe, la viruela o una fiebre hemorrágica. Se han encontrado restos del bacilo de la peste en cadáveres de la época, y los síntomas son inequívocos, especialmente con la peste bubónica; pero en otros cadáveres no hay indicios de bacilos. Algunos especialistas defienden la idea de que no hubo una sola causa que explicase el desplome demográfico, sino una desgraciada concatenación de enfermedades que se cebaron en una población desnutrida y débil.
Pero hay más: la Peste Negra esconde un enigma. Si observan el mapa que aporto, observarán que hay dos zonas en concreto en las que no se dieron casos de peste, o fueron muy raros. Hablamos de la ciudad de Milán y de un área muy concreta del occidente pirenaico. Estos dos lugares fueron refugios situados en medio de zonas con una altísima incidencia, oasis que se salvaron de horror ¿Por qué? Llegados a este punto sólo podemos especular. En el caso de Milán, parece demostrado que las autoridades actuaron con mucha diligencia, cegando las tres primeras casas en las que se manifestaron síntomas de la enfermedad. Dentro de estos hogares quedaron encerrados y condenados enfermos y sanos por igual. Esta actuación, y la estricta cuarentena que impusieron a los visitantes, pueden explicar que pudiesen controlar la marea de muerte de 1348. De todos modos, otras poblaciones tomaron medidas similares y ello no evitó que la peste se propagara; el control de las ratas, una verdadera plaga, era imposible.
El asunto de los Pirineos es, francamente, inexplicable. Veamos: los autores y científicos lo justifican en el hecho de que eran zonas poco pobladas y con apenas tránsito ni contacto. Si esta fuese la explicación ¿qué sucede con otras zonas montañosas, como la asturiana? ¿Acaso no hay valles en los Alpes tan o más inaccesibles? Por qué la peste asoló esas otras zonas agrestes, y sin embargo salvaguardó un pequeño reducto del occidente pirenaico?
Tras mucho reflexionar sobre ello, ni tan siquiera encuentro el bosquejo de una hipótesis. ¿Acaso las poblaciones de esa zona en concreto tenían un sistema inmunológico que les preservaba de la muerte? ¿Existió una mutación que nos protegió de la peste o de otras enfermedades? ¿Qué hay de especial en esta zona?
Insisto, no lo sé. En lo primero que pensé fue en la endogamia vasca, que se manifiesta en un índice inusualmente alto del factor RH negativo en la sangre. Vascos y judíos son los únicos de los grandes pueblos occidentales que mantienen rasgos propios en su genotipo. Pero la zona no coincide exactamente con las vascongadas. De todos modos, es una idea que dejo en el aire.
La peste nos cambió, alteró las estructuras sociales y derrumbó todo el armazón feudal. Los que sobrevivieron transmitieron un sistema inmunológico más fuerte, que nos ayudó a soportar otras pandemias. “Lo que no te mata te hace más fuerte”, dice el refrán. Y es cierto.
Los investigadores han estado buscando claves genéticas en la supervivencia, herencias en nuestro sistema inmunológico que se han transmitido a lo largo de los siglos. Es una tarea difícil, por aquello de que los humanos tenemos la costumbre de emigrar y no parar demasiado quietos. Sin embargo, un hecho asombroso acaecido en una población de Inglaterra del siglo XVII nos ofreció las pistas que necesitamos.
Es el increíble ejemplo que nos ofreció el pueblo de Eyam, en Derbyshire. Su historia merece ser recordada.
En la primavera de 1665 la ciudad de Londres sufrió una terrible epidemia de peste. Entonces eran comunes esas figuras espectrales de los médicos ataviados con las máscaras picudas y los bastones de color blanco, una idea del médico de Luis XIII. El humilde sastre George Vicars, de visita en la capital, volvió a Eyam con un cargamento de ropas, sin ser consciente de que en su carro la muerte se agazapaba en forma de pequeñas pulgas. Vicars enfermó a los dos días de su llegada, y falleció en menos de una semana.
No se podía hacer demasiado: Eyam estaba infectada.
El pueblo, en vez de dejarse llevar por el pánico, se reunió en mayo con el reverendo Mompesson y el ministro puritano Stanley y acordaron un plan de acción. Había que frenar la enfermedad en Eyam, y la única manera era aislarse del exterior. Además, los vecinos redujeron al máximo el riesgo de contagio: los familiares de los muertos enterraban a sus víctimas, y las misas se celebraban al aire libre, para que pudiesen estar separados unos grupos de otros. Durante 16 meses Eyam se encerró en sí misma para proteger a las poblaciones vecinas.
Pasado ese tiempo, entraron las primeras personas del exterior. Se encontraron con un paisaje desolador: el pueblo contaba con 350 habitantes, y sólo habían sobrevivido 83. Pero en toda la comarca de los alrededores no hubo ni un solo caso de peste. La valentía de las gentes de Eyam había conseguido frenar la propagación de la peste.
Eyam era un lugar único: durante más de un año una parte de la población había sobrevivido a la enfermedad de forma aparentemente aleatoria. Muchos supervivientes habían tenido un contacto directo con la enfermedad, como Elizabeth Hancock, que cuidó y enterró a sus seis hijos y a su marido en apenas 8 días; o como el enterrador del pueblo ¿Por qué unos sí y otros no? La respuesta debía estar en el sistema inmunológico.
Los genetistas del siglo XXI están estudiando a los descendientes de los 83 supervivientes de Eyam. Han descubierto en muchos una mutación genética conocida como “Delta 32”. Es una mutación que, en su forma heterocigótica (con sólo una copia mutada), se encuentra en un 20% de los europeos. Sin embargo, en el resto del mundo es una mutación muy rara. Los genetistas han rastreado el momento en que se produjo esta mutación: hace unos 600 años. Sobre el 1.400.
Lo asombroso es que estudios recientes han demostrado que esta mutación implica una menor incidencia del virus del SIDA. En el caso de los homocigóticos (un 1%) al parecer son inmunes a contraer la enfermedad.
Acabo ya. Es difícil hablar de un tema tan manido y poder explicar algo nuevo. La peste procedía de las marmotas, hubo un papa que sobrevivió sudando y que consagró un río, hubo dos lugares en los que no se conocen casos de Peste y en un pueblo de Inglaterra sus habitantes demostraron valentía y sensatez.
Espero que, si nos toca pasar por algo así, demostremos estar a su altura. Porque nosotros sí tenemos muchos más conocimientos sobre la enfermedad, vías de contagio y hábitos de higiene. Porque tenemos un sistema de salud pública que nos protege.
Porque ¿saben? La mayor pandemia en términos absolutos se dio en el siglo XX, en 1918, con 100 millones de personas muertas de gripe.
Es algo que conviene recordar. Puede volver a pasar. Conservemos la calma y cuidemos los unos de los otros. Confiemos en la sensatez que transmitan nuestros dirigentes políticos...
... y sí. Yo también me estoy acordando de la reciente crisis del ébola.
Antonio Carrillo