Este humilde espacio abre las puertas de la imaginación para que nuestros selectos lectores puedan expresarse libremente.
Hoy charlábamos con un amigo sobre esos tipos que tienen más de treinta años y están en pelotas, sin saber qué carajo hacer con sus vidas. En resumen: tipos como nosotros.
La cosa es que mi amigo me dice: Mati, porqué no mandamos todo a la mierda y nos vamos de viaje a Indochina.
Mientras me daba datos interesantísimos que abarcaban desde la biodiversidad hasta la evolución demográfica, yo empecé el viaje interno que siempre hago cuando me imagino en un lugar.
Mientras la voz de mi amigo empezaba a sonarme a algo como “wra wra awra wra”, nos vi llegando con las dos mochilas al aeropuerto de Vietnam o de Camboya, no sé. Mejor lo dejamos en Vietnam, por el coronel Kurtz. Y ahí estábamos, sin tener ni puta idea de cómo carajos movernos con la poca guita que nos había quedado después de semejante viaje, que seguramente tendría unas escalas insoportables, con altas posibilidades de perder el equipaje.
Tanto es así que a mi compañero, el que me seguía contando cosas, se le había perdido la mochila, sí señor, y había tenido que comprar algo de ropa en una feria de esas con miles de negocios en la calle, todos iguales. Y como él es medio quisquilloso, estaba de mal humor porque la ropa que había comprado era horrible, cero onda surfer, pero bueno, qué le íbamos a hacer, si hasta que la puta aerolínea no diera aviso de haber encontrado la mochila no podíamos hacer nada. Eso es porque compramos un pasaje por dos mangos, me acusa, mientras yo trato de preguntar en un horrible francés – porque en indochina se habla francés – , cómo carajos hacer para ir a la playa, porque a mi compañero le chupa un huevo la cultura, los monjes budistas y la puta que los parió, que él solo quiere estar en una playa arriba de una tabla surfeando, que para eso estamos en Indochina, que si hubiéramos querido cultura nos hubiéramos quedado en Rosario, que es una ciudad donde la cultura se te pega, como en Miami.
La cosa es que después de viajar ocho horas en una especie de colectivo – siempre en estos viajes los vehículos tienen características únicas – llegamos a una playa. Vungtau, ponele. Mi amigo corre hasta un lugar donde alquilan tablas y se mete al mar turquesa, bien adentro, casi hasta perderlo de vista. Al momento aparece arriba de una ola, surfeando, qué copado es mi amigo, parece uno de esos tipos que tienen todas las minas y que están todo el día quemados y que encima les pagan para andar metidos en el mar. Pero algo pasa, otro surfer se le cruza, ahora son dos. Lo veo charlar con los tipos, llegan otros más, todos muy juntos y vuelvo a perderlo de vista.
Entonces mi amigo se acerca. Lo veo agarrándose la mandíbula, porque acá no se puede Mati, acá los tipos son dueños de estas olas y hay que ir a otra playa. Y así pasan los días, él surfeando en playas de mierda con unas olas minúsculas y yo tratando de pararme en la tabla del orto, que porqué no las harán más anchas, que sería más fácil con una manijita acá, no?
La cosa es que la plata va menguando y hay que buscar laburo lavando platos o vendiendo porquerías en la playa, lo que sea. Pero el laburo no abunda y lo único que aparece nos lo ofrece el que nos alquila la cabaña en la que vivimos, horrorosa, a diez cuadras de la playa montaña arriba. El tipo dice que tiene un contacto con un empleado público y que están arreglando unos caminos de tierra, que la paga es buena y que el laburo es tranquilo. Y ahí estamos los dos, dándole con un pico al camino junto a otros chabones de mameluco verde.
En ese momento vuelvo a prestarle atención a mi amigo, que ahora se ha detenido a contarme cómo son las minas en indochina, que no se acuerda si lo vio en un reportaje del cable o en un programa de Marley. Entonces, cuando su relato termina, me mira con esa esperanza infantil que a veces pone, esperando una respuesta que lo acompañe en el sueño.
No Colo, Indochina no me gusta, le digo.
Mi amigo me mira con tristeza. Le rompí la ilusión, lo sé, pero no pienso hacer semejante viaje para terminar arreglando un camino de tierra. Prefiero seguir pensando en lo mal que estamos, carajo, en porqué somos una generación que vive en pelotas, sin saber qué hacer con nuestra vida.
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Foto: LeRoy Grannis