Revista Libros
Inka Martí.
Cuaderno de noche.
Prólogo de Jacobo Siruela.
Imaginatio vera. Atalanta. Gerona, 2011.
Lo observaba Joseph Addison en 1712 y lo recordaba Borges dos siglos y medio después: quien sueña es a la vez el teatro, los actores, el texto y el auditorio.
Y añadía Borges, en su Libro de sueños: Una lectura literal de la metáfora de Addison podría conducirnos a la tesis, peligrosamente atractiva, de que los sueños constituyen el más antiguo y el no menos complejo de los géneros literarios.
En ese prólogo Borges diferenciaba los sueños del día - los sueños inventados por la vigilia- y los sueños de la noche –los sueños inventados por el sueño.
Recordaba todo esto mientras leía el Cuaderno de noche que Inka Martí acaba de publicar en Atalanta, a la vez que veía la necesidad de matizar que el sueño como género está más cerca del relato por su sintaxis narrativa y de la poesía por su potente irracionalismo y por la construcción de sus imágenes.
Por eso el asedio más eficiente al mundo de los sueños se ha hecho desde la literatura más que desde la psicología. Aunque los ejemplos son muchos, citaré solo dos: Coleridge escribió su poema más memorable al regresar de un sueño, Machado alcanzó uno de sus momentos más intensos en los Recuerdos de sueño, fiebre y duermevela.
El prestigio literario del sueño ha dado lugar también a imposturas evidentes: los sueños de las Escrituras no tienen la sintaxis ni el estilo del sueño, son falsificaciones interesadas con intención profética, y los de Quevedo son los de alguien que no ha soñado o no ha recordado lo que soñaba.
En este Cuaderno de noche, un noctuario fechado con una precisión que pertenece al despertar más que al sueño, Inka Martí se suma a la larga tradición de escritores que han llevado no un diario de la vigilia, sino un diario de la noche, un material de imágenes que pasan de lo irracional a lo racional a través de una secuencia narrativa.
Los sesenta y cinco sueños del libro -el mismo número de los que aparecen en las recopilaciones de los que Kafka dejó dispersos en sus cartas y en sus diarios- son de la materia impalpable y huidiza del espejo y del agua. Mejor dicho, no son sesenta y cinco sueños, sino sesenta y cinco relatos que toman como base el recuerdo de un sueño que viene de otro tiempo –el tiempo abolido- y de otro espacio – el no lugar, la utopía.
Nosotros, como nos recuerda Shakespeare, somos de la materia de los sueños. Y los sueños están hechos de la misma materia líquida y volátil de la poesía, de ciudades de cristal, de espirales y esferas, de caballos tatuados y albercas con delfines, de lagos y mares, de bosques o del interior de un árbol, de imágenes inciertas a las que intentan aproximarse las fotografías de cubierta y contracubierta y el autorretrato noctívago de la solapa.
Los sueños están hechos de nuestros terrores y nuestros deseos, de nuestras culpas o nuestros recuerdos y se alimentan más que de secretos, de una lógica secreta. Era Coleridge quien señalaba que así como en la vigilia las imágenes provocan una reacción emocional, en el sueño se produce el proceso contrario: primero es el efecto -el temor, o el deseo, o un dolor concreto- y luego surge la imagen que lo resume, que responde a ese estado emocional o que explica el malestar físico.
El sueño es una búsqueda de explicaciones. Es una lógica inversa que en lugar de ir de la causa al efecto va del efecto a la explicación, a inventar una causa. Y así quien tiene terrores nocturnos inventa un tigre que habite ese sueño o quien sufre un dolor en el sueño engendra un hecho que explique ese dolor, una causa que explique el efecto.
El sueño establece sus propias reglas, propone una articulación de símbolos que no obedece a las normas racionales que organizan la experiencia de la vigilia y responde a una lógica secreta que no se somete a la sintaxis de la razón diurna.
Frente al tiempo abolido del sueño que acumula imágenes simultáneas, la sintaxis narrativa de la vigilia exige una lógica basada en la secuencia temporal organizada.
En último extremo es una cuestión de tono y de estilo. Por eso, contar un sueño es hacer un ejercicio de traducción. Implica un cambio de registro, una adaptación a la sintaxis racional y a la articulación narrativa de los relatos. Perec añadiría que ese relato de los sueños – de la memoria de los sueños- era una forma de traicionarlos.
Porque también en los sueños hay un tono distinto al de los relatos diurnos. El intento de asimilar ese tono y de mantenerlo con naturalidad en la vigilia es seguramente la clave del estilo de Kafka y la esencia de lo kafkiano.
De la zona limítrofe entre una lógica y otra, entre lo onírico y lo racional se alimentaron las mitologías y las religiones y se nutren los relatos infantiles y las tradiciones folclóricas, como recuerda Jacobo Siruela en su prólogo, Secretos nocturnos.
Los sueños viven en el espacio del inconsciente, en el territorio del cuento infantil o de la mitología. Y por eso, como en las mitologías y en los relatos infantiles, el sueño sólo puede narrarse, como hace Inka Martí, desde la perplejidad de quien renuncia a la interpretación de la materia onírica, desde la extrañeza de quien no aspira a comprender lo que cuenta porque sabe que pertenece a otra realidad.
Una realidad que intenta captar este libro que evita la hermenéutica y abre la puerta para que - vuelvo otra vez a Borges- el arte de la noche penetre en el arte del día.
Santos Domínguez