Como toda controversia situada en la palestra mediática y revestida de titulares de reclamo alarmista, la poderosa industria cárnica y sus consecuencias esconde una trama política, económica y social complicada y muy actual, en la que el medio ambiente se erige como protagonista y el veganismo asoma la cabeza.
Mientras la sociedad se enzarza en debates sobre cambios de dietas alimenticias, animales o seres sintientes, impactos climáticos y la ética de nuestros actos, el dulce cordero se alimenta de su madre, inocente y ajeno a su futuro inapelable y a los problemas de los hombres.
Él sabe bien lo que tiene que hacer; su instinto le previene y le guía, complementado por la protección y arropamiento de su madre. ¿Tendrá alguna luz con la que alumbrarnos en las enrevesadas marañas en las que nuestras mentes humanas se sumergen? ¿Recordarnos la sencillez de la vida: experimentar y disfrutar?
A años luz de su candidez, la acusación en el banquillo del negocio agropecuario es lanzada hacia algunos pilares básicos: la amenaza sobre el medio ambiente por las ingentes emisiones de CO 2 a la atmósfera, la deforestación y degradación del suelo y los recursos hídricos, y el maltrato animal.
Los medios de comunicación y los organismos internacionales y nacionales relacionados solo airean con persistencia los dos primeros. El último es replicado con más firmeza por ONGs, asociaciones y determinados partidos políticos de perfil animalista, aunque también de forma tímida pero creciente por una parte minoritaria de la población.
Solo con estas primeras cartas sobre el tapete ya se puede adivinar la complejidad del asunto y la dificultad de un análisis certero.
El calentamiento global y el cambio climático como proceso natural y cíclico de la Tierra y no de origen antrópico, y el aumento de la temperatura del planeta por la actividad solar y no por el gas de efecto invernadero CO 2, son controvertidas declaraciones científicas, igualmente validadas, que ya fueron tratadas en esta misma sección de la presente revista. Tales investigaciones científicas echan por tierra cualquier relación de los gases de efecto invernadero con el cambio climático.
Pero, en cualquier caso e independientemente de estas evidencias, hubo un polémico informe de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), en el año 2006, sobre el drástico impacto ambiental de la ganadería, que lo que provocó fue un impacto mediático y social cuyas secuelas aún se arrastran en toda noticia sobre la industria cárnica.
Sin embargo, no tuvo el mismo eco el hecho de que fuese posteriormente cuestionado por este mismo organismo, o que unos años después, en 2013, la propia FAO incluso revisase sus criterios de valoración y colocase a la ganadería en el polo opuesto, al considerarla como parte de la solución al cambio climático.
Esos criterios iniciales para obtener aquellos datos sobre las cantidades de dióxido de carbono (CO 2), metano (CH 4) y óxido nitroso (NO 2) emitidas por el ganado a nivel mundial, se basaban en una sencilla medición por cabeza y extendida al número de cabezas totales en el mundo, sin tener en cuenta las particularidades locales ni las diferencias en los sistemas de producción.
En un análisis sobre el balance de carbono en una finca ganadera de pastoreo al aire libre de cien hectáreas en Colombia, la captación de CO 2 de la atmósfera, gracias a la vegetación existente, dio un resultado seis veces mayor que el de la emisión equivalente de todos estos gases por parte de las reses.
En este sentido, aquel estudio posterior de la FAO reconsideró los pastizales naturales y pasturas perennes como secuestradores clave de carbono de la atmósfera y, por tanto, amortiguadores del cambio climático.
En base a estadísticas también de este organismo, a pesar de haberse duplicado la producción de carne en Estados Unidos, sus emisiones de gases de efecto invernadero disminuyeron más de un 11% desde la década de los sesenta, gracias a una ganadería menos nociva y más eficiente.
Acompañando a todo este atolladero medioambiental, hay un apunte revelador y conflictivo que sumar: la actividad pecuaria supone el medio de subsistencia de nada menos que mil trescientos millones de personas en el mundo (según dato de la FAO de 2006). Tal es el caso de los pequeños agricultores en países en vías de desarrollo, que se dedican a menudo a la cría de ganado.
Otro de los pilares críticos que sustenta los ataques a la ganadería y, más allá, al consumo de carne, está comenzando a filtrarse por los medios de comunicación convencionales hasta tocar la fibra sensible de un número cada vez mayor de ciudadanos. Se trata del controvertido acondicionamiento y trato hacia estos animales de granja.
Un tema aún debatido pero que va calando en la sociedad, pues esta está despertando de forma empática a un mundo de penosas emociones, no deseadas para sus domesticados compañeros. Son especies que acompañan al ser humano desde hace decenas de milenios, y al que deben cobijo, alimento y protección, pero también muerte y explotación.
Se hace necesario poner el dedo en la llaga de la sobreexplotación intensiva actual, cuando el ciudadano se pregunta hasta qué punto es necesario desatender unas condiciones mínimas dignas para la existencia del animal y provocarle sufrimiento inútil, y hasta dónde tiene repercusiones en la propia salud el ingerir carne de un animal hormonado y estresado.
Por si no fuese suficiente lo dificultoso del tema, en 2015 explosionó otra gran alarma, esta vez por parte del Centro Internacional de Investigación sobre el Cáncer (CIIC), órgano de la Organización Mundial de la Salud (OMS): las carnes procesadas son cancerígenas, dentro del mismo grupo 1 del tabaco o el arsénico, y las carnes rojas son "probablemente cancerígenas", dentro del grupo 2A.
Tras el esperado revuelo mediático y consecuente crisis sin precedentes en el sector, la OMS tuvo que aclarar que no pedía abandonar el consumo de carne, ni siquiera de la procesada, sino moderar su consumo.
Teniendo en cuenta que en el grupo 1 de sustancias cancerígenas se encuentran también el oxígeno y la luz solar, sin los cuales no existiría vida alguna en el planeta, quizás haya que valorar con más sosiego tal clasificación soltada a quemarropa, relacionada más con la cantidad que con la calidad.
Ante tales cadenas de acontecimientos de tanta repercusión social, no se han hecho esperar las reacciones, de muy diverso corte.
Por un lado, desde la industria cárnica, se han buscado apremiantes alternativas a estas problemáticas, desde una producción sostenible y ética hasta una carne cultivada.
En Francia, por ejemplo, hace un par de años se creó un Comité Nacional de Ética en Mataderos, como órgano consultivo del Consejo Nacional de la Alimentación. Pero quizás lo más sorprendente sea que en él estén incluidos tanto industrias, agricultores y ganaderos como asociaciones de consumidores y de bienestar animal, sociólogos, filósofos, parlamentarios y grupos religiosos.
En ese mismo año, 2017, se celebró la primera reunión de la Plataforma de la Unión Europea sobre bienestar animal, en la que se daban cita todas las partes interesadas y científicos, ONGs y organizaciones internacionales, para promover el diálogo y una mejor aplicación legal sobre cuestiones de bienestar animal, aunque estas estén centradas solo en los animales de granja.
El Ministerio Federal de Alimentación y Agricultura de Alemania ofrece a las granjas de animales la participación en la Iniciativa pro Bienestar Animal (ITW), con la distinción de una etiqueta en el producto, que indique que siguen un programa de mejora de las condiciones de vida de sus animales.
Aun con las críticas de ciertos núcleos de la sociedad por la insuficiencia de este tipo de medidas, son al menos señales de una creciente demanda social y sensibilidad ciudadana, a las que los gobiernos y el sector pecuario no tienen más remedio que responder y adaptar sus prácticas.
Bajo el nombre de carne ética se define una carne cultivada, artificial o in vitro, producida al multiplicarse desde una sola célula animal. La biotecnología nos ofrece un escaparate de sostenibilidad y ausencia de demanda de recursos naturales y de sufrimiento animal.
En un determinado entorno biológico construido y controlado, sin modificación genética, a partir del cultivo de unas primeras células musculares animales se construyen los tejidos, aplicando una proteína que incita el crecimiento celular. Toda una revolución tecnológica alimentaria -en proceso de investigación- que se avecina y que necesitará de la aceptación del consumidor, que bien podría cuestionarse dónde queda la esencia natural de este novedoso alimento.
El sector cárnico, pues, se va viendo obligado a apostar por una mejora en las instalaciones y en los procesos -como los mataderos móviles-, combinando una base ética bienestarista, de sostenibilidad y calidad del producto -como las granjas ecológicas.
Por otro lado, desde el poderoso lugar del consumidor, de forma velada y progresiva, ha nacido una corriente que promueve la ausencia del consumo de carne y productos de origen animal, pero esbozada desde varios enfoques.
Esta nueva postura llamada veganismo, que se adentra incluso en un estilo de vida, se configura desde tres fundamentos: el dietético, relacionado con la salud; el ambiental, basado en el impacto de la sobreexplotación animal en el medio ambiente; y el ético, que se cimenta sobre la consideración igualitaria de las especies animales respecto a la humana. Los veganos se apoyan en solo alguno de estos planteamientos o en todos.
Siendo una visión minoritaria, va prosperando sobre todo entre la juventud -quizás más sensibilizada pero también más manipulable-, y prueba de ello es que cada vez más empresas se apuntan al carro de un incipiente negocio de consumo. Pero existe desinformación y también un fanatismo entre sus filas que contamina la imagen más afable y tolerante del veganismo.
Existen muchos expertos nutricionistas que recomiendan el consumo de carne -además de fruta y verdura en abundancia-, cuando menos moderado, por su aporte energético y alimenticio. Las deficiencias de la dieta vegana en este aspecto son suplidas con complementos o alimentos enriquecidos, lo que no parece ser del todo connatural a la configuración anatómica humana.
Pero tampoco tendríamos que detenernos en sus condiciones dietéticas para recordar que el estado realmente inherente al Homo sapiens es el omnivorismo, y su fisiología está totalmente adaptada a ello.
Miles de años de evolución y adaptación a las inclemencias climáticas lo llevaron a transformar su sistema digestivo desde una dieta basada en vegetales, frutos y semillas, hasta otra a la que añadió el consumo de carne, mucho más energética y fácil y rápida de triturar y digerir.
Nuestros ancestros, a través de su evolución, hace unos dos millones de años se arriesgaron a utilizar esta nueva estrategia metabólica, de menor gasto energético, para poder desarrollar un órgano fundamental para la supervivencia: el cerebro.
Respecto al carácter ético del veganismo, aunque existan extremismos, es muy loable la atención y consideración compasiva hacia el animal y su bienestar, que brota de este movimiento. Aquellos santuarios de animales de granja que trabajan de forma honesta y discreta salvando miles de animales del sufrimiento son una ventana abierta a tal actitud.
Pero una mente demasiado enfocada en un solo aspecto de la vida puede acabar desnaturalizándola, pues la naturaleza es un todo perfectamente engranado e interrelacionado, y mucho más que la suma de sus partes.
La perspectiva antiespecista, defendida por el sector más político del veganismo, lucha por la igualdad y la liberación animal, estableciendo derechos para ellos y un trato de igual que se acerca de forma arriesgada a una humanización del animal y a un antropocentrismo inconsciente.
Este enfoque llega también aderezado por un amor incondicional hacia el animal que, bien mirado, en algunos casos hace aguas. Aquel que diga amar a unos mientras odia a otros, deja en entredicho tan flaco amor. Quien es capaz de amar a un animal de forma sincera es porque ama la vida y su grandeza; el respeto es universal, sea con la especie viva que sea, y eso no excluye al ser humano que piensa o actúa diferente.
Los animalistas defienden una igualación dirigida a los animales explotados por el hombre, aunque existen especies silvestres (insectos, aves, pequeños mamíferos,...) que sucumben igualmente ante los cultivos agrícolas y sus técnicas, los que proveen de frutas y vegetales también a los veganos.
Ponen en tela de juicio el utilitarismo del carnivorismo, si bien para su propia alimentación han de explotar a otros seres vivos olvidados y erróneamente considerados inferiores en su evolución: las plantas, también especies vivas.
Los expertos botánicos nos demuestran desde hace décadas que los vegetales están provistos de una inteligencia fuera de lo común, que se comunican entre ellos y con otras especies animales, y que sienten y reaccionan ante situaciones estresantes para ellos.
Por último, sería coherente mencionar que en la naturaleza hay muerte y depredación. Existe toda una compleja red trófica o de alimentación de los seres vivos, proveniente de un proceso evolutivo de millones de años, conducentes a la muerte animal o vegetal para la subsistencia; forma parte del proceso de la vida.
Sin duda, solo el hombre se atreve a inducir terribles sufrimientos a los animales, para su uso o su diversión. Pero, si lo hace hasta con sus semejantes, ¿qué puede esperarse de nuestra especie?
Si el veganismo mundial sirviese para acabar con la mayoría de las prácticas crueles que se infringen contra los animales domésticos y algunos de los salvajes, habría que abogar por ello. Pero el mayor conflicto no radica en el consumo cárnico en sí, sino en tales prácticas despiadadas y la indiferencia ante ellas. Porque si proveer de carne a los millones de personas que aún siguen padeciendo hambruna en el planeta los salvase de la muerte, la conciencia se nos haría carnívora de inmediato.
La libre elección de la propia alimentación es algo que debería ser digno de tolerancia, tanto si es un plato vegetariano, disfrazado como carne o pescado -porque se es vegano de convicción, no de estómago-, como si es a través de la mirada acusadora o feliz -según el grado de ignorancia que se tenga sobre el sufrimiento animal escondido detrás- de una pieza de ternera o de cordero sobre el plato.
Una vez más, el sentido común y una información más completa y veraz será lo que pueda salvarnos de alarmismos y fanatismos que desconocen la mecánica realmente natural de la vida en el planeta. Es decir, la solución comienza por el individuo, desde el respeto y conocimiento de todo ser vivo y también inerte, y entonces se extenderá a todo lo que toque y haga.
Porque el humano, en lugar de contemplar el paisaje mientras pasea por el bello planeta azul, fija su obsesiva mirada en un temido futuro inexistente -ignorando la única existencia de su presente, vivo y reclamante- y en su ombligo, centro de todas sus desdichas.
Por más que la ciencia explore y halle, que el ser humano se extravíe o madure, que recorra los océanos, las cimas o las estrellas, que celebre cumbres o foros por el desvalido planeta, la naturaleza seguirá estando ahí, con su mismo funcionamiento fascinante y su forma precisa de arreglar sus asuntos y equilibrarse, durante la permanente magia de la vida.
¿Y acaso nosotros no pertenecemos a ella?