Revista Ciencia

Inocencia originaria

Por Biologiayantropologia

INOCENCIA ORIGINARIAPublicado en Levante 22 de febrero de 2013
En el imaginario social se ha instalado la persuasión de que en esta vida para triunfar hay que ser astuto y sagaz: un sinvergüenza. Es un trasfondo luterano de la corrupción intrínseca del corazón humano. Hay algo de verdad en esto, pero cuando se principia como conjunto lo que sólo es parcial se cae en un todo apodíctico difícil de refutar, ya que queda adherido al cuerpo como la piel. Se puede hablar pues de un desorden originado, constitutivo, lo que en cristiano se menciona con el nombre de pecado original con el que todos nacemos.
Frente a esta perspectiva pesimista surge también la visión de una inocencia originaria: la del niño incapaz todavía de decir una mentira, aunque haga, de vez en cuando, una trastada. Ese niño que nunca nos abandona. Recuerdo de una persona que me decía de otra: ése tiene la ley natural pegada al pellejo como Juan Lobón, el personaje de la novela de Luis Berenguer, rural y montaraz, que  pone en jaque el nuevo orden de un mundo que inexorablemente se desmorona: “Y lo que era de los frailes pasó a ser de unos pocos [se refiere a la desamortización de Mendizábal], y lo que era de todos, porque lo puso Dios en el monte, también lo quisieron para ellos [los caciques]. Pero la culpa no fue toda de la gente principal, que la gente de nosotros tragó con todo y hasta les ayudó a engordarse…  Como pasó de antiguo, pasó de moderno. Ahí está la Zarza con tantísimo personal, todos encelados por la propina que les van a dar por ir con el cuento de haber visto a un fulano saltar la linde”.
Los niños y los locos siempre dicen las verdades. Y ya se sabe que quien canta las verdades pierde las amistades. Me parece que el quebranto de la inocencia se inicia en el momento en que el niño es adoctrinado para llevar a la práctica un dicho profundamente erróneo e injusto: piensa mal y acertarás. Por eso, toda la vida del adulto consiste en una vuelta a la originaria inocencia. Ese viaje, el viaje de la vida, es costoso y no exento de riesgos: nuestra particular odisea. Benedicto XVI afirma a este propósito que “no reconocer la culpa, la ilusión de inocencia, no me justifica ni me salva, porque la ofuscación de la conciencia, la incapacidad de reconocer en mí el mal en cuanto tal, es culpa mía. Si Dios no existe, entonces quizás tengo que refugiarme en estas mentiras, porque no hay nadie que pueda perdonarme, nadie que sea el verdadero criterio”. El encuentro con Dios despierta, por contraposición, el dulce deseo de la inocencia perdida. Fue un revisionista marxista, Max Horkheimer, quien afirmó, en el último período de su vida, que la religión es estimable por cuanto es expresión de “que más allá del sufrimiento y de la muerte existe el anhelo de que esta existencia terrena no sea absoluta, no sea lo último” “La esperanza de que esta injusticia que caracteriza al mundo no permanezca así, no sea la última palabra”: añoranza del triunfo de la inocencia originaria.
Pedro LópezGrupo de Estudios de Actualidad

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