Un amigo mío, ingeniero de profesión, me preguntó una vez si sabía yo lo que era internet, definiéndolo en dos palabras. Mis respuestas, que si una red, la red o similares, se acompañaron de una socarrona sonrisa por parte de mi interlocutor que me respondió:
-Un negocio.
Whatsapp, adquirida por Facebook, deja de cobrar a sus usuarios el dolar anual -no es una cifra excesiva- que venía percibiendo por la prestación de sus servicios. Si consideramos que unos novecientos millones de usuarios emplean este programa, la renuncia a otros tantos millones de dólares, no me parece moco de pavo ni mucho menos.
Tampoco termino de creer que la empresa actúe movida por la generosidad o el altruismo, tristemente escasos en este mundo occidental que nos rodea; más bien pienso que los datos facilitados a las multinacionales, los hábitos de navegación, la publicidad encubierta en mayor o menor medida, tienen un valor sensiblemente superior al del servicio que ofrecen “gratuitamente”.
Mi preocupación no estriba en que Machachussets sea conocedor de mi costumbre de apostar al partido del domingo, o que visito alguna página de adultos, me aterra la injerencia que pueda tener sobre nuestra libertad, el exceso de información que determinadas empresas comerciales tengan sobre nuestras vidas, especialmente sobre esa parte de ellas que no comentamos diariamente con nuestro vecino de puerta. Todo termina en una especie de globalización masiva en la que nuestras necesidades dejan de ser propias para determinarse por parte de los intereses que determinadas compañías tengan en el crecimiento de ciertos departamentos. Y el ejemplo que nos ocupa es claro: Hasta hace diez años, vivíamos perfectamente sin las redes sociales ni la mensajería instantánea, mientras que a día de hoy es imposible departir con los amigos tomando unos culetes de sidra, porque la mayoría de nosotros estamos, inducidos por esa necesidad creada, tecleando estúpidamente mensajes que no son necesarios, dirigidos a gente a quien, las más de las veces, tampoco les interesan.