No encontraba la correa del golden retriever. Mientras la buscaba los otros dos permanecían sentados junto a la puerta y el grande daba vueltas sobre sí mismo, ladrando insistentemente y dando saltitos. Cuando la halló, debajo de un montón de periódicos, el perro pareció entrar en una especie de trance irrefrenable, ladraba más y más alto, como celebrando que por fin salían a la calle. Fuera hacía frío, llovía, muchos coches, gente corriendo de una tienda a otra -¿por qué tenía que vivir en una gran ciudad?- y los perros enredándose con las piernas de la gente y con los cochitos de los niños y con las papeleras de la calle. Y en un segundo se desató el desastre, se cruzaron los tres con aquellos tres gatos del callejón, y empezaron a ladrar y a correr cada uno en su dirección. Y él no supo qué hacer, porque la situación era ingobernable.
Estaba todo muy tranquilo, los niños terminaban su redacción sobre la Navidad. Entraba un rayito de sol por la ventana de la clase que mitigaba ese frío intenso de finales de otoño. En un rato tendría lugar la fiesta de fin de trimestre. La superiora ya había advertido que ni un grito por el pasillo, ni un desorden de sillas. Estos tres meses habían sido duros: meter a camino aquellas treinta fieras, con las normas estrictas de la dichosa monja amargada, se había complicado en una tarea dificilísima, pero parecía que ya todo estaba encauzado a finales de diciembre. Miró el reloj, y aún no había calculado bien la hora vio pasar el hábito marrón por el pasillo; sonó la campana, y sin tiempo ni lugar a una reacción, aún sin terminar de desaparecer la monja inquisitoria, uno de los diablillos dio el grito de guerra ¡la fiestaaaaa! y el resto, como las ovejas corriendo antes del lobo, o como un cardumen de sardinas espantadas por un pez grande, comenzaron a gritar y a correr despavoridamente por el aula. La religiosa dejó ver por el cristal su malencarada expresión; y ella, corriendo sin control detrás de aquellos energúmenos se dio cuenta de que la situación era ingobernable.
Mariano sumó de aquí y de allá, clickó en las pestañas del Internet Explorer (él jamás usaría Mozzilla ni Chrome) de la página del Ministerio a las de La Razón, de éstas a las del ABC, incluso llegó a mirar las de El País. Volvió a sumar, pero el resultado no daba. Iba ganando, esto estaba claro. Pero la ganancia servía de poco. Podía haber esperado a convocar las elecciones el 26, igual la gente llena hasta arriba de langostinos y de cava no habrían ido a las urnas. O igual no. Quizás con el voto por correo… Aunque era tarde ya, y percibió que el correo no daba para tanto. Sacó un puro, lo pasó por los labios. Con la mano izquierda se palpó la cara, aún dolorida. En la calle Génova no se oía el rumor de hace algunos años, más bien se percibía un silencio atronador. Faltaba una hora o así. Se abrió la puerta de golpe, era ella, desde su punto de vista, bastante por debajo de la línea de sus ojos quiso decir algo, pero Mariano prefirió no oír. Hizo como que no oía mientras ella, con un deje de enfado en sus labios finos, en sus dientes separados, le espetó, para que lo oyera claramente: “Mariano, la situación es claramente ingobernable“.