Dentro del género bélico, en su vertiente más próxima a la acción psicológica y el suspense, destaca el subgénero de campos de prisioneros, que ha regalado al séptimo arte excelentes películas como la obra maestra La gran ilusión (La grande illusion, Jean Renoir, 1937), Traidor en el infierno (Stalag 17, Billy Wilder, 1953), El puente sobre el río Kwai (The bridge on the river Kwai, David Lean, 1957) o La gran evasión (The great escape, John Sturges, 1963). Quizá no a su altura, pero sí como una sorpresa puntual y muy refrescante, se erige por derecho propio Los que saben morir (The McKenzie break, 1970), película que maneja la habitual trama de un grupo de prisioneros que desea huir del lugar donde están retenidos para volver a sus líneas y continuar la guerra, mezclada en esta ocasión con la labor de los servicios de inteligencia de los guardianes, desde los despachos oficiales del alto mando hasta la misma alambrada, para descubrir y abortar la fuga, dirigida por el televisivo Lamont Johnson, quien a pesar de desarrollar la mayor parte de su carrera en la pequeña pantalla se anota en su haber conocidas películas como El gran duelo (A gunfight, 1970), western de bajo presupuesto con Kirk Douglas y Johnny Cash, o Lápiz de labios (Lipstick, 1976), intriga dramática en torno a una violación protagonizada por Margaux Hemingway.
Los que saben morir ofrece una perspectiva diferente, infrecuente: los prisioneros a cuyas desesperadas peripecias por escapar asiste el público son en este caso alemanes, casi todos ellos oficiales y tripulación procedentes de submarinos capturados por los británicos y retenidos en un campo en Escocia, y liderados por el brillante, perspicaz y tocapelotas capitán Schlueter (Helmut Griem), que vuelve locos a los responsables del campo con su continua política de hostigamiento a los guardianes, ya sea con protestas organizadas, desafíos orquestados a las normas del campo, constantes quebrantamientos de la disciplina interna y alguna que otra charada para burlar o burlarse de sus enemigos, actividades todas ellas en las que sus hombres le siguen y le obedecen como si de una única unidad militar entrenada para ello se tratara con la excepción de apenas unos pocos miembros de la Luftwaffe que se hallan también en el campo y cuyos aires aristocráticos y respeto por las convenciones internacionales de las leyes de guerra sobre los prisioneros chocan con el temperamento del, aparentemente, excéntrico capitán.
Pero este continuo circo, más molesto que realmente efectivo, dirigido por el capitán, oculta una segunda intención, un propósito más ambicioso: la distracción. Schlueter cree que manteniendo una algarabía permanente puede conseguir, como de hecho lo hace, que el comandante del campo pase por alto que los presos alemanes disponen de una radio que les permite comunicarse con Berlín, y de que su intento de fuga masiva se encuentra organizado, apoyado y respaldado por el alto mando nazi. Mientras los prisioneros juegan con sus guardianes, han construido laboriosamente un fenomenal túnel que los conducirá fuera del campo en número suficiente para llegar a la costa escocesa, embarcar en el submarino que les espera y volver a Alemania para organizar nuevas tripulaciones y comandar nuevas naves que permitan al III Reich recuperar la iniciativa en los mares de la que la Royal Navy le había privado tras el fracaso de la Batalla de Inglaterra en los cielos del Canal de la Mancha. Para ello cuentan con la ayuda de algún que otro espía irlandés, cuyas querencias nacionalistas les pusieron, de forma muy indecorosa, del lado de los nazis en no pocas operaciones dirigidas contra las Islas Británicas, y de un perfecto sistema de camuflaje que les permitirá desplazarse del campo a la costa y llegar a las coordenadas en las que les aguarda el submarino que ha de transportarles al continente ocupado por la Wehrmacht. Sin embargo, aunque el comandante del campo sea un ceporro, a la inteligencia británica no se le ha escapado que algo extraño ocurre, y aunque desconocen la posesión de una radio por parte de los prisioneros y lo avanzado de sus maniobras para huir, y se les escapa el alcance y la importancia de la fuga, envían a un pendenciero e indisciplinado capitán de origen irlandés, Jack Connor (Brian Keith) para que, por un lado, acabe de una vez por todas con el pulso constante con el que Schlueter ha tensado la cuerda de su relación con los guardianes, y por otro, para que averigüe qué ocurre en un campo de prisioneros en el que la evidente hostilidad, animadversión y lucha de los presos con sus guardianes no se traduce en intentos de fuga visibles, y si esta contradicción no está alimentando algún tipo de operación a mayor escala. Connor, en contra de la voluntad y del orgullo del responsable del campo, que se ve desplazado por un oficial de inferior rango con órdenes especiales del alto mando aliado, desplegará toda una serie de artimañas, nuevos métodos y medios poco ortodoxos para meter a los alemanes en cintura, al mismo tiempo que desarrolla una lucha privada de inteligencia, astucia y juego del ratón y el gato con Schlueter para descubrir sus intenciones y atajarlas.Influenciada, quizá demasiado, por las maneras televisivas habituales de su director, la película, sin ser especialmente apreciable en cuanto a su estética y a su lenguaje visual, resulta no obstante una cinta de lo más efectiva y entretenida, narrada con economía ausente de excesos y grandilocuencias, conducida con pulso y firmeza, que aborda momentos de tensión y suspense y también de acción con solvencia y un buen manejo del ritmo adaptado a la perfección a las necesidades -y sorpresas- del guión. Durante la primera mitad del metraje -ciento ocho minutos- predominan las secuencias estáticas dentro del campo, ya sea en las oficinas, los barracones o los patios, mientras que en la segunda son los espacios naturales de Escocia y las pequeñas localidades de la costa el entorno en el que tiene lugar el desenlace de la acción, que el guionista, William W. Norton, a partir de la novela de Sidney Shelley, construye de manera ambivalente, sin triunfo o fracaso total para ninguno de los dos bandos, y que permite establecer un paralelismo entre ambos personajes, Connor y Schlueter, caras ambos de una misma moneda, excluyendo cualquier signo de demonización del adversario y rindiendo tributo a las inteligencias y capacidades de ambos en servicio a sus respectivas causas y obligaciones militares.
La película contiene un buen puñado de secuencias de suspense estupendamente filmadas, desde la propia fuga, con los consabidos inconvenientes de última hora que exigen decisiones rápidas y que ponen en peligro el éxito de la operación, a la conclusión, con la carrera de evadidos y captores por lograr sus objetivos contrarreloj. Keith compone su personaje con efectividad y solidez, el típico oficial, tan de gusto de los británicos en la ficción, que se salta la cadena de mando o las ordenanzas cuando de un objetivo superior o más importante se trata. Griem está perfecto como Schlueter, un oficial que no vacila en cumplir las órdenes a costa de lo que sea, incluso sacrificando, causando o provocando directamente con sus manos la muerte de algunos de sus hombres (excepcional secuencia la de la noche lluviosa, en la que la tierra de los túneles depositada bajo el falso techo de los barracones, mojada a causa del fenomenal aguacero y multiplicado así, por tanto, su peso, amenaza con caer sobre los propios prisioneros ansiosos por fugarse), sabiendo dotar su personalidad de un aire psicopático, demencial, peligroso, desequilibrado, que contrasta con su frío genio como marino y su fina inteligencia como estratega al mando de los prisioneros del campo, y que le otorga una dimensión más profunda, atormentada, terrorífica.
En suma, una película muy recomendable para quienes gustan de este subgénero de evasiones, rodada con cierta escasez de medios (aunque MGM la coproduce junto a británicos e irlandeses) pero cuyas limitaciones vienen de sobra compensadas por una excelente utilización de los medios técnicos y artísticos al alcance de Lamont Johnson y del elenco principal. Una historia en la que no hay buenos ni malos; en la que la mala es únicamente la guerra.