Una de mis más legendarias características y de la que he presumido hasta el hartazgo allá por donde he ido es la de ser una mujer 'de fácil convivencia'. Esto, vivido desde el máximo autoconvencimiento, se lo he ido vendiendo a todos los que, a lo largo de los años, han compartido techo conmigo, ya fueran compañeros de universidad, visitantes ocasionales, amantes de ida y vuelta, parejas del día a día o amigos de quita y pon.
Siendo fiel a la verdad, así fue durante muchos años, cuando _desde un candor que hoy en día me parece casi tontorrón_ ésta que os escribe no solía decir ni 'mú' ante las cafradas de los anteriormente citados, llevando al extremo eso tan cristiano y civilizado de la templanza y sublimando, para más inri, todas las rarezas de los y las partenaires de turno.
Lo bueno de vivir, además del valor de la experiencia, es que los años te van demostrando que tienes todo el derecho del mundo a decir 'digo' donde antes dijiste 'Diego', al punto de que, en la cuestión que nos ocupa, tengo que asumir que a día de hoy la convivencia conmigo es cualquier cosa menos fácil.
Para empezar, detesto dar explicaciones y me aburre soberanamente someter a criterio popular (con el tiempo que eso implica) lo que a mí, de entrada, me parece el bien común. Supongo que esto me convierte en una déspota _no sé si ilustrada_ pero, a día de hoy, soy capaz de encajar deportivamente el adjetivo. He tenido discusiones de dimensiones épicas a este respecto, he sido acusada en tribunales populares de marimandona, terca y manijera _incluso por aquellos que se han beneficiado más que mucho de mis supuestamente despóticas planificaciones_ y, aunque he tratado de enmendarme, la verdad es que una de mis grandes asignaturas pendientes es plegarme a otros planes que no sean los míos y dar mi reverendísimo brazo a torcer.
Continuando con el rosario de dones 'convivenciales', he de decir en mi contra que soy absolutamente indisciplinada y anárquica de puertas para adentro y, más allá de los horarios de comidas, baños y cenas de mis hijas (que también apuntan las maneras de su mami), no hay cosa que más alergia me produzca que la tiranía del reloj _desaparecido de mi mano izquierda hace años_ y lo que se supone una debe hacer en tal y cual tramo horario. Paradójicamente, fuera de los metros cuadrados que se corresponden con mi reino domiciliario, soy _creo_ una excelente organizadora, al punto de que gran parte de mi jornada laboral transcurre inmersa en planificaciones de marketing y trasuntos comunicacionales que me tienen, a la vez, con un pie en el tiempo presente y el otro en el mes siguiente. No es raro, pues, que mi relación con el calendario sea de absoluto despiste si materialmente no lo tengo delante, detalle que, a ojos foráneos, me convierte en una mujer permanentementedesubicada, un tanto excéntrica y legendariamente multinivel.
Imagino que, por un puro efecto de compensación, allí donde habitualmente me muestro serena y comedidamente encantadora tiendo, con más frecuencia de la que me gustaría, a proverbiales explosiones de ira y mala leche. En mi caso, en modo 'fusión - fría - ríete - tú - del - Perito - Moreno'. Tan fría que no hay quien se me acerque que no corra serio peligro de morir congelado o de llevarse un zarpazo con el arpón esquimal.
Y ahí, en ese estado post-iracundo suelo quedarme dos o tres mil años, yo solita en mi era glacial rumiando el subidón frappé con cara de lapona herida, atrincherada en mis razones con el arpón bien alto hasta que me da la llorera y salgo de mi propio hielo profundamente convencida _como una Yeti que volviera de hacer ejercicios espirituales_, de que jamás volveré a pisar la nieve eterna.
En esto, como en en tantas cosas, no hay quien me crea y me dé crédito. No al menos a día de hoy, que sigo fracasando y tropezando una y otra vez con mis 'mejores' intenciones, con mis sentidísimas ganas de sacudirme estas 'pequeñas cosillas' que tanto me afean y hacen de la vida de los que me rodean en lo inmediato una experiencia infinitamente menos feliz de lo que se merecen.
Por eso, a punto de concluir el año y en un momento en que todos solemos hacer balance de los últimos doce meses que nos hemos metido entre pecho y espalda, a mí, más que darme por escribir cartas absurdas a los Reyes Magos, me da _otra vez_ por hacer un hondo y sincero ejercicio de autocrítica en el que me pido a mí misma y para los demás el ser capaz, entre otras cosas, de decir 'lo siento' sin que ello tenga a mis ojos la transcendencia y consecuencias de La Rendición de Breda.
Me pido, para mí y para los que amo, más risa, menos rigor, más guasa y menos furia.
Dejar de ser, aunque solo lo sea a ratos...
Insoportable.