Considero que la industria del videojuego es bastante parecida a un adolescente. Ya no solo por la evidente juventud del sector, sino por los propios términos en que se expresa, con ese gusto por lo ruidoso, lo ostentoso y lo impactante, a menudo posicionándose en extremos radicalizados, buscando un rumbo a veces algo incierto y tropezando una y otra vez en sus mismos errores. Aún así, sigue adelante resplandeciente, enérgica y con ganas de gustar, dejándose llevar en demasiadas ocasiones por la tiranía de la forma en detrimento de un buen fondo. También, al igual que un adolescente, a menudo da muestras de una inusitada madurez buscando nuevos estímulos, estableciendo unas metas y cimentando el camino sobre el cual dar los primeros pasos para una futura evolución, ya sea diversificándose en diferentes terrenos o especializándose en uno solo.
Por otro lado y pese que hace bastante años que los juegos dejaron de ser cosa de niños, la inmensa mayoría de ellos aun no se ha desprendido de toda una serie de fórmulas que pese a lo manidas o pueriles que puedan llegar a ser, han funcionado y lo siguen haciendo con solvencia entre el público mayoritario. Es lo más cómodo, lo más rentable y lo más seguro. Es un mercado que funciona en base a unas directrices donde los límites entre rentabilidad y riesgo están bastante definidos, y no seré yo quien pretenda rebatirlos. Que las revoluciones son cosa de las periferias es evidente, y en este sector, como en cualquier otro, los intentos por contar otras cosas, o contarlas de manera diferente provienen, normalmente, de los estratos menos dependientes de esa gran urbe acomodada de producciones en cadena. Tampoco me toca a mí valorar si esto es mejor o peor que las corrientes llamadas mainstream, pero siempre es de agradecer que se intenten hacer cosas nuevas, tener donde elegir, por una simple cuestión de salubridad en el sector. Es perfectamente compatible comer hamburguesas y al día siguiente ansiar un buena ración de foie de pato al oporto, lentejas caseras o una bolsa de patatas fritas.
En el terreno de los videojuegos-hamburguesa y todos esos productos de consumo fácil e inmediato cabe señalar que esa juventud, ese ritmo enérgico del que hablaba antes se extiende también a la praxis y al rostro que los creadores suelen poner a sus creaciones, muy a menudo protagonizadas por estereotipos que siempre responden a ideales de belleza, juventud y fortaleza. La ejecución por su parte también tiende a ser algo muy activo, de manera que estos videojuegos normalmente ofrecen una experiencia que nos sitúa como el epicentro ejecutor, el agente activo capaz de cambiar el mundo; nos otorgan un poder ilimitado dentro de los límites del propio juego. Es por esto, y porque dicha tendencia suele ser la más habitual, que me llamó tanto la atención Is It Time cuando leí sobre él por primera vez. Y es que Is It Time, tanto su forma, su fondo, como su propósito, se sitúan en un extremo radical y dolorosamente opuesto.
El juego es obra de Jaime Fraina, y la música corre a cargo de Damien Calsi. Is It Time se presenta en la web de su autor con la frase “When is life not worth living?” como subtítulo, una frase bastante desesperanzadora que nos pone sobre aviso del tipo de experiencia a la que nos vamos a enfrentar. El juego está basado en una historia real, la de la propia abuela del autor, pero también podría ser cualquier otra de las miles, cientos de miles de historias que se repiten a diario en cualquier parte del globo. En el juego nos enfrentamos a los últimos días de vida de una mujer anciana y experimentaremos el deterioro mental, físico y el abandono por parte de su propia familia. Debajo de un planteamiento jugable tremendamente simple se encierra un mensaje desolador que posiblemente impacte más de la cuenta por expresarse en un lenguaje, el del ocio electrónico, que normalmente se emplea en purpurina y explosiones. El juego te posiciona en un estado de sumisión total, te hace sentir impotente, incapaz, y llega un momento en que te empuja literalmente hacia la muerte. Pero como en la vida, la reacción natural del jugador será la de seguir adelante, aunque la reflexión colateral que se extrae es un sombrío “¿para qué?” rondando pernicioso en nuestra cabecita.
Os recomiendo que lo probéis, simplemente. Como juego en flash podrá tener más o menos valor, no lo discuto. Es una propuesta muy simple e incluso aburrida, como la propia vejez. Pero como mensaje es atronador, pese a sus silencios. Jaime Fraina tenía algo que contar y simplemente ha considerado que éste era el mejor medio para hacerlo. El resultado es un juego diferente, una experiencia breve y liviana en cuanto a la forma pero cuyo fondo encierra un calado enorme.
Lo cual nos hace retomar el hilo conductor del artículo; la necesidad de cosas diferentes responde a una cuestión vital y de capital importancia. Sin evolución no habría clásicos, sin variedad no podríamos tener preferencias de la misma manera que sin ideas geniales no podríamos discernir las que son un montón de basura o viceversa. Cualquier ámbito cultural debe ser un picoteo de tendencias diversas por parte del consumidor, forma parte de su propio aprendizaje, comparando, contrastando y deglutiendo. Es por ello que la concepción de los videojuegos como industria de un entretenimiento inocuo o como un importante sector cultural no tanto depende de ella en sí misma como de la postura que adoptamos nosotros, los consumidores. Podemos acudir a una hamburguesería y llenarnos la barriga de forma rápida e insustancial, o ponernos delante de un delicioso plato para degustar con calma. O simplemente podemos alternar. Diferencias de sabor y de pretensiones, pero igual de disfrutables en según qué momento. Lo más importante es que nos den la oportunidad de elegir.