Llevo desde ayer ensayando esa mueca de asombro y alivio infinito que tan bien les salía a los famosos cuando veían aparecer a Juan y Medio tras los bastidores cargando un orondo ramo y aquel muñeco lechoso y anodino que lleva siglos simbolizando las bromas más pesadas.
Es más, hoy me he peinado y he tiznado mis pestañas; y tentada he estado de ponerme tacones.
Pero nada, oigan, aquí no hay cámaras a la vista y todos parecen proseguir sus vidas con absoluta normalidad.
¿Seré yo entonces la lunática? ¿Lo de ayer iba en serio? ¿Esto es el motor de Europa?
Porque es que verán, ayer tuvimos reunión de padres - más bien de madres - en la guardería. Elternkaffee lo llaman aquí; una reunión informal de progenitoras, con los niños a buen recaudo pedagógico, para poder charlar, conocerse mejor e intercambiar impresiones sobre el funcionamiento didáctico y organizativo del jardín de infancia en cuestión.
Admito que esas reuniones me matan del aburrimiento y suelen dejarme un regusto bastante amargo; y es que, después de más de cuatro primaveras llevando y trayendo niños y compartiendo Elternkaffees dos veces al año, todavía no sé ni cómo se llaman ni a qué se dedican la mitad de las Mutter con las que me cruzo a diario.
En esas reuniones lo que impera son las caras de pedo y las preguntas inquisitivas sobre quién habrá traído piojos a la guardería o si esa tarta es casera o de sobre. Un supino koñacen, sí, pero que no conviene perderse, no vaya a ser que aprovechen las Übermütter para votar en mayoría y achicarnos más los horarios o retrasar la edad de aparcamiento infantil permitida. Así que ahí estoy yo siempre, discreta pero segura, controlando mis alegatos feministas e intentando entablar conversaciones a destajo, a ver si cae la breva y a alguna se le reactivan las neuronas.
No les costará pues imaginar mi asombro cuando ayer, tras las agitaciones de mano protocolarias, se puso una a repartir folios. Y lápices de colores. De natural impaciente, me apresuré a poner mi nombre bien grandote y flanquearlo con caritas sonrientes, divulgando así mis intenciones de alegre y pacífica charla; pero, por la reprimenda ocular de la repartidora y un nuevo folio impoluto, deduje que por ahí no iban los tiros.
Cuando terminó el reparto y la Übermütter jefa pegó en la pizarra la foto de un caballo, empecé a temerme lo peor. Y no me equivoqué, señores, porque sobre la foto colocó papel cebolla y se puso a calcar el corcel, animándonos a imitar sus trazos.
Obediente que es una y, pensando que esto tendría alguna explicación lógica y racional, esbocé un rocín - que más parecía un asno - y levanté la mano. Tras unos minutos de halagos generales y conversaciones cruzadas del tipo ¡qué bien le salen las colas! o ¡su musculatura está muy conseguida! alguien se dignó a hacerme caso.
Les juro que cuando pregunté que para qué hacíamos eso, todavía tenía mucha fe en la humanidad y rechazaba de plano toda teoría conspiranoica sobre la lobotización femenina en Alemania. Se lo juro por Gott. Yo sólo quería saber si se me había pasado algún evento, una colaboración, una fiesta, el día del equino, yo qué sé, pero algo que me explicase por qué cojones estábamos dibujando caballos en una reunión de padres.
Mas cuando se hizo el silencio general y reconocí censura en sus miradas, supe que algo iba mal.
- Pues para nosotras mismas, para saber hacerlo ¿para qué va a ser?
Desde entonces espero a Juan y Medio; porque va a venir ¿verdad? ¡¿verdad?!