Revista Ciencia
INCOMENSURABILIDAD
6 de diciembre de 2013
¿Cómo explica la religión el origen del universo o del ser humano? Esta pregunta, soltada a bocajarro, manifestaba la sana inquietud de quien se plantea un falso dilema: o Dios o evolución. Parece que mutuamente se excluyen; pero es solo desde la ignorancia. Nada hay en la fe cristiana que impida la subducción de ambas causas, las segundas en la Primera; ni tampoco, en el orden ontológico, la asunción de las mismas. Por tanto, se puede decir que, de algún modo, en Dios están todas las causas del ser.
Sin embargo, son dos planos distintos. Las causas empíricas, por definición, son mensurables: se pueden medir, y desde ellas idear experimentos, teorizar, deducir o inducir, etc. La causa primera, es decir Dios, es por definición, inconmensurable: es imposible atraparla en una teoría científica o verla con un microscopio de luz polarizada. No solo eso, sino que su infinitud se escapa a quien, por definición, es finito: cada uno de nosotros.
De igual modo sucede con la realidad que llamamos alma. Está ahí, pero ningún cirujano la ha visto ni la podrá ver jamás. Es la diferencia entre un cadáver y ese mismo individuo un momento antes de fallecer. ¿En qué se diferencian?: en la vida. El principio por el que comprobamos que algo es un ser vivo es precisamente lo que le anima, el alma. En el caso del hombre ese principio –el alma humana-, como ya mostrara Platón en el Fedón, es inmortal por indestructible. Muchos filósofos, siguiendo argumentos semejantes han llegado a las mismas o parecidas conclusiones.
Por tanto, tenemos dos mundos: el mensurable y el inconmensurable. Al primero se llega a través de las ciencias empíricas y, de algún modo, menos exacto, por las ciencias sociales. En cambio, al inconmensurable no podemos allegarnos por esas mismas vías: hay que acercarse con la reverencia propia de un filósofo que busca la sabiduría. Y usar de razón. Ciertamente hay puentes entre esas dos realidades. Uno que me parece muy importante es la capacidad del cosmos para ser conocido, y la capacidad del hombre –imago Dei, imagen de Dios- para ser cognoscente. Lo primero asombra. Lo segundo, deslumbra y emociona.
Pedro López. BiólogoGrupo de Estudios de Actualidad