Que el sistema judicial norteamericano es mucho más estricto con los titulares de cargos públicos que nuestro sistema es un hecho evidente. No sólo por el hecho de que en dicho país quien figura como demandado es el titular del cargo, sino por la propia jurisprudencia del Tribunal Supremo sobre la materia. Un buen ejemplo de ello es el caso Clinton v. Jones. Conviene recordar los hechos. El día 6 de mayo de 1994 Paula Jones interpone ante el juzgado federal del distrito este de Arkansas una demanda civil por daños frente a William Jefferson Clinton (que en la fecha de interposición de la demanda ya ostentaba la presidencia de los Estados Unidos) y Danny Ferguson, un oficial de policía. Los hechos en los que basa su reclamación tuvieron lugar el día 8 de mayo de 1991 en el hotel Excelsior de Little Rock, en el estado de Arkansas, donde la demandante trabajaba como recepcionista; en tal fecha el oficial de policía y codemandado Danny Ferguson le persuadió para visitar al gobernador (que debía pronunciar un discurso en una conferencia pública celebrada en dicho establecimiento hotelero) en la suite del hotel donde, siempre según la versión de Jones, Clinton le hizo “abyectas” proposiciones sexuales que la demandante rechazó. Según constaba en la demanda, las consecuencias del rechazo fueron dobles: en primer lugar, sus jefes inmediatos en el hotel comenzaron a tratarla de manera abiertamente hostil, cambio de actitud que Jones atribuía a su rechazo a las proposiciones sexuales del gobernador; en segundo lugar, una vez que Clinton accedió a la presidencia, el oficial de policía que hizo de “celestino” manifestó que ella había accedido a las solicitudes sexuales del gobernador. En consecuencia, Paula Jones inicia un pleito de responsabilidad civil reclamando 75.000 dólares por daños morales y 100.000 dólares por daños punitivos.
Los hechos, con ser significativos, son lo de menos en este caso, pues lo relevante son los motivos de oposición esgrimidos por la defensa de William J. Clinton: en primer lugar, se opone alegando la inmunidad presidencial y, en segundo lugar, manifiesta que se opondrá en su día presentando una moción tendente a que se desestimen sin más las alegaciones pero, y esto es lo verdaderamente importante, solicita del juzgado que puesto que el demandado ocupa en la actualidad la presidencia de los Estados Unidos, se suspenda la tramitación del asunto hasta que abandone dicho cargo. El juez rechaza el archivo en base a la inmunidad presidencial, pero acepta suspender el pleito hasta que Clinton finalice su mandato. Ambas partes recurren la sentencia ante el Tribunal de Apelaciones quien en su sentencia confirma el rechazo de la inmunidad presidencial, pero revoca la decisión del juez de instancia suspendiendo las actuaciones hasta que Clinton abandonase la presidencia. En una declaración impensable en un órgano judicial español, el Tribunal de Apelaciones del Octavo Circuito Judicial manifiesta en su sentencia que el presidente está sujeto a las mismas leyes que el resto de los ciudadanos (“the President, like all other government officials, is subject to the same laws that apply to all other members of our society”), y que no existe precedente en virtud del cual un cargo público goce de inmunidad por actuaciones que no hayan sido realizadas en el ejercicio del cargo (“case in which any public official ever has been granted any immunity from suit for his unofficial acts”). El asunto llega vía writ of certiorari al Tribunal Supremo de los Estados Unidos.
Pues bien, el día 27 de mayo de 1997 el Tribunal Supremo de los Estados Unidos hace pública la sentencia del caso Clinton v. Jones [520 US 681]. En una resolución elaborada por John Paul Stevens (líder indiscutible del ala liberal del Tribunal Supremo) y que gozó del apoyo unánime de los ocho magistrados restantes, el alto tribunal rechaza tajantemente las pretensiones de Clinton. El Tribunal Supremo indica que existen tres precedentes en los cuales el jefe del ejecutivo ha sido objeto de una reclamación por daños, pero que no arrojan luz sobre el asunto (los casos de Theodore Roosevelt y Harry Truman fueron archivados antes de que los mismos fueran elevados al cargo de presidente y el archivo confirmado por la instancia superior cuando ambos ya ostentaban el cargo de mandatarios norteamericanos; el tercer caso, afectaba a John F. Kennedy y se refería a un accidente de tráfico que tuvo lugar durante la campaña presidencial de 1960 y que llegó a los juzgados cuando Kennedy ya ostentaba la presidencia, tratando éste de oponer en el juzgado la inmunidad que le otorgaba su condición de comandante en jefe, algo que el juzgado rechazó de plano, si bien las partes en conflicto llegaron a un acuerdo extrajudicial y el asunto fue, en consecuencia, archivado). Stevens indica de forma tajante que la inmunidad que tienen los cargos públicos no se extiende a actuaciones privadas (“The principal rationale for affording certain public servants immunity from suits for money damages arising out of their official acts is inapplicable to unofficial conduct”) y que los razonamientos para justificar la inmunidad no se aplican, pues, a actuaciones no oficiales (“This reasoning provides no support for an immunity for unofficial conduct”). El juez Stevens continúa su razonamiento indicando que el argumento de más peso esgrimido por Clinton es el referente a la mera suspensión de las actuaciones judiciales (Clinton reconocía expresamente que no se encontraba por encima de la ley (“He does not contend that the occupant of the Office of the President is “above the law,” in the sense that his conduct is entirely immune from judicial scrutiny”), sino que las funciones inherentes al cargo presidencial conllevaban una serie de responsabilidades que demandaban de Clinton una dedicación exclusiva a sus funciones públicas (algo parecido a lo que Thomas Jefferson alegó ciento noventa años antes, en 1807, cuando el chief justice John Marshall en su condición de juez de circuito de Virginia hubo de enfrentarse a la solicitud de una subpoena duces tecum frente al presidente en el caso United States v. Aaron Burr; Marshall rechazó las alegaciones de Jefferson, siendo muy curioso que Clinton en su descargo se haga eco de las tesis de Jefferson en este caso, tesis que no sólo fueron rechazadas de plano, sino que fueron asumidas por el Tribunal Supremo de los Estados Unidos en el caso United States v. Nixon, como muy bien indica John Paul Stevens al citar expresamente ambos casos y la citación presidencial emitida por Marshall frente a Jefferson). Frente a las alegaciones del Presidente en el sentido de que su enjuiciamiento en pleno mandato presidencial vulneraría el principio de división de poderes, el Tribunal Supremo indica que ello en modo alguno es así, pues ni el enjuiciamiento de Clinton supondría una ampliación de las funciones judiciales ni una disminución de las ejecutivas. Es más, en una cita expresa de United States v. Nixon (otra sentencia adoptada por unanimidad de los nueve magistrados) se establece que ni la doctrina de la separación de poderes ni otras circunstancias justifican una extensión de la inmunidad presidencial a todo tipo de actos (“neither the doctrine of separation of powers, nor the need for confidentiality of high-level communications, without more, can sustain an absolute, unqualified Presidential privilege of immunity from judicial process under all circumstances”). Aplicando la doctrina al caso concreto, el Tribunal finalize indicando que la doctrina de la separación de poderes no impide a los juzgados federales el enjuiciamiento presidencial ni, en consecuencia, autoriza la suspensión de las actuaciones hasta la finalización del mandato (“We therefore hold that the doctrine of separation of powers does not require federal courts to stay all private actions against the President until he leaves office”).
Si realizamos una comparación de la doctrina judicial del caso Clinton v. Jones con la situación española la situación es para echarse a llorar. En primer lugar, obsérvese que Clinton fue sometido a enjuiciamiento en un humilde juzgado federal, siendo así que en nuestro ordenamiento jurídico ya se consagran dos importantes desigualdades en el artículo 71 de la Constitución: la autorización de la Cámara legislativa para el procesamiento de diputados y senadores y el aforamiento especial ante la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo (idem de los diputados autonómicos, aforados ante las Salas de los Tribunales Superiores de Justicia). No obstante, y para cubrir aún más las ya protegidas espaldas de los padres de la patria, nuestro Tribunal Supremo vino a consagrar en su día una curiosísima doctrina para evitar el procesamiento de diputados o senadores en causas penales: me estoy refiriendo al célebre Auto de 14 de noviembre de 1996 la Sala Segunda del Tribunal Supremo (Ponente: Cándido Conde-Pumpido Tourón) su célebérrima tesis del efecto estigmatizador: “En consecuencia si el control de la fundamentación de la acción penal que provoca la solicitud de Suplicatorio no compete a las Cámaras Legislativas sino a los Tribunales de Justicia, y específicamente a esta Sala, el ejercicio responsable de dicha función impone la necesidad de un análisis riguroso de la fundamentación de la imputación de manera que no habrá lugar a solicitar el correspondiente Suplicatorio cuando, como sucede en el caso presente, las atribuciones delictivas sean imprecisas y carentes de la mínima solidez, máxime atendiendo al efecto estigmatizador que la publicidad derivada del Suplicatorio y el rango del Organo Judicial que lo solicita provocan necesariamente”.
Es una lástima que los asesores jurídicos de William Jefferson Clinton no hiciesen uso de esta doctrina del “efecto estigmatizador” para evitar su comparecencia como demandado en un simple juzgado federal. La duda que me corroe es si los defensores del presidente no hicieron referencia a esta peculiar tesis por desconocerla o por considerarla absurda.