Que saldremos más fuertes de la pandemia solo es un eslogan bien intencionado. Es cierto que podríamos aprender de los errores y arremangarnos para combatir las consecuencias sociales y económicas que nos deja esta crisis sanitaria, pero las señales no invitan al optimismo. Aunque sea cierto que poco podemos esperar de quienes durante estos meses han profundizado en su sectarismo y patriotismo de pacotilla, no son buenos tiempos para la esperanza de salir más fuertes.
Transformar la política en una competición, cuyo único fin es derribar al adversario y si es posible destrozarlo como personaje público, es señal de una democracia mal arraigada. El ejercicio de asaltar el poder por encima y a espaldas de las necesidades de la ciudadanía, no debiera confundirnos porque el proceso que se repite una y otra vez es tan simple como sus ejecutores: apropiación de la verdad y demonización del adversario político. No hay más. Si acaso la imprescindible la colaboración de influyentes medios de comunicación.
En democracia debiera ser más relevante la experiencia y percepción de los ciudadanos que la realidad que cuentan políticos y medios atrincherados en sus intereses económicos y partidarios. Éstos tratan de enmascarar la verdad, pero son tan zafios que todo lo reducen a eso de "difama que algo queda" y poco más. Piensan que a la realidad, como si no fuera ya bastante dura, hay que añadirle una verborrea insultante, bulos y mentiras. Aunque parezca infantil, nada como un insulto o una falsedad para llamar la atención, copar portadas, abrir noticieros o ser llamado para una entrevista.
No entienden que el insulto constante y prolongado en el tiempo envejece el discurso, conduce a la descalificación gratuita y a la necesidad de una mentira cada vez más exagerada que termina por producir tedio y alergia en la ciudadanía. Por ello, determinados referentes sociales debieran aprender de la buena prosa: adjetivos, los mínimos. Pero para los profesionales de la descalificación no importa tanto la verdad o esclarecer los hechos, como el escándalo. Ignoro si este recurso permanente al insulto es un rasgo característico de un país que tiene como principio filosófico la picaresca y. como afición, el no dejar títere con cabeza. Lo peor es que este espectáculo circense es seguido por un coro de seguidores que le ríen la gracia que no tiene.
La política se ha convertido -igual siempre fue así- en una representación para entusiastas, a ratos grotesca y a veces patética, donde proliferan discursos y arengas, soflamas y ofensas. Insultos que son un desprecio a los ciudadanos y muestra de incapacidad por parte de quienes los profieren.
En política y alrededores abundan quienes mariposean por encima del bien y del mal, de lo divino y lo humano; son personajes con tribuna, columna y micrófonos que creen levitar en virtud de una supuesta superioridad. ¡Hay que ser duro en política!, se justifican. Por supuesto, pero contundencia no es sinónimo de agresividad. Quienes piensan de manera distinta, quienes atisban otras soluciones a los problemas reales, más que enemigos son rivales a los que hay que combatir democrática y racionalmente. Con ideas, mejor que con insultos y falsedades.
¿Todos somos responsables de los insultos? Por supuesto quienes los utilizan, pero también quienes los difunden como si fueran la quintaesencia de la disertación política, a quienes los aplauden o difunden aunque sea con el propósito de convertirlos en zasca o bumerán que impacte sobre quienes los lanzan. Insulta que algo queda dice la vieja expresión, pero lo que queda es una imagen lamentable de quienes no saben hacer otra cosa que ofender.