Poco a poco Jonás Trueba --hijo de Fernando Trueba-- va encontrando su lugar en el cine, desmarcándose de los directores de la generación de su padre que suspiraban por un buen guión, financiación adecuada y éxito internacional (y mientras llegaba cualquiera de las tres cosas, o todas a la vez, rodaban cualquier otro guión sin arriesgar demasiado, a la espera de un Big One sobrevenido). Una diferencia abisal se abre entre estos directores viejunos y Jonás Trueba (por temas, por tecnología, por referencias), pero hay algo que --inesperadamente-- los mantiene en contacto: haber crecido en esa militancia progre e izquierdosa de Madrid, hoy en franco retroceso y en peligro de extinción por agotamiento y desaparición de sus señas de identidad culturales.
Jonás Trueba hace un cine protagonizado por jóvenes de su generación que parecen moverse todavía entre los ejes que caracterizaron la bohemia de sus padres: conversaciones culturetas y utopizantes en sobremesas o en baretos, personajes inadaptados de buscan compañeros/as de viaje con los que experimentar momentos trascendentes, o al menos divertidos y únicos. Queda bien claro cuando uno lee las entrevistas que concede. Un cine que, además, recupera las citas literarias para el cine y los argumentos transversalmente autobiográficos, un poco al estilo de la ya lejana caméra-stylo de Alexandre Astruc. Y no como homenaje ni falso descubrimiento, sino porque el péndulo del estilo nos ha levado de regreso a estos recursos; quizá una forma de revalorizar lo que, en su primera juventud, fueron excentricidades cinéfilas, obsesiones que ya sólo recuerdan las exnovias.
Para la gente de mi generación ochentera, Los exiliados románticos (2015) es todo esto: un reciclado de diversos tics argumentales, recursos y personajes ya vistos en títulos hoy superados, pero presentados sin complejos ni a modo de referencias intertextuales ni cosas de esas, sino al servicio de una narración limpia que deja entrever un estilo personal. El verano, un viaje por carretera, reencuentros con antiguos amores, inesperadas tertulias políticas y literarias... Un argumento sencillo en el que las escenas esbozan un drama o un gag que no acaban de concretarse, diálogos naturales, improvisados, reiterativos, serpenteantes, sugerentes... Fragmentos de vidas posibles al natural, para que el espectador se haga su propia composición del relato. Para la generación que no ha conocido todo eso seguramente la película les parecerá nueva, rompedora incluso, y les sorprenderá agradablemente, y con razón.
Los exiliados románticos es un mediometraje de 51 minutos que explica una historia mínima que finaliza cuando la anécdota se ha agotado, como en un relato breve. Nada de extenderla artificialmente con secundarios o escenas de relleno: mínima presentación de personajes, encadenamiento de momentos entre divertidos y extraños, apuntes de alguna que otra catarsis dramática y ya está. Cuando todo este material ha ardido la cámara abandona a sus personajes para que sigan su viaje, sin tratar de cerrar algunas tramas que hemos visto esbozadas. No todo tiene que ser obvio, ni todas las historias acabar al estilo clásico; han bastado tres escenas para que el título haya quedado perfectamente justificado.
En cuanto al estilo, la película contiene una buena mezcla de lentitud expositiva, largos planos secuencia en los momentos centrales del argumento, la cámara que se demora en el encuadre aunque los personajes han salido de plano hace rato (como si quisiera dar la impresión de que está allí para algo más que para dejarse ver a los protagonistas), uso de canciones para marcar una cierta estructura interna... Recursos del cine indie de toda la vida que siguen demostrando su eficacia; aunque me harán falta más películas para corroborar si forman parte del estilo de Jonás Trueba o son elecciones adaptadas al tono de la película.
La película toma prestado el mismo título del inclasificable libro del historiador E. H. Carr --publicado en 1933-- sobre el exilio europeo de unos cuantos ilustres opositores rusos al régimen zarista que, a fuerza de esperar un revolución en su país, se convirtieron en una especie de románticos europeizados de nuevo cuño, inasequibles al desaliento. Eso cuando no se dejaron embaucar por ideologías ajenas con la esperanza de acelerar sus anhelos. Jonás Trueba ha compuesto su película como una especie de apéndice a este texto, como demostrando que esos exilios románticos no surgen únicamente de las decepciones políticas, sino también --y sobre todo-- de las amorosas, especialmente las que se forjan más allá de las fronteras del idioma. Late en Trueba Jr. la fascinación por el encuentro fugaz, la exposición ilusa de proyectos vitales, el enriquecimiento --contradictorio, parcial, puramente anímico-- a base de intercambios sociales (y sexuales cuando se puede) con toda clase de personas. Ya va siendo hora de que alguien acepte el reto de escribir una tesis sobre la influencia de la generación Erasmus en el cine contemporáneo...