Uno de mis géneros favoritos (aunque puede debatirse si se trata de un género) es el de los recetarios de cocina. Confieso que pertenezco a esa clase de lectores -hay más de los que creen- que abordan su lectura como si de una novela se tratase; es decir, que empiezo por la primera página y sigo leyendo las recetas en orden hasta llegar al final. Un proceder que puede parecer absurdo, pues al fin y al cabo, se supone que los libros de recetas son obras de consulta, como las enciclopedias, donde uno busca sólo aquella información que precisa en un momento dado. Pero cualquier recetario digno de ese nombre (excluyo deliberadamente esos engendros que abundan en las grandes superficies, llenos de fotos de abigarrados colores acompañadas de unos anémicos textos traducidos de algún otro idioma por alguien que no ha andado nunca entre fogones) tiene su propio estilo y su propia trayectoria narrativa, que nos transporta desde los entrantes más ligeros hasta la plácida dulzura de los postres, tras haber transitado por un emocionante crescendo que pasa de las verduras y arroces a las aves, y de ahí a las carnes rojas y los pescados. Cuando cerramos el libro, hemos evocado tantas sensaciones, olores y sabores (puesto que la comida está tan ligada a la convivialidad, a las experiencias sensuales más básicas y, en suma, a ese vínculo esencial entre cuerpo y espíritu) como si hubiésemos leído la más sabrosa de las novelas. Es más, la propia receta -igual que sucede con cualquier escena narrativa- tiene su planteamiento, su nudo y su desenlace: partimos de los ingredientes en su estado primigenio y seguimos las complicaciones de su preparación, no exenta de peligros, para llegar al feliz final, con el plato listo para ser devorado por los ansiosos comensales. También, como sucede con las novelas de misterio, las recetas encierran a menudo escollos y enigmas para el lector. Cuando el autor nos conmina a " preparar un almíbar clarito" somos presas de la ansiedad: ¿cómo de claro? En otros casos, es la propia complejidad de la receta la que nos deja sin aliento: pasos y más pasos de preparación, de cocción y, cuando creíamos que ya estaba listo, resulta que hay que dejarlo reposar varias horas, antes de darle los toques finales. Agotador. Pues es inevitable ir siguiendo mentalmente los procesos e imaginarse poniéndolos uno mismo en práctica.
Aparte de la emoción y la zozobra inherentes a la lectura de cualquier receta, los libros de cocina tienen el atractivo añadido de reflejar con más precisión que muchas novelas aspectos de la vida cotidiana de cada época. Para sentirnos transportados a un hogar burgués de las primeras décadas del siglo XX, nada mejor que recurrir a La cocina completa, de la marquesa de Parabere. Igualmente, el archiconocido recetario de Simone Ortega, esas 1080 recetas publicadas en 1972 que según se dice enseñaron a cocinar a varias generaciones de españoles, se lee hoy como un documento costumbrista no exento de encanto. Recetas como "Sesos al gratén con bechamel y champiñones" dudo de que aparezcan hoy en la mesa de muchas familias corrientes, mientras que otras, como las "Angulas en cazuelitas" se han convertido simplemente en irrealizables por motivos económicos.
Es posible que para cocinar un plato determinado, lo más práctico sea recurrir a un vídeo explicativo de YouTube, pero para cualquier aficionado a la gastronomía, nada sustituye al placer de la lectura de una (buena) receta.