«Cuando pensamos en la tecnología siempre pensamos en lo que nos permite hacer, nunca en lo que nos obliga a hacer. Y eso es lo importante. Un martillo nos obliga a muy poco, ni siquiera a clavar un clavo si tenemos que colgar un cuadro, pues podemos abandonarnos a la pereza. En cambio la Red obliga a usarla todo el rato, porque no es una herramienta, sino un órgano: estamos obligados a usar el riñón constantemente» (Santiago Alba Rico: Esclavos de la ultraconexión: por qué apagar el móvil se ha convertido en el nuevo lujo, 2018)
La explotación de la actividad contra la que nos prevenía Enrique Dans en 2018 es hoy un secreto a voces: cada vez más gente es consciente del tiempo que pierde ante las pantallas sin obtener apenas nada a cambio; por todas partes se levantan voces muy críticas sobre la nula ética y el obsceno beneficio de las grades corporaciones que hay detrás de las herramientas que se supone iban a llevar nuestra sociabilidad al siguiente nivel. Como alternativa, se proponen numerosas estrategias para desengancharse: terapias mindfulness que cargan sobre quienes las padecen el peso de la culpa por haber sucumbido a algo que se nos ofrece por todas partes y a todas horas; fábulas apocalípticas sobre los efectos perversos del aislamiento en el que nos estamos hundiendo y, por supuesto, modas y tendencias que defienden la desconexión como algo cool, trascendente, significativo, mejorador... El vaivén del péndulo (el que nos llevó a creer que la socialización digital era la solución definitiva para las sociedades complejas del poscapitalismo) está llegando al límite de su recorrido; en cualquier momento veremos cómo se invierte la tendencia, con las mismas fases, con la misma rapidez, pero con motivaciones opuestas. Quizá aún podamos disfrutar, en ese retorno programado, de un inesperado y efímero período de esplendor de la conectividad digital...
Poco a poco se nos cae la venda de los ojos y, aún con la boca pequeña, admitimos que las redes sociales son en realidad un enorme laberinto que requiere constantemente nuestra atención durante el máximo tiempo posible. A cambio, su diseño nos provoca constantes y dosificadas descargas de dopamina mientras nos someten a un abrumador bombardeo de contenido patrocinado. En realidad, no hay nada social en las redes sociales, ni siquiera una motivación filantrópica. Todo es narcisismo, mala educación y unos consejos de administración que se forran con nuestra tendencia (programada en nuestros genes ves a saber por qué azar evolutivo) a esperar que tras el siguiente scroll estará lo realmente bueno, lo que necesitamos: la felicidad generosa que nos cambiará la vida sin que hayamos tenido que pedirlo y sin exigirnos nada a cambio. Pues a cada vez más gente resulta que la espera les está matando y ya empiezan a surgir síntomas de cansancio, hartazgo, auténticos indicios de arrepentimiento (como la canción aquella de Berlanga).
No descartemos un eclipse igual de rápido y sorprendente para las «Redes Sociales» tal como las conocemos ahora, algo así como un proceso inverso igual de fulminante que el que les llevó a imponerse en todo el planeta. Puede que en menos de una década Facebook, Twitter o Instagram nos envíen correos electrónicos (si es que todavía existen los correos electrónicos) para advertirnos de que si no reactivamos nuestro perfil (al que no hemos accedido ni añadido nada en años) lo darán de baja. Y, francamente, no nos importará, porque, por ese entonces, estaremos disfrutando acríticamente (otra vez) de una maravillosa «vida desconectada»... en Metaverso.
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