Lo de hoy no ha supuesto nada. Ha sido un domingo con buen tiempo, eso sí. Un domingo para tranquilear por ahí, como tantos otros. Un día para perder embarcado en el Hierro casi novecientero. Una mañana y un trozo de tarde para olvidar. ¿Para olvidar o para recordar?
La ruta de hoy comprendía Valdepeñas de la Sierra y el embalse de El Atazar. Solo eso. He vuelto a dejar fuera Alpedrete de la Sierra y, hoy también, Torrelaguna. Se trataba de aprovechar el buen tiempo, estirar las piernas -o mejor encogerlas- y darme un garbeo de limpieza interior de esos que el lector sabe que me gustan.
Creí que vería nieve, y solo he visto los restos de serie que quedaban en la cara norte de algunas lomas en las llanuras de Uceda, pero me ha tocado rodar por carreteras húmedas y umbrías, carreteras de esas que me ponen tan nervioso y me dan tanto miedo. Pero las he hecho, despacio, afinando el tiro, a punta de acelerador, con la marcha larga.
A la vuelta he ido a Carabanchel (Madrid) a pagar debido tributo y a oler paella a casa de mis suegros. Al poco de acabar he vuelto a coger la moto y me he venido a casa.
Digamos que el día ha tenido tres partes: la primera hasta La Cabrera, por carreteras secundarias, y la tercera por autovía, primero hasta Madrid y luego hasta Guadalajara. Y las tres me han encantado. La primera parte me ha gustado por motivos obvios para el asiduo lector, que me puede imaginar todo de negro, despacieando, saludando a los buitres que empezaban a hacer círculos al pie del embalse, oliendo a pino y a jara y restregando los ojos contra un paisaje fácil de mirar pero difícil de vivir.
La tercera ha sido la autovía donde me lo sigo pasando muy bien. Apretar la moto, sujetar el viento con el cuerpo, vigilar a ese cenutrio que parece que no sabe a dónde va... y todo esto, bregando con las rachas de viento que me han asaltado por la emecuarenta, ya de vuelta a casa.
¿Y la segunda? La segunda ha sido una maravilla. Llegando desde la carretera de Burgos (N-I) tenía tres opciones: entrar por la M-40, por la M-30 o por el centro de Madrid y, en esta ocasión, he optado por el camino más transitado, de tal forma que he podido hollar tantos y tantos lugares en los que viví cuando era estudiante. Bravo Murillo, Reina victoria, Guzmán el Bueno, Princesa, Plaza de los Cubos (Plaza de Santa María Micaela), Plaza de España. Son algunos de mis lugares, son algunos de esos sitios en los que he vivido y en los que me han vivido desde que fui mayor de edad. Sitios que recorro con cierta asiduidad solo que hoy, con la novedad de la moto. Lo volvería a hacer. Lo volveré a hacer si Dios quiere.
Así se me ha ido este día lleno de intrascendencias. Ya con la moto aparcada y ensegureada, camino a casa, he pensado en lo trascendente y lo que no importa. Y caigo en la cuenta de que lo intrascendente puede ser, en muchas ocasiones, algo absolutamente trascendente, lo que pasa es que no me doy cuenta de ello. No es intrascendente volver a casa en perfecto estado. Seguramente esto es lo más importante de todo, volver a casa entero. No puede ser intrascendente el poder haber comprado una moto, esta moto. No es intrascendente no haber tenido que llamar a la ambulancia o a la Guardia Civil por causa de un accidente o una caída. No puede ser intrascendente visitar a mi familia, que la tengo. No pueden ser intrascendentes... tantas cosas que yo, al menos, doy siempre por seguro.
A mí me parece que debería pararme a pensar que todo eso que forma a la rutina en la que vivo no debe ser intrascendente o poco importante, sino todo lo contrario. La familia, las oportunidades que tengo, las experiencias que vivo... todo eso forma parte, supongo, que la vida que me ha regalado el Autor de esos paisajes ásperos a los ojos, de esos buitres cabrones que circuleaban a vista de presa muerta, de ese cielo azul de Madrid.
Dar importancia a lo importante, a lo realmente importante, y conocer lo que sí que es intrascendente de verdad.