Hace unas décadas, a alguien se le ocurrió la brillante idea de crear una serie de dibujos animados que les sirviera a los más pequeños para entender el funcionamiento de su cuerpo. Así fue cómo pudimos disfrutar aprendiendo y aprender disfrutando con unos simpáticos y curiosos personajes que se nos presentaban bajo las formas más extrañas y variopintas. Evocando ahora aquellos episodios de "Erase una vez el cuerpo humano" no nos resulta difícil entender aquellas diminutas células que se aventuraban por el torrente sanguíneo como intrépidos surfistas intentando atrapar olas, ni tampoco dotarlas de mayor entidad. La célula no deja de ser una representación en miniatura de cualquier organismo vivo del que forme parte.En ella hay orgánulos que desempeñan distintas funciones, sincronizándose a la perfección para funcionar como un solo cuerpo, igual que los órganos del cuerpo humano están perfectamente organizados para que funcionemos de la forma más óptima y nuestra vida resulte una experiencia viable. Las mitocondrias de nuestras células equivaldrían a nuestros pulmones y el retículo endoplasmático, seguramente podría equipararse a nuestro sistema digestivo.Aunque, a simple vista, no podemos ver una célula aislada, a menos que dispongamos de un microscopio adecuado y que seamos capaces de saber utilizarlo, cada una de esas células que viajan por nuestras venas y arterias, o que integran órganos tan complejos como el hígado, los riñones o el páncreas, o que sinaptan en nuestro cerebro, cerebelo o médula espinal para que nuestro organismo no deje de mantenerse activo y saludable, constituyen por sí solas, una representación en miniatura de la realidad biológica que nos sostiene y nos hace posibles.
El funcionamiento de nuestro organismo depende de cómo se comportan cada una de esas células, pero con demasiada frecuencia parecemos olvidarlo y subestimamos el valor real que cobran esas microrrealidades que no somos capaces de captar con los ojos.De la misma manera que nosotros ignoramos los micromundos que albergamos en nuestro propio interior, los macromundos en los que nos movemos como si fuésemos meras células esforzándose en mantener firmes los huesos o en evitar que un émbolo de colesterol les tapone la luz de una arteria, también nos ignoran a los pobres humanos corrientes.La realidad siempre es subjetiva y depende demasiado de la perspectiva desde la que la observamos. Si intentamos hacer el ejercicio de imaginarnos el mundo como un único organismo vivo del que todos somos parte integrante, siendo todos igual de necesarios y, a la vez, igual de desechables, podremos compararnos con esas células que vivían aquellas aventuras alucinantes en la serie sobre nuestro cuerpo de la que tanto aprendimos cuando éramos pequeños. Sentir que todos somos parte del mismo equipo y que, si queremos llegar a buen puerto, hemos de remar todos en la misma dirección, es una forma de concienciarnos del mucho daño que nos hacemos los humanos cuando dejamos de ver a nuestros iguales como aliados y empezamos a competir y a combatirnos entre nosotros como si nos confundiésemos mutuamente con anticuerpos que pueden poner en riesgo nuestra condición de seres vivos.Afortunadamente, en el cerebro humano habitan determinadas células que cumplen la función de mediar entre estructuras que parecen repelerse y aislarse en sus respectivos abismos. Se trata de las denominadas INTERNEURONAS, capaces de conectar neuronas sensitivas con neuronas motoras para que la información fluya de las unas a las otras a través del puente de comunicación que ellas les tienden con el objetivo de que nuestro cerebro pueda recopilar toda la información que recibe de nuestros sentidos y transmitirla por todos los rincones de nuestro cuerpo, para que siga funcionando como un todo.
Si nuestro cerebro y nuestro cuerpo pueden lograr esa magia que nos hace posibles, ¿por qué no podríamos ser capaces de dar con las personas que imiten a esas interneuronas y logren que los humanos logremos entendernos y ponernos de acuerdo para empezar a funcionar como un todo perfectamente organizado que procure por nuestra propia supervivencia en este planeta azul que, visto desde el espacio, no deja de ser un simple punto en el mapa celeste en el que, a simple vista humana, nadie detectaría ningún indicio de ese loco mundo globalizado que habitamos?Intentemos ser más humildes y menos ególatras. Aprendamos de nuestras células y dejemos que nos guíen a la hora de trabajar más en equipo. Perdamos el miedo a cruzar los puentes, a conocer otras versiones de esa realidad subjetiva que nos recluye a veces a cada uno en nuestro abismo particular. No nos perdamos en los extremos, no nos obliguemos a conformarnos con tener que elegir entre corazón o mente, entre luces y sombras, entre inteligencia o creatividad. Optemos por los matices, por conectar ambas posibilidades y disfrutar integrando las virtudes de cada una en una nueva forma de sentir, de vivir, de redescubrirnos.Sinaptemos con esas interneuronas que nos ayuden a cruzar a tantos otros lados, a tantos otros mundos que nos estamos perdiendo por nuestra manía de creernos el tópico de que ya todo está escrito y ya nada nos va a poder sorprender. Despertemos de una vez y atrevámonos a empezar a estar vivos.Estrella PisaPsicóloga col. 13749