Revista Arte

Infinito patriotismo empresarial

Por Peterpank @castguer

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El 11 de diciembre de 1923 se celebró un cónclave empresarial insólito. Ese día se reunieron en Madrid el marqués de Urquijo, el conde de Zubiría, el industrial sir Ramón de la Sota (título concedido por el rey de Inglaterra), el marqués de Arriluce de Ybarra, el conde de Gamazo y el empresario vizcaíno Juan Tomás Gandarias. De la reunión salió una carta que se remitiría a los empresarios y aristócratas más relevantes del momento. Y fruto de esa circular, pocos días después, el 14 de diciembre, se reunía en los salones del Banco de Crédito Industrial, en el paseo de Recoletos, la flor y nata del empresariado patrio.

Así es como nació la Federación de Industrias Nacionales, hermanada con la asociación de banqueros, que previamente había mostrado su respeto al dictador Primo de Rivera. Los grandes bancos habían ofrecido al Directorio su “más desinteresada y patriótica colaboración para la labor de reconstitución nacional, consistente en el fomento de obras públicas con capital español”. En realidad, lo que se pretendía era evitar la presencia de “ese capital extranjero, más o menos imaginario, del que se habla”. Ni que decir tienen que esa “patriótica colaboración” cimentó la creación de numerosos monopolios y oligopolios en la España de la Dictadura. De hecho, no se puede entender esa época sin tener en cuenta los estrechos lazos entre Alfonso XIII y la élite empresarial, incrustada en el parlamento con títulos de senador o diputado para velar por sus intereses.

Aquella reunión no es, de ninguna manera, una anécdota en la historia de España. El compadreo entre poder económico y poder político recorre transversalmente el país. Hasta el extremo de que el sistema territorial  que nació de la Constitución de 1978 copió literalmente los vicios del viejo sistema de la Restauración. No hay presidente de comunidad autónoma que no haya creado una red clientelar a su alrededor -las liaisons dangereuses de sus señorías- con empresarios locales que han comido y bebido de forma copiosa del presupuesto.

Aquí está, en última instancia, el origen de la corrupción económica en España: la existencia de élites locales -en su origen vizcaínas y catalanas dada su especialización industrial- que han engrasado suficientemente el sistema de partidos para ganar concursos y concesiones públicas. No es que en la Administración central no se hayan podido cometer irregularidades, pero en todo caso son menores debido a que los mecanismos de fiscalización del gasto público han sido más estrictos. La Intervención General del Estado, con todos sus errores, es una de esas instituciones que habría que salvar en este fin de época.

Madrid-Vivo

Hacer negocios en España

La respuesta que se ha dado hasta ahora desde la opinión pública a esta insólita situación -impropia de un país avanzado- ha sido tradicionalmente arrojar al pozo de los leones a los políticos corruptos que han recaudado para ellos mismos o para su propio partido gracias a una generosa -y arbitraria- concesión administrativa. Pero poca atención se ha prestado al papel de los empresarios en una sociedad democrática. Probablemente, porque se ha asumido sin rechistar que para hacer negocios en España hay que plegarse a lo que diga el político de turno.

La perversidad de este razonamiento es tal que, de aceptarse, se convierte al empresario en un mero apéndice del poder político, en contra de lo que decía Schumpeter, para quien la función esencial del empresario es fomentar la innovación. De ninguna manera vivir de la sopa boba del Estado.

Las causas de ese pérfido argumento tienen que ver, necesariamente, con el escaso amor que ha tenido desde siempre este país por la libertad económica. Sucedió en la Restauración -el reino del caciquismo y de las oligarquías, como sostenía Joaquín Costa- y sucedió en el franquismo, donde el poder omnímodo del Estado lo abarcaba todo. El formidable aparato industrial creado en torno al INI limitó la iniciativa privada, que sólo creció  en aquellas actividades con renuncia expresa del sector público. O dicho en términos más directos: se asumió que para hacer negocios era preciso pactar con el Gobierno, por su propia naturaleza despótico paraíso de la arbitrariedad y del favoritismo. Aquello de la ética del capitalismo era una solemne memez.

Es cierto que hay otra corrupción mucho más sibilina que algunos historiadores económicos han denominado ‘captura del Estado’, que se produce cuando el regulador queda prisionero defendiendo intereses particulares y no el bien común. Y la existencia de algunas patronales durante el franquismo, como Seopan o Unesa, en plena prohibición del asociacionismo sindical y empresarial, refleja cómo han funcionado las llamadas puertas giratorias.  Es decir, la confusión entre lo público y lo privado.

Como han puesto de manifiesto algunos historiadores, el proteccionismo, el intervencionismo y los elementos favorables a la colusión empresarial subsistieron durante la democracia, aunque con formas diferentes, más complejas y refinadas. En ocasiones, el empresario no busca sólo influir en las élites políticas para consolidar su poder económico, sino que, en realidad, se sirve de sus propios recursos económicos para que triunfen sus convicciones políticas, lo cual socava todavía más el Estado democrático. Muchas veces aprovechando la debilidad económica de los grandes grupos de comunicación, mero instrumento de sus bastardos intereses.

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Mordidas a políticos corruptos

Lo curioso del caso es que este comportamiento ruin y repugnante de ciertos empresarios que pagan mordidas a políticos corruptos no suele ir más allá de un disgusto periodístico. De una pena de telediario, que diría la vicepresidenta. No existen códigos deontológicos contundentes más allá de meras declaraciones de principios ni listas negras capaces de expulsar de las asociaciones patronales a quienes sobornan a funcionarios públicos o a dirigentes políticos. Y ni siquiera este asunto suele plantearse en las juntas de accionistas, donde se da por hecho que un empresario tiene motivos suficientes para realizar una coima, como si se tratara de un asunto menor.

Es como si la corrupción económica fuera disculpada por el subconsciente colectivo del país; como si se tratara de un mal inherente al sistema político. Cuando en realidad las dos corrupciones -la política y la económica- se retroalimentan. Se necesitan. Una no se entiende sin la otra.

La realidad, sin embargo, es que ningún gran empresario ha entrado todavía en la cárcel por sobornar a un funcionario o por pagar comisiones, lo cual choca contra la realidad de un país que puede leer todos los días en los periódicos que algunas corporaciones (de dentro y fuera de Ibex) han hecho entrega de generosas cantidades de dinero de forma ilícita. No se trata de pequeños empresarios que para sobrevivir han tenido que hacer alguna tropelía, sino de señores del euro que sólo buscan acrecentar su poder. Y el argumento de que los empresarios son libres de ayudar al partido que quieran -algo totalmente legítimo- suele ser falso. La mayoría engrasa a todos los partidos con opciones reales de ganar, por lo que las ayudas no pueden llevarse al terreno estrictamente ideológico.

Algunos de esos empresarios, incluso, gozan de títulos nobiliarios, acompañan a las autoridades en viajes de Estado y otros, además, aparecen ante la opinión pública como bienhechores de la humanidad arropados por su infinito patriotismo. Aunque ninguno da explicaciones a sus accionistas sobre su presunta implicación en asuntos tan reprobables que merecen el reproche social.

Un auténtico dislate. Sin duda coherente con la complacencia que este país ha tenido históricamente con la corrupción económica. Probablemente, por el hecho de que la mayor de la corrupciones posibles -la corrupción política- forma parte de nuestro historia en los últimos doscientos años. Lo mismo que el estraperlo o el fraude fiscal generalizado.

Y por eso tal vez merezca la pena este apasionado artículo del sociólogo Juan José Linz escrito al principio de la Transición, y que de forma premonitoria se titulaba ‘Contra la Corrupción’.  “Es necesario”, decía Linz, “que la acción moralizadora se asuma de inmediato por el parlamento, bien a través de alguna de las comisiones existentes o mediante la creación de una comisión ad hoc, capacitada para investigar en detalle la aplicación de cada línea presupuestaria y recabar todos los informes que sean precisos con plena autoridad. Nadie puede sentirse ofendido por este tipo de investigaciones que forman parte de los usos lógicos de cualquier democracia estable. Con el dinero del contribuyente no se pueden hacer negocios confusos”. Corría el año 1977. La democracia, terminaba el escrito, es una concepción ética de la vida política y no puede seguir funcionando con esquemas viciados ni amparar procedimientos corruptos.

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Desde luego, habría que añadir, no para investigar a un solo partido, sino a todo el sistema político para acabar con la firma de un gran acuerdo nacional contra la corrupción. Así sabremos, como decía Ortega, ‘lo que nos pasa’, y lo que más importante, podremos saber cómo salir del atolladero.

Carlos Sánchez


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